Las 4 Copas de la Pascua

Reflexión

I. La primera copa: la santificación del tiempo cumplido en Cristo y perpetuado en su Iglesia

La primera de las cuatro copas del Séder de Pésaj es tradicionalmente conocida como la copa del Kiddush, término hebreo que significa santificación. Su función litúrgica es la de consagrar el tiempo festivo, marcando el inicio de la Pascua judía mediante una bendición pronunciada sobre el vino. Esta acción, profundamente simbólica, expresa la separación de ese tiempo del resto de los días profanos, proclamando su carácter sagrado por haber sido elegido por Dios como memorial de su obra salvífica. Sin embargo, este rito, como todos los elementos de la Antigua Alianza, no poseía en sí mismo eficacia sobrenatural plena, sino que operaba como figura pedagógica y profética de una santificación radical y definitiva que sería realizada únicamente en Cristo.

Desde la perspectiva de la teología católica tradicional, esta primera copa, al igual que las demás, no puede comprenderse adecuadamente sin situarla en el contexto de la plenitud de los tiempos (cf. Gál 4,4), cuando el Verbo eterno se encarna para asumir y transfigurar todo lo humano. En efecto, Cristo no vino a abolir la Ley, sino a llevarla a su cumplimiento (cf. Mt 5,17). Esto implica que todos los ritos prescritos bajo la Antigua Ley eran sombras o anticipaciones que aguardaban su realidad en Él. El Kiddush, por tanto, como expresión del poder divino para santificar el tiempo, queda radicalmente superado y cumplido en la venida del Hijo de Dios, que no consagra un día, sino todo el orden temporal al asumirlo en su humanidad redentora.

Cristo es, por su naturaleza divina, el Santo de Dios; pero por su encarnación, Él mismo santifica la carne, el tiempo y la historia. Su presencia en el mundo no es la aparición de un profeta entre tantos, sino la entrada del Eterno en el tiempo, y por tanto la transformación radical de todo lo creado. En Él, el tiempo lineal, que en el Antiguo Testamento servía como marco para recordar las acciones pasadas de Dios, se convierte en tiempo sacramental, es decir, tiempo cargado de la presencia divina. El acontecimiento de la encarnación, pasión, muerte y resurrección no son simplemente momentos históricos, sino actos eternos que se hacen accesibles a cada generación a través de la liturgia de la Iglesia.

En la Última Cena, celebrada por Cristo con sus discípulos antes de su Pasión, es muy probable que el Señor haya tomado esta primera copa al comenzar la cena pascual. Pero lo decisivo no es la continuidad ritual externa, sino su transformación ontológica: al tomar la copa y bendecirla, Cristo no repite simplemente un gesto tradicional, sino que instituye un nuevo comienzo, un nuevo principio litúrgico, el cual ya no se fundamenta en la conmemoración de la salida de Egipto, sino en la consagración definitiva del mundo por medio de su entrega redentora. El gesto de alzar la copa, santificarla y compartirla con sus discípulos adquiere, en este contexto, un significado completamente nuevo: el tiempo nuevo ha comenzado. La hora de Cristo ha llegado (cf. Jn 13,1).

Por eso, a diferencia del Kiddush del Séder, que separaba un día concreto como santo, la acción de Cristo santifica el tiempo entero, no en su secuencia cronológica, sino en su esencia misma. La Encarnación inaugura un nuevo modo de estar en el tiempo: todo el tiempo es ahora pasible de ser santificado porque ha sido penetrado por la presencia del Verbo. No hay momento alguno que no pueda convertirse en ocasión de gracia, porque la eternidad ha entrado en la historia. Esta es la diferencia esencial entre la Antigua y la Nueva Alianza: mientras en la primera se santificaba un día por medio de una bendición externa, en la segunda es Cristo mismo quien, al habitar entre nosotros, santifica todo lo humano desde dentro.

Este acto inaugural de Cristo es perpetuado por la Iglesia, su Cuerpo místico, que continúa su obra en el tiempo mediante la liturgia, que es el ejercicio sacerdotal del Redentor en su Cuerpo. Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía, reza la Liturgia de las Horas, o santifica los tiempos litúrgicos del año, actualiza esta primera copa, en su sentido pleno y cristológico. La Iglesia no consagra simplemente días festivos, sino que vive en un tiempo nuevo, el tiempo de la gracia, donde cada instante puede ser tocado por la presencia de Dios.

Esta es la razón por la cual el domingo, día de la resurrección del Señor, ha reemplazado el sábado como día santo: el primer día de la semana se convierte en el día octavo, signo de la nueva creación. No es sólo un cambio de calendario, sino un cambio de economía: la santificación del tiempo ya no depende de la Ley, sino de la presencia del Resucitado. El verdadero Kiddush ya no se pronuncia sobre el vino del Séder, sino sobre el cáliz de la Eucaristía, donde el mismo Cristo se ofrece y consagra el mundo entero en su sacrificio.

Por tanto, la primera copa, vista desde la plenitud de la revelación, se cumple en el acto por el cual Cristo inaugura el nuevo culto, santificando el mundo no desde fuera, como quien lo bendice ritualmente, sino desde dentro, como quien lo asume y lo redime con su sangre. La Iglesia vive de esta santificación no como un recuerdo del pasado, sino como un don constante: el tiempo cristiano es tiempo redimido, porque está tejido por los sacramentos, la oración, la caridad y la presencia del Señor glorioso. La santificación de la fiesta pascual se ha convertido en la santificación de toda la existencia cristiana.

Así pues, mientras en el Séder la primera copa marcaba el comienzo de una cena ritual y de una conmemoración temporal, en la Nueva Alianza la copa primera ha sido elevada a signo del tiempo redimido y del inicio de la vida nueva en Cristo, vida que la Iglesia comunica, sostiene y extiende a todos los hombres de buena voluntad. Ya no hay día más sagrado que otro, porque cada día está abierto a la santidad. Cada instante es oportunidad para la gracia. El Kiddush antiguo ha sido cumplido, elevado y superado en la obra de Cristo, y su efecto se perpetúa en su Iglesia, que vive en el tiempo consagrado por la Encarnación, iluminado por la Resurrección y orientado hacia la eternidad.

II. La segunda copa: el anuncio del nuevo éxodo en la palabra del Verbo encarnado

En el marco del Séder judío, la segunda copa, llamada Maguid, ocupa un lugar central en el desarrollo de la noche pascual. Esta copa se bebe tras la recitación de la Hagadá, texto que narra la liberación del pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto, relatando los signos, prodigios y la intervención poderosa de Dios en favor de su pueblo elegido. Es la copa de la memoria y de la enseñanza, la que recuerda a cada generación de israelitas que ellos mismos fueron liberados y que deben, en cada Pascua, considerarse como partícipes de ese acontecimiento fundacional. En este contexto, el relato del éxodo es no sólo recuerdo, sino una forma de identidad nacional, religiosa y espiritual. Sin embargo, en la luz plena de la revelación cristiana, esta copa, como todas las demás, no encuentra su plenitud en el acontecimiento mosaico, sino en el acontecimiento redentor de Cristo, quien no sólo narra la historia de la salvación, sino que se convierte en su sujeto pleno y definitivo.

La segunda copa, por tanto, anticipa en figura lo que se cumple en el misterio de Cristo: el verdadero relato salvífico no es el de una liberación temporal y política, sino el de una liberación ontológica y eterna. No se trata ya de salir de Egipto, sino del paso de la esclavitud del pecado a la libertad de la gracia, del paso de la muerte a la vida, de la oscuridad a la luz. En este sentido, la segunda copa es tipológicamente profética: apunta a una narración más alta, la del Verbo encarnado, que en la Última Cena anuncia su inminente pasión como el nuevo y definitivo éxodo de la humanidad.

Durante la cena pascual, Cristo no se limita a cumplir externamente un rito tradicional, sino que lo interioriza, lo eleva y lo transfigura, revelando que el verdadero Maguid no es ya el relato de Moisés, sino la enseñanza del Mesías. Él mismo, el Verbo eterno, se convierte en narrador y contenido del nuevo relato. Ya no se proclama la salida de Egipto, sino la entrega voluntaria del Hijo de Dios. En la pedagogía de la fe cristiana, esta narración no es una historia pasada, sino el corazón del kerygma: el anuncio de que Cristo ha padecido, ha muerto y ha resucitado para salvarnos. Por ello, la segunda copa, en la economía cristiana, se identifica con el momento del anuncio de la pasión, con la proclamación del misterio que da sentido a todo el designio salvífico de Dios.

En la Última Cena, Cristo declara: “Este es mi cuerpo, que será entregado por vosotros” (Lc 22,19), y “esta es mi sangre de la alianza, que será derramada por muchos para el perdón de los pecados” (Mt 26,28). Estas palabras no son una simple anticipación o una explicación simbólica, sino una auto-revelación sacrificial. Cristo no narra hechos ajenos; se entrega en persona como sujeto del sacrificio. En esta palabra, el Antiguo Testamento encuentra su llave interpretativa: el Cordero pascual, el siervo sufriente de Isaías, el justo inocente de los Salmos, todos encuentran su rostro en Jesús. El Verbo hecho carne se convierte en el exégeta supremo de la historia sagrada, porque la interpreta desde su cumplimiento en la cruz.

Así como la segunda copa del Séder iba acompañada de preguntas rituales, especialmente la del hijo que pregunta “¿por qué esta noche es diferente a todas las demás?”, en la Última Cena encontramos también el asombro de los discípulos, que aún no comprenden la profundidad del misterio. Cristo responde a su ignorancia no con una lección histórica, sino con la revelación del misterio del amor redentor. La diferencia radical de esta “noche” no es la salida de Egipto, sino la entrega del Hijo de Dios como Cordero que quita el pecado del mundo.

La Iglesia ha comprendido esta copa en su profundidad, y la ha perpetuado en la liturgia de la Palabra, primera parte de la misa, donde el pueblo cristiano escucha no sólo los textos proféticos del Antiguo Testamento, sino sobre todo el Evangelio, es decir, la narración viva de la vida, pasión y resurrección del Señor. Aquí, la segunda copa se bebe espiritualmente: es la copa de la fe que se alimenta de la palabra del Redentor. No se trata sólo de conocimiento, sino de obediencia a la verdad revelada. El Maguid cristiano no es un ejercicio de memoria, sino una proclamación viva del misterio de la cruz.

En este sentido, el cristiano bebe cada día de esta segunda copa cuando se abre a la Palabra de Dios, cuando la escucha con fe y permite que esta Palabra transforme su mente y su corazón. La Iglesia ha conservado este dinamismo desde los primeros siglos: en la proclamación litúrgica, en la catequesis, en la predicación, en la tradición viva que transmite, de generación en generación, la enseñanza de los Apóstoles. La segunda copa es, pues, la copa de la predicación apostólica, de la enseñanza de Cristo, de la transmisión del misterio pascual como fuente de vida.

Este nuevo relato no es sólo superior al antiguo: lo asume y lo explica. Por eso, en la tradición patrística, se insiste en que el Antiguo Testamento sólo se comprende a la luz del Nuevo, y el Nuevo sólo tiene sentido como cumplimiento del Antiguo. La segunda copa, en clave católica, es el símbolo de esta unidad interpretativa que se llama tipología, por la cual lo antiguo prepara, prefigura y anuncia lo nuevo. Cristo, el nuevo Moisés, no conduce a un pueblo por el desierto, sino que lleva a la humanidad de la esclavitud del pecado a la tierra prometida de la gracia. Su palabra es la roca que da agua viva, su cruz es el mar Rojo que aniquila al enemigo, su cuerpo es el maná verdadero que alimenta al nuevo Israel.

La liturgia eucarística conserva esta segunda copa en su dimensión esencial: en la proclamación de las Escrituras y en la homilía, se escucha y se explica el misterio del Verbo encarnado, que ha venido a dar cumplimiento a las promesas. No se trata de recordar una historia lejana, sino de entrar en ella como protagonistas, pues cada creyente está llamado a realizar en sí mismo este nuevo éxodo, dejando atrás el pecado y avanzando hacia la santidad. Esta narración salvífica no termina en palabras, sino que prepara el corazón para la comunión, que es participación real en el sacrificio anunciado.

Por todo esto, la segunda copa, vista desde la plenitud del cristianismo, es el anuncio del misterio pascual en su forma más pura: Cristo, Palabra del Padre, revela que su pasión es el cumplimiento de todas las Escrituras, y que su entrega no es una tragedia, sino el acto supremo del amor redentor. En esta copa, la Iglesia bebe la sabiduría de la cruz, el conocimiento de la Verdad encarnada, la obediencia al plan divino. La Palabra que se hace carne no sólo enseña; se entrega por nosotros, y en esa entrega, narrada, creída y celebrada, encontramos la luz para nuestro camino y la certeza de que la historia de la salvación continúa en cada Eucaristía.

III. La tercera copa: la redención diferida al altar de la cruz

En el Séder pascual judío, la tercera copa es conocida como la copa de la redención, y se bebe después de la comida ritual, acompañada del Birkat Hamazón, es decir, la bendición de acción de gracias por los alimentos. Esta copa, vinculada tradicionalmente a la expresión divina “Yo os redimiré con brazo extendido” (Éx 6,6), conmemora la intervención salvífica de Dios en favor de su pueblo, recordando que fue Él quien los liberó con signos y prodigios. Es, en cierto modo, el corazón celebrativo del ritual: no sólo se ha comenzado la cena (como con la primera copa), ni se ha narrado el acontecimiento fundacional (como con la segunda), sino que se reconoce que el centro del mensaje es una redención operada por la mano de Dios. Sin embargo, desde la revelación plena en Cristo, esta copa —como las demás— encuentra su verdadero cumplimiento no en el recuerdo de un acto pasado, sino en la obra salvífica de Jesucristo, quien no bebe esta copa en el cenáculo, sino que la difiere hasta la hora de su muerte.

La tradición sinóptica nos transmite que Jesús, durante la Última Cena, pronuncia palabras esenciales sobre el cáliz: “Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros” (Lc 22,20). No obstante, según la secuencia ritual del Séder, esta proclamación eucarística correspondería naturalmente a la tercera copa, la cual se tomaba después de la comida. Lo notable es que, conforme al testimonio de los Evangelios, Cristo interrumpe la estructura del rito, y anuncia que no beberá más del fruto de la vid hasta que lo beba nuevo en el Reino de su Padre (cf. Mt 26,29; Mc 14,25). Este aplazamiento litúrgico no es un olvido ni una omisión casual: es una decisión teológica, profética y salvífica. El Señor está diciendo, con gestos y palabras, que la verdadera copa de redención no se consuma en el cenáculo, sino que será bebida en el Calvario.

El Evangelio según san Juan, que presenta la Pasión en clave sacerdotal y gloriosa, aporta una clave decisiva para comprender esta secuencia: en el momento culminante de la cruz, cuando Jesús ha cumplido todas las profecías, dice: “Tengo sed” (Jn 19,28). Y los soldados le ofrecen una esponja empapada en vinagre (posiblemente un vino agrio, bebida habitual de los soldados). Al recibirlo, Jesús proclama: “Todo está cumplido” (Jn 19,30). Esta declaración —“Tetelestai” en griego— no se refiere únicamente al fin de su vida terrena, sino a la consumación del sacrificio, a la culminación del nuevo Séder, a la beba de la copa de la redención que había sido diferida en la cena.

Desde esta clave interpretativa, sostenida por diversos Padres de la Iglesia y reafirmada por exégetas contemporáneos fieles a la tradición católica, puede afirmarse que la cruz es el altar donde Cristo bebe la tercera copa, es decir, la copa de la redención prometida y ahora realizada. Esta copa no es ya un cáliz ritual con vino bendecido, sino el cáliz del sufrimiento, del amor obediente hasta la muerte, del precio del rescate por toda la humanidad. Por ello, el Getsemaní, con su súplica angustiada —“Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz” (Mt 26,39)— se entiende como la aceptación anticipada de esta copa de redención. Cristo sabe que sólo su muerte voluntaria podrá cumplir la Alianza anunciada en la Última Cena. Él, Sumo Sacerdote y Víctima, se dispone a beber esa copa hasta las heces.

La teología católica siempre ha sostenido que la redención no se cumple en el símbolo, sino en la realidad, y que esta realidad es la cruz de Cristo, donde el sacrificio es ofrecido al Padre por la salvación del mundo. El pan consagrado y el vino ofrecido en la Última Cena no son un acto separado de la Pasión, sino su anticipación sacramental, inseparable de la oblación real. En otras palabras, la Eucaristía es sacrificio porque anticipa y participa del único sacrificio de la cruz. Por eso, la tercera copa no puede considerarse bebida en la Cena sin desvirtuar su verdadero significado: fue anunciada, consagrada y diferida hasta el momento en que el Cordero fue inmolado.

Este acto tiene además una dimensión litúrgica profunda. En la teología de la Nueva Alianza, el verdadero templo es el cuerpo de Cristo, y el altar es la cruz. Allí, en el Gólgota, se consuma el sacrificio eterno, único y suficiente. La tercera copa, en este contexto, no es un gesto ritual, sino la señal de que la redención prometida a través de los siglos se ha hecho realidad en la sangre del Hijo. San Pablo lo proclama sin ambigüedad: “Cristo nos redimió de la maldición de la Ley, haciéndose Él mismo maldición por nosotros” (Gál 3,13). Y san Pedro enseña: “Fuisteis rescatados... no con oro ni plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha” (1 Pe 1,18-19). Esta es la copa que Cristo bebe en la cruz: la copa que contiene el precio de nuestra redención.

La Iglesia, nacida de esta redención, perpetúa su memoria en el sacramento del altar. En la misa, la tercera copa es actualizada en cada Eucaristía, no como repetición del sacrificio, sino como su presencia sacramental. Cuando el sacerdote eleva el cáliz y pronuncia las palabras de Cristo —“Esta es mi sangre, que será derramada...” (cf. Mt 26,28)—, se realiza de manera incruenta el mismo sacrificio del Calvario. La copa de la redención no es una idea ni un símbolo: es el misterio vivo de la entrega de Cristo, hecho presente en cada misa. Por eso, la participación en la Eucaristía no es simplemente comunión espiritual, sino participación real en la redención.

Esta copa, entonces, no es la copa de una victoria visible, sino de una victoria escondida bajo el velo del sufrimiento. Es la copa de la obediencia perfecta, de la justicia redentora, del amor crucificado. En ella se manifiesta el poder de Dios, que salva no con ejércitos ni con prodigios, sino con la sangre derramada de su Hijo. Es la copa que no podía ser bebida en el cenáculo, porque sólo el altar del madero podía contener el vino nuevo de la Alianza eterna. Es la copa que Cristo prometió beber “en el Reino de su Padre” (Mt 26,29), y que inauguró en la cruz, donde el Reino se reveló en su paradoja: la gloria manifestada en la humillación, la vida nacida de la muerte.

Por tanto, en clave católica, la tercera copa es la copa del sacrificio real y eficaz de Cristo en la cruz, anunciado en la Cena y consumado en el Gólgota. Es la copa de la redención objetiva, definitiva, irreversible. Es la copa del nuevo Moisés que libera a su pueblo, no con agua y sangre sobre el dintel, sino con su sangre en el madero. Es la copa que la Iglesia ofrece sacramentalmente en cada misa, haciendo presente la única oblación agradable al Padre. Y es la copa que el creyente recibe con temor y gratitud, sabiendo que en ella ha sido redimido, reconciliado y transformado.

IV. La cuarta copa: la Iglesia nacida del costado de Cristo y la espera de la Parusía gloriosa

En la tradición del Séder judío, la cuarta copa es conocida como la copa del Halel, es decir, la copa de la alabanza, y se bebe al final de la celebración pascual, tras el canto de los salmos que exaltan la fidelidad y el poder de Dios (especialmente Sal 113–118). Esta copa expresa, en clave veterotestamentaria, la acción de gracias del pueblo por la redención ya obrada, y al mismo tiempo la esperanza en una plenitud futura. No es meramente el cierre de un rito, sino la proclamación jubilosa de que Dios ha cumplido sus promesas y que su nombre debe ser glorificado por los siglos. Sin embargo, en la plenitud de la revelación dada en Cristo, esta cuarta copa no se encuentra en el pasado conmemorativo, sino en el futuro escatológico. En efecto, Cristo no bebe esta copa en la Última Cena, y esto es clave teológica para entender su sentido en la economía de la salvación.

Los evangelistas dan testimonio claro de esta omisión deliberada. Tras haber bendecido el pan y el cáliz —y habiendo anticipado su muerte—, Jesús dice a sus discípulos: “Os digo que ya no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo con vosotros en el Reino de Dios” (Mc 14,25; cf. Mt 26,29; Lc 22,18). Esta afirmación, cargada de sentido escatológico, no es una mera expresión poética, sino la proclamación de que la cuarta copa se consumará en un momento aún por venir: cuando el Reino llegue en su plenitud, y el banquete del Cordero se celebre de manera definitiva con los redimidos.

En este sentido, si la tercera copa se consuma en la cruz, como vimos, entonces la cuarta copa permanece abierta: es la copa del tiempo de la Iglesia, la copa del ya y todavía no, la copa de la espera activa, del testimonio en la historia, de la fidelidad litúrgica y misionera en camino hacia la Parusía. El Señor glorificado no ha bebido todavía con nosotros ese vino nuevo en el Reino definitivo, aunque lo haya anticipado místicamente en la resurrección. Lo hará en su retorno glorioso, cuando “venga con poder y majestad” (cf. Mt 24,30), y todos los redimidos participen del banquete de bodas del Cordero (cf. Ap 19,7-9).

Pero antes de ese cumplimiento escatológico, hay un signo visible y sacramental que anticipa esta copa: la Iglesia, nacida del costado abierto de Cristo. Ella es, en su esencia, la esposa del Cordero, el nuevo Israel, la comunidad reunida por la sangre y el agua que fluyen del lado traspasado. San Juan, en su Evangelio, no describe pan ni vino en la Última Cena, sino que pone el acento en el costado abierto, como revelación del origen sacramental de la Iglesia (cf. Jn 19,34). Allí, en la cruz, nace la Esposa. Allí comienza el pueblo escatológico. Y es este pueblo el que, animado por el Espíritu, recorre el tiempo como portador de una promesa: la copa será bebida cuando Cristo vuelva.

La liturgia cristiana vive esta tensión: canta ya el Halel del Resucitado, proclama su victoria, celebra su presencia real en los sacramentos, pero espera con ansia su retorno glorioso. Cada misa es, en este sentido, un anticipo del banquete eterno, y la Eucaristía es el memorial real de la pasión, pero también la prenda de la gloria futura. Por eso, en la anámnesis eucarística, la Iglesia proclama: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, esperamos tu venida gloriosa”. Esta tríada expresa perfectamente la teología de la cuarta copa: hemos sido redimidos (tercera copa), hemos recibido la vida nueva (resurrección), pero todavía no hemos llegado a la plenitud: el Reino está presente en misterio, pero aún debe manifestarse en poder.

En la teología patrística, esta copa es asociada al banquete escatológico anunciado por Isaías: “El Señor de los ejércitos preparará para todos los pueblos un festín de manjares suculentos... y eliminará la muerte para siempre” (Is 25,6-8). El Apocalipsis retoma esta imagen al presentar las bodas del Cordero, donde la Iglesia, purificada, se une definitivamente a su Esposo (cf. Ap 21,2-4). Esta es la cuarta copa: no es simplemente el canto final de una liturgia, sino la consumación de la historia, la realización plena de la esperanza cristiana. Cristo la ha reservado para el final, y la Iglesia, en fe y caridad, camina hacia ella.

En este caminar, la Iglesia bebe anticipadamente esta copa cada vez que celebra los sacramentos, cada vez que canta el Gloria y el Sanctus, cada vez que celebra con gozo la victoria del Señor sobre el pecado y la muerte. Pero esta participación es aún incompleta: todavía gime la creación, todavía el mundo está herido, todavía los justos esperan la resurrección de los cuerpos y la glorificación definitiva (cf. Rm 8,18-25). La Iglesia peregrina vive como María al pie de la cruz: con certeza de la victoria, pero en el dolor del tiempo. Vive también como las vírgenes prudentes que, con sus lámparas encendidas, esperan al Esposo (cf. Mt 25,1-13).

En este sentido, la cuarta copa es también la copa de la perseverancia. No se trata de esperar pasivamente, sino de prepararse activamente, de vivir en gracia, de anunciar el Evangelio, de ofrecer la propia vida como hostia viva, santa y agradable a Dios (cf. Rm 12,1). La espera cristiana es misionera, litúrgica, sacrificial. La Iglesia no puede descansar hasta que el Reino sea plenamente manifestado. Por eso, en cada misa, mientras el sacerdote eleva el cáliz y la asamblea canta el Amén final, la Iglesia se ofrece con Cristo al Padre, en comunión con los ángeles y los santos, anticipando el momento en que el vino nuevo será compartido con el Señor glorificado.

La cuarta copa, por tanto, no ha sido aún plenamente bebida, pero su sabor ya embriaga de esperanza a la Esposa. El vino nuevo ha sido preparado, el Cordero ha sido inmolado, la mesa ha sido dispuesta. Sólo falta que el Esposo vuelva. Hasta entonces, la Iglesia camina iluminada por la luz pascual, sostenida por la Eucaristía, fortalecida por el Espíritu, y animada por la promesa: “Sí, vengo pronto”. “Amén. Ven, Señor Jesús” (Ap 22,20).

Conclusión

El cristianismo no es una continuación del judaísmo, sino su cumplimiento, superación y perfección en Cristo.

La Antigua Alianza fue instituida por Dios como pedagogía temporal en vista del Mesías. Sus ritos, prescripciones y fiestas poseían un valor tipológico y preparatorio. Con la venida de Cristo, Dios hecho carne, esta economía fue abolida en su figura y perfeccionada en la realidad. Los elementos antiguos —incluidas las cuatro copas del Séder— han sido asumidos, transfigurados y cumplidos en la nueva y eterna Alianza sellada con la sangre del Redentor. Por tanto, no es legítimo ni teológicamente coherente recurrir a elementos rituales del judaísmo para enriquecer o explicar la fe cristiana como si fueran equivalentes o paralelos. Cristo no es un reformador del judaísmo: es su fin y su plenitud. Lo anterior ha pasado; lo nuevo ha comenzado (cf. Heb 8,13).

El catolicismo no deriva del judaísmo: es el Reino de Dios instaurado por el Mesías, con autoridad divina, fundado sobre los apóstoles, bajo la cabeza visible de Pedro.

Los Padres de la Iglesia fueron claros: la Iglesia es el verdadero Israel, no el judaísmo posterior al rechazo de Cristo. Los verdaderos herederos de las promesas no son los que se circuncidan según la carne, sino los que han sido regenerados en Cristo por el bautismo. La sinagoga, al rechazar al Mesías, se despojó a sí misma de la gloria que le estaba destinada. La Iglesia no sustituye al judaísmo: es el Israel de Dios eterno y predestinado. Por tanto, no hay continuidad espiritual entre la liturgia mosaica y el culto católico: este último es la única forma legítima y válida de culto a Dios después de la encarnación del Verbo.

Las cuatro copas no son elementos rituales que deban ser rescatados o revividos: su única importancia está en haber sido figura de la acción salvífica de Cristo.

Toda su validez queda agotada al ser incorporada a la misión de Cristo. La primera copa, que santificaba el tiempo, es cumplida por Cristo al inaugurar la nueva creación en su Encarnación. La segunda, que relataba el éxodo, es superada por el anuncio de la Pasión y del Reino en la Última Cena. La tercera, que celebraba la redención antigua, es plenamente asumida y transformada en la Cruz, donde Cristo ofrece el único sacrificio perfecto. La cuarta, que clausuraba la Pascua, permanece abierta hasta la Parusía, donde la Esposa —la Iglesia— participará eternamente en la gloria del Esposo. No hay, pues, rito antiguo que tenga valor propio después del sacrificio del Calvario.

El verdadero culto que Dios quiere no es el de los antiguos signos, sino el de la Eucaristía: sacrificio, banquete y presencia real del Cordero inmolado.

No hay más altar legítimo que la cruz, ni más templo que el Cuerpo glorioso de Cristo, ni más sacerdocio válido que el de Cristo y sus ministros ordenados en su nombre. Por tanto, todo intento de reconstruir o reinterpretar el Séder pascual como expresión cristiana es, en el fondo, una regresión hacia lo imperfecto. La liturgia católica no necesita de añadidos, ni de símbolos judíos, ni de elementos externos, porque posee la plenitud de la gracia y de la verdad. Lo que era sombra ha sido disuelto por la luz. La Iglesia no vive de evocaciones, sino de realidades: el sacrificio eucarístico es el mismo sacrificio de Cristo, ofrecido sacramentalmente, eficazmente, perpetuamente.

La Iglesia católica es la única verdadera Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, Esposa santa y columna de la verdad.

No puede haber dos pueblos de Dios: hay uno solo, formado por todos los que están injertados en Cristo por la fe, el bautismo y la comunión sacramental. Las religiones que rechazan al Mesías, incluso si descienden históricamente de Abraham según la carne, no son herederas de las promesas. La Iglesia católica, y sólo ella, posee la plenitud de los medios de salvación, la sucesión apostólica, la doctrina verdadera, los sacramentos instituidos por Cristo y la guía del Espíritu Santo. Ella es el nuevo Israel, el pueblo sacerdotal, el reino eterno. Quien la rechaza, rechaza a Cristo; quien la escucha, escucha al Señor (cf. Lc 10,16).

Cristo no es un reformador: es el Redentor, el Legislador nuevo, el Sumo Sacerdote eterno.

No introduce una novedad parcial o una evolución del culto hebreo: establece una nueva creación. Su muerte y resurrección no modifican la Ley: la superan en autoridad, en poder y en eficacia. La Antigua Alianza, buena y santa en su tiempo, ha sido superada por una Alianza mejor, fundada sobre mejores promesas (cf. Heb 8,6). Cristo no es un rabino más, ni un maestro de Israel, sino el Hijo eterno del Padre, que vino no a ajustar lo antiguo, sino a hacerlo nuevo todo (cf. Ap 21,5). En Él se cumple todo lo anunciado por la Ley, los Profetas y los Salmos (cf. Lc 24,44), y nada fuera de Él tiene ya valor salvífico.

El tiempo de las figuras ha pasado; ha llegado el tiempo del cumplimiento.

La Iglesia no vive en la expectativa del Mesías: lo ha recibido, lo conoce, lo adora, lo anuncia. Su liturgia no es símbolo, sino realidad; su culto no es esperanza futura, sino comunión presente; su dogma no es interpretación, sino verdad revelada. El cristianismo es la religión definitiva, porque está fundada sobre la Palabra hecha carne, sobre el sacrificio perfecto y sobre el envío del Espíritu Santo. No hay “raíces hebreas” del catolicismo en el sentido en que algunos lo pretenden: lo que hubo de verdadero en la economía anterior ha sido asumido y transformado radicalmente por Cristo. Volver a las sombras sería negar la luz.

La Parusía es la consumación de la cuarta copa: el vino nuevo será bebido en el Reino eterno, y sólo la Iglesia participará de ese banquete.

Cristo ha prometido no beber más del fruto de la vid hasta ese día (cf. Mt 26,29). La Iglesia, su Esposa, lo espera vigilante, celebrando su sacrificio y adorando su presencia. Este es el tiempo de la espera activa, de la fidelidad al depósito recibido, de la firme confesión de fe. Quien pertenece a la Iglesia, pertenece a Cristo. Quien permanece en la Tradición, permanece en la verdad. En la gloria futura, no estarán presentes los ritos de la Antigua Ley, ni los credos humanos, ni las religiones nacidas del error, sino únicamente la Iglesia glorificada, vestida con la gracia, sostenida por la Eucaristía, unida para siempre a su Señor.

Populares