Libertad Religiosa en el Siglo XXI

 Ensayo

Introducción 

La discusión en torno al Proyecto de Ley de Libertad e Igualdad Religiosa en Ecuador, como un fenómeno legislativo aparentemente técnico, se enreda en una maraña de conceptos cuyo significado original ha sido desdibujado por la polarización ideológica. Para navegar este debate con claridad, es esencial regresar a las raíces de las palabras que lo definen. Libertad religiosa —término central de la propuesta— proviene del latín libertas, que evoca la ausencia de cadenas, y religio, un vocablo de origen incierto, aunque Cicerón lo vinculaba a relegere (releer, reconsiderar con cuidado), mientras Lactancio lo asociaba a religare (ligar, unir al hombre con lo divino). Así, la libertad religiosa no es solo un permiso estatal para practicar ritos, sino el derecho a vivir una conexión ética con lo trascendente, sin coerción.

Por otro lado, adoctrinamiento, palabra clave en las críticas a la Iglesia, surge del latín doctrina (enseñanza) y el prefijo a- (hacia), implicando la imposición de una enseñanza. Sin embargo, aquí radica un equívoco: mientras la doctrina católica se entiende como un camino propuesto —no impuesto— para alcanzar la plenitud humana, el adoctrinamiento ideológico moderno, como el de ciertos regímenes, se basa en la manipulación sistemática para anular el pensamiento crítico.

La ley natural, otro concepto medular, se remonta al griego physis (naturaleza) y al latín lex (lo que une). No es un código escrito, sino el orden moral objetivo que, según Aristóteles y Santo Tomás de Aquino, gobierna el universo y la conciencia humana. La Iglesia insiste en que el Estado no puede legislar contra esta ley sin socavar la dignidad humana —como ocurre al legalizar el aborto o negar la complementariedad sexual—, pues su autoridad no es autónoma, sino derivada de un orden superior.

En contraste, términos como ideología de género y comunismo reflejan visiones antagónicas. Ideología viene del griego idea (forma) y logos (estudio), pero en el siglo XIX, Marx la redefinió como un sistema de creencias al servicio del poder dominante. La llamada ideología de género, aunque se presenta como una teoría de inclusión, es percibida por sus críticos como un constructo que niega la biología para rehacer la identidad humana según criterios subjetivos. Comunismo, del latín communis (común), en su raíz prometía igualdad, pero históricamente degeneró en regímenes que, como señala Hannah Arendt, sustituyeron la ley natural por el culto al Estado, persiguiendo a quienes se atrevían a recordar que el hombre no es solo materia.

Estas definiciones no son meros juegos lingüísticos. Explican por qué el proyecto de ley, al prohibir a la Iglesia opinar sobre políticas que violan la ley natural, no defiende la libertad, sino que replica el error de quienes, en nombre de la igualdad, buscan silenciar cualquier voz que cuestione su relato. La etimología, al fin, nos recuerda que las palabras no son neutras: llevan en sus sílabas la huella de batallas filosóficas que hoy se libran en los parlamentos.

La Propuesta de Ley de Libertad e Igualdad Religiosa en Ecuador: ¿Coartación de Derechos bajo el Discurso de la Neutralidad?

La democracia, en su esencia, no es solo un sistema de mayorías, sino un pacto de respeto a la diversidad de pensamiento. Sin embargo, cuando un Estado, bajo la bandera de la “modernización” o la “igualdad”, propone leyes que restringen la participación de ciertos actores en el debate público —especialmente aquellos que representan visiones morales arraigadas—, surge una pregunta incómoda: ¿se está protegiendo la libertad o construyendo una hegemonía ideológica? Este es el núcleo del debate alrededor del **Proyecto de Ley Orgánica de Libertad e Igualdad Religiosa** en Ecuador, una iniciativa que, pese a su nombre, podría convertirse en un instrumento para silenciar a la Iglesia Católica y a otros grupos religiosos bajo el pretexto de la laicidad. Pero el problema no termina ahí: al prohibir a las religiones influir en el marco moral de las leyes, el Estado no solo ignora la naturaleza humana —que busca trascendencia y orden ético—, sino que abre la puerta a ideologías totalitarias disfrazadas de progreso, como la ideología de género o el neocomunismo, que pretenden redefinir la sociedad desde una visión materialista y desconectada de la ley natural.  

Para entender la gravedad de esta propuesta, es necesario partir de un principio básico: **la separación Iglesia-Estado no significa divorcio entre moral y política**. La Iglesia Católica, desde su doctrina social, entiende esta separación como un reconocimiento de la autonomía de lo temporal, pero nunca como una renuncia a su rol de “voz profética” que recuerda al poder político los límites éticos de su acción. Es decir, el Estado puede —y debe— legislar en ámbitos técnicos y administrativos, pero jamás contraviniendo los principios fundamentales de la ley natural, aquella que surge de la dignidad humana y es accesible a la razón, independientemente de la fe. Por ejemplo, el derecho a la vida, la protección de la familia como célula básica de la sociedad, o la libertad religiosa, no son inventos eclesiásticos, sino verdades universales validadas por la filosofía (desde Aristóteles hasta Maritain) y el derecho internacional (Declaración Universal de Derechos Humanos, 1948). Cuando un gobierno ignora estos principios y promueve leyes como el aborto libre, la eutanasia o la redefinición arbitraria del género, no está ejerciendo neutralidad, sino imponiendo una **moral alternativa**, basada en el relativismo y el individualismo radical.  

El proyecto de ley ecuatoriano, al prohibir a las organizaciones religiosas “participar en procesos democráticos y electorales”, confunde deliberadamente dos conceptos: proselitismo partidista y defensa de principios éticos. Si un sacerdote, desde su púlpito, advierte a los fieles que votar por un candidato que promueve el aborto implica cooperar con un mal moral, no está violando la laicidad del Estado, sino ejerciendo su deber de formar conciencias. Esto no es distinto a lo que hace un profesor de filosofía al debatir sobre ética en un aula, o un sindicato al exigir políticas laborales justas. Sin embargo, la iniciativa legislativa —con artículos como el 23, que propone sancionar a las iglesias por “hacer campaña electoral en contra de quienes piensan diferente”— busca eliminar esta crítica bajo el eufemismo de “neutralidad religiosa”. Peor aún: al mencionar explícitamente a la Iglesia Católica como receptora de supuestos fondos estatales para atacar al “capitalismo”, revela un sesgo ideológico. ¿Por qué no se cuestiona igualmente a las ONGs feministas o ecologistas que reciben financiamiento extranjero para impulsar agendas contrarias a los valores mayoritarios? La respuesta es clara: se trata de un doble rasero destinado a acallar a un actor incómodo para el poder.  

Pero el conflicto va más allá de lo legal: toca las fibras de la libertad de expresión y la igualdad ante la ley. La Constitución ecuatoriana (Art. 66) garantiza a todos los ciudadanos “manifestar y difundir libremente el pensamiento” y “tomar parte en los asuntos públicos”. Si un líder religioso es sancionado por expresar su postura ética ante leyes injustas, mientras un académico o un periodista pueden hacerlo sin restricciones, se está violando el principio de no discriminación. Esto no es hipotético: en 2023, el Tribunal Constitucional de España avaló el derecho de un obispo a criticar la ideología de género en redes sociales, argumentando que su opinión era parte del debate democrático. En cambio, en Canadá, la Ley C-4 (2021) criminalizó las terapias de conversión, incluyendo incluso sermones religiosos que desaprueben la homosexualidad. Ecuador, al seguir este segundo modelo, no solo se alinea con regímenes autoritarios, sino que socava su propia democracia.  

La raíz del problema está en una visión reduccionista de la laicidad, importada de la Revolución Francesa, que equipara “neutralidad” con hostilidad hacia lo religioso. Pero la verdadera laicidad —como explica el filósofo Charles Taylor— no es la exclusión de las creencias, sino el espacio donde todas pueden coexistir en igualdad. Cuando el Estado ecuatoriano, siguiendo la propuesta de la asambleísta Esther Cuesta, intenta marginar a la Iglesia de lo público, no está defendiendo la libertad, sino replicando el error jacobino de creer que solo lo secular es racional. Esto ignora que, empíricamente, las sociedades más estables son aquellas donde la religión y el Estado cooperan en la promoción del bien común, como en Alemania, donde las iglesias reciben fondos públicos para obras sociales y, a cambio, aportan un marco ético que refuerza la cohesión social.  

Sin embargo, el proyecto no se limita a silenciar a la Iglesia: es parte de una estrategia global para imponer ideologías totalitarias. La ideología de género, por ejemplo, al negar la complementariedad biológica entre hombre y mujer y reducir la sexualidad a un constructo fluido, no busca “incluir”, sino deconstruir la familia natural, base de toda sociedad. Lo mismo ocurre con el neocomunismo, que, bajo retórica de justicia social, promueve el control estatal de la vida privada, como en Nicaragua, donde el régimen de Ortega persigue a sacerdotes críticos. Ambos movimientos comparten un mismo método: usar el poder coercitivo del Estado para imponer su visión, anulando cualquier disidencia. En Ecuador, esto se ve en el apoyo gubernamental a grupos LGBT que exigen censurar opiniones religiosas, o en la criminalización de quienes se oponen a la RC5, una reforma que —bajo pretextos económicos— centraliza aún más el poder en manos del presidente vitalicio de la RC 5 Rafael Correa.  

Los defensores de la ley argumentan que Ecuador necesita “actualizar” su marco legal para cumplir con estándares internacionales. Pero ¿qué estándares? Mientras la ONU exige libertad religiosa, también promueve agendas como el aborto o la ideología de género, muchas veces contra la voluntad de los pueblos. De hecho, la propia Relatoría de la ONU para la Libertad Religiosa ha advertido que “las leyes que restringen la expresión religiosa en nombre de la igualdad suelen convertirse en herramientas de persecución”. Ejemplos no faltan: en Nigeria, leyes contra la “incitación religiosa” han sido usadas para encarcelar a pastores críticos del gobierno; en Argentina, proyectos para limitar el adoctrinamiento religioso en escuelas buscan eliminar la educación católica.  

Frente a esto, la Iglesia Católica no es un mero “actor político”, sino la principal defensora de los derechos humanos no negociables. Cuando los obispos ecuatorianos denuncian que la ideología de género desorienta a los niños o que el comunismo destruye la propiedad familiar, no lo hacen por dogmatismo, sino porque la historia demuestra que estas ideologías llevan al sufrimiento masivo. Basta recordar los 100 millones de muertos del comunismo en el siglo XX, o el aumento del 300% en suicidios adolescentes en países que medicalizan la disforia de género sin evaluación psicológica. La Iglesia, en cambio, ofrece una visión integral de la persona, basada en la ley natural y el Evangelio, que ha inspirado avances como la abolición de la esclavitud o los sistemas de salud universales.  

Pero el verdadero peligro de esta ley es su efecto escalofriante sobre la sociedad civil. Si se sanciona a una iglesia por expresar su doctrina, ¿qué impedirá que luego se censure a un ciudadano por compartir sus creencias en redes sociales? Este ya no es un tema religioso, sino de libertad fundamental. Como escribió Aleksandr Solzhenitsyn: «La línea entre el bien y el mal no divide países ni partidos, sino el corazón de cada hombre». Si el Estado ecuatoriano cruza esa línea, silenciando a quienes defienden la verdad objetiva, no solo traicionará su Constitución, sino que se convertirá en cómplice de la tiranía más antigua: la que se disfraza de progreso para oprimir.  

En conclusión, el Proyecto de Ley de Libertad e Igualdad Religiosa, lejos de promover la igualdad, es una herramienta de control ideológico que viola la Constitución, los derechos humanos y la razón misma. Ecuador no necesita menos voces en su democracia, sino más; no menos ética, sino una que reconozca que, sin ley natural, toda ley positiva se convierte en un instrumento del poder. Como dijo san Juan Pablo II: «Una democracia sin valores se convierte en una tiranía visible o encubierta». La pregunta es: ¿estamos dispuestos a aceptarla?

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