La Pascua Nueva y Eterna
Reflexiones
Profecías Cumplidas en Cristo: Un Análisis Teológico de la Redención y su Cumplimiento en el Mesías
La realización cristológica de las profecías mesiánicas y su proyección en la economía de la salvación
Introducción
El Antiguo Testamento
presenta una serie de promesas proféticas que encuentran su pleno cumplimiento
en la persona y misión de Jesucristo, especialmente aquellas relacionadas con
la enemistad fundamental establecida entre la descendencia de la mujer y la de
la serpiente. Este ensayo académico analiza teológicamente cómo estas profecías
veterotestamentarias se cumplen en Jesucristo, partiendo del conocido pasaje
del protoevangelio en Génesis 3,15 y avanzando hacia la profecía mesiánica de
Zacarías 9,9-11. Para ello se recurre a una interpretación bíblica basada en la
exégesis histórico-crítica, enriquecida con aportes de la tradición patrística,
reflexiones contemporáneas y la perspectiva magisterial católica.
El protoevangelio y su interpretación tipológica
El versículo Génesis
3,15, conocido tradicionalmente como protoevangelio, constituye la primera
proclamación del evangelio y establece un antagonismo irreversible entre la
mujer y la serpiente. Este texto afirma literalmente: "Pondré enemistad
entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará
la cabeza, mientras tú acecharás su talón" (Gn 3,15 BJ). Desde la
perspectiva teológica católica, esta profecía anticipa claramente la victoria
final del Mesías sobre el mal, una victoria en la que María, madre de
Jesucristo, desempeña un rol central como figura tipológica de la nueva Eva.
En los primeros
siglos del cristianismo, los Padres de la Iglesia, especialmente san Ireneo de
Lyon, destacaron esta conexión tipológica. Para Ireneo, Eva fue la mujer que
por desobediencia introdujo el pecado en el mundo, mientras que María, la nueva
Eva, en virtud de su obediencia y aceptación de la voluntad divina, cooperó
activamente en la redención. Esta interpretación patrística, que forma parte
esencial del pensamiento católico, presenta a María como el eslabón humano
fundamental en el cumplimiento de la promesa mesiánica.
La identidad teológica de María como Nueva Eva
En este contexto,
María asume una relevancia singular. Su condición virginal es esencial en la
teología de la encarnación, ya que simboliza la participación humana pura y
plena en el proyecto divino de redención. La Virgen María, en efecto, es
presentada en la tradición teológica católica como el modelo más alto de
colaboración humana con la gracia divina. Al aceptar libremente su maternidad
divina, María permite que la encarnación del Verbo se realice, revelando así la
dignidad humana restaurada.
Este aspecto es
crucial para comprender la razón por la que la Iglesia Católica sostiene
firmemente una ética de protección absoluta de la vida desde la concepción.
Cada ser humano, desde el momento de su gestación, es considerado imagen y
semejanza de Dios, portador de una dignidad intrínseca e inviolable. De ahí que
el aborto sea categorizado en la doctrina católica no solo como un pecado
grave, sino como un acto contrario a la misma naturaleza humana y divina. En
efecto, el odio del maligno hacia la mujer y su descendencia queda reflejado
precisamente en la destrucción sistemática de la vida inocente.
El drama de la caída y la dinámica salvífica
El relato del Génesis
presenta simbólicamente cómo la humanidad, a través de Adán y Eva, experimenta
la ruptura fundamental con Dios. El hombre, al responder a Dios sobre su
transgresión, señala directamente a la mujer, afirmando: "La mujer que tú
me diste por compañera me dio del fruto y comí" (Gn 3,12). Esta afirmación
expresa no solo una evasión de la responsabilidad personal, sino también un
intento velado de culpar a Dios mismo. La mujer, hasta este momento sin nombre
propio en el relato, posee una jerarquía equivalente al hombre. La posterior
asignación del nombre "Eva" (madre de los vivientes) implica una
transformación en su identidad, estableciendo una esperanza de vida y redención
tras la caída original.
Según lo expuesto por
el apologeta contemporáneo Frank Morera, este principio hermenéutico muestra
claramente que así como el pecado entró por medio de una mujer, también será a
través de una mujer, María, que llegará la redención. Esta dinámica revela un equilibrio
providencial en el actuar de Dios, quien, siendo fiel a su naturaleza divina,
restablece el orden roto mediante un plan de salvación que respeta la libertad
humana, pero que también supera sus límites pecaminosos mediante la gracia.
La línea mesiánica y la promesa davídica
La genealogía
mesiánica en la tradición bíblica muestra cómo Dios elige, no según criterios
humanos o biológicos, sino según su soberana voluntad y propósito. Esto es
evidente en la elección divina sucesiva de Isaac sobre Ismael, Jacob sobre Esaú
y Judá sobre Rubén. La promesa de la primogenitura divina, que simboliza tanto
la realeza como la ley, recae específicamente sobre la tribu de Judá. Este
linaje, sostenido a través de la monarquía davídica, encuentra su cumplimiento
definitivo en Jesucristo.
Durante la división
del reino de Israel, la tribu de Judá mantuvo intacta la promesa davídica,
preservando así la esperanza mesiánica incluso en los tiempos más difíciles,
como durante el exilio babilónico. El regreso de Judá desde Babilonia a
Jerusalén es parte fundamental del cumplimiento de la promesa divina anunciada
por los profetas. Entre estos, destaca especialmente Zacarías, quien profetiza
la entrada triunfal del Mesías a Jerusalén, montado sobre un pollino, símbolo
humilde pero inequívoco de la realeza pacífica y mesiánica.
La entrada triunfal en Jerusalén y la profecía de Zacarías
En Zacarías 9,9, se
afirma: "¡Exulta sin freno, hija de Sion! ¡Grita de alegría, hija de
Jerusalén! Mira que tu rey viene a ti justo y victorioso, humilde y montado en
un asno, en un pollino, cría de asna". Esta descripción profética se
realiza plenamente en la entrada de Jesús a Jerusalén, narrada en los
evangelios sinópticos. Esta entrada no es una simple coincidencia histórica,
sino una señal clara del cumplimiento de la promesa mesiánica anunciada siglos
atrás.
La acogida jubilosa
por parte del pueblo, con ramos y aclamaciones de "Hosanna", refleja
la profunda expectativa mesiánica que prevalecía en el judaísmo de aquel
tiempo. Esta entrada en Jerusalén tenía además un simbolismo particular ligado
a la festividad judía de Hoshaná Rabá, que evocaba la esperanza mesiánica del
agua viva derramada sobre Israel. Cristo, en este acto simbólico, no solo
cumple la profecía de Zacarías, sino que revela explícitamente su identidad
mesiánica pacífica y su misión redentora universal.
Jesús, el Cordero Pascual
La tipología del
cordero pascual es esencial en la comprensión cristológica católica. Según la
tradición del Éxodo, el cordero pascual debía ser un animal macho, joven, puro,
sin defecto y entregado voluntariamente al sacrificio. Jesús, en la última cena,
modifica deliberadamente el rito tradicional judío, presentándose a sí mismo
como el verdadero Cordero Pascual que ofrece su cuerpo y su sangre en
sacrificio perpetuo para la redención del mundo.
Este acto, únicamente
posible porque Jesús actúa "in persona Dei", establece una nueva
alianza eterna entre Dios y la humanidad. La sangre derramada por Cristo
adquiere así un significado expiatorio absoluto, superando y consumando los
antiguos sacrificios levíticos. La muerte de Jesús coincide providencialmente
con el sacrificio del cordero en el templo, revelando la plenitud tipológica y
litúrgica de su acto salvífico.
Implicaciones éticas y eclesiales
La realización plena
de estas profecías en Cristo tiene consecuencias directas sobre la comprensión
ética y antropológica del ser humano. La defensa de la vida humana desde la
concepción es una exigencia lógica derivada de la doctrina de la encarnación. El
aborto, en este contexto, aparece como una agresión frontal contra el proyecto
divino de redención, ya que cada niño concebido es portador de la imagen
divina.
Además, esta
perspectiva mariana subraya que la maternidad humana participa directamente en
el misterio creador y redentor de Dios, convirtiendo así a María en modelo
perfecto tanto para la Iglesia como para cada creyente individualmente
considerado.
El significado teológico y profético de la tercera copa (copa de la redención) y su cumplimiento en la cruz
En la tradición
judía, especialmente durante la celebración ritual de la Pascua (Pésaj), la
ceremonia litúrgica incluye cuatro copas de vino que se consumen en momentos
específicos del ritual. Estas cuatro copas representan etapas definidas del
proceso salvífico anunciado por Dios en el libro del Éxodo (Ex 6,6-7). De estas
copas, la tercera, conocida específicamente como la copa de la redención,
posee una relevancia fundamental debido a su profundo simbolismo mesiánico y su
relación directa con la misión redentora de Jesucristo. La comprensión adecuada
de este simbolismo es esencial para apreciar en plenitud el cumplimiento
cristológico de las profecías veterotestamentarias relativas al Mesías
sufriente, tal como lo anticiparon Isaías, el Salmista y Zacarías.
Durante la cena
pascual judía, la tercera copa se bebe después de consumir la comida principal
del cordero sacrificado. Este acto ritual conmemora explícitamente la redención
divina, cuando Dios liberó al pueblo de Israel de la esclavitud en Egipto mediante
poderosos signos y maravillas, sellando así la alianza antigua con sangre. De
acuerdo con la tradición judaica, al beber esta copa, la comunidad de Israel
rememora solemnemente el acto liberador de Dios, identificándose nuevamente con
aquel momento histórico que actualiza simbólicamente la fidelidad divina a la
alianza.
En la Última Cena,
Jesús, respetando y al mismo tiempo transformando el ritual judío, introduce
una novedad radical. El relato evangélico enfatiza que Cristo tomó una copa y
pronunció palabras que alteraron sustancialmente la formulación tradicional
judía, indicando: "Esta es mi sangre, sangre de la alianza, que será
derramada por muchos para el perdón de los pecados" (Mt 26,28). Esta copa
tomada por Jesús corresponde claramente a la tercera copa, la copa de la
redención, que tradicionalmente sellaba la alianza antigua con sangre. Sin
embargo, resulta significativo notar, desde el análisis exegético riguroso de
los textos evangélicos, que Cristo no bebe plenamente esta tercera copa durante
la Última Cena, sino que pospone intencionalmente su consumación para el
momento del Calvario.
Este gesto deliberado
de Jesús posee una trascendencia teológica profunda, pues indica que el
auténtico cumplimiento de la redención prometida en el ritual pascual no se
realizaba plenamente en el contexto privado de la Última Cena, sino
públicamente en la cruz, donde Cristo consumaría su sacrificio definitivo. La
cruz representa así la plenitud sacrificial y redentora anunciada en la Pascua
judía, haciendo presente en forma definitiva y universal el acto salvífico de
Dios. Es allí, en la cruz, donde Jesús cumple integralmente las profecías del
Mesías sufriente anticipadas por los profetas, particularmente Isaías y
Zacarías.
Isaías 53 anticipa
vívidamente esta realidad al describir al Mesías como varón de dolores, cuya
sangre sería derramada para expiar los pecados de muchos. Allí se señala
expresamente que sería despreciado, rechazado y finalmente sacrificado por las
transgresiones de su pueblo, y que mediante sus heridas se alcanzaría la
redención completa. Isaías 50,6 complementa esta visión, revelando que el
Mesías aceptaría libremente su humillación y sufrimiento físico: "Ofrecí
mi espalda a los que me golpeaban, mis mejillas a los que me arrancaban la
barba; no oculté mi rostro a insultos ni salivazos".
Por su parte, el
Salmo 69,21 anticipa otro detalle específico que se cumple literalmente en la
cruz: "Me dieron hiel por comida y en mi sed me dieron a beber
vinagre". Esta profecía encuentra su realización exacta cuando Jesús,
desde la cruz, recibe vinagre ofrecido por los soldados romanos. Igualmente
significativo es el cumplimiento del Salmo 31,5, donde el Mesías expresa en
confianza absoluta: "En tus manos encomiendo mi espíritu", palabras
que Jesús repite precisamente antes de morir.
El profeta Zacarías
(12,10) agrega una dimensión adicional al señalar que el pueblo miraría con
profundo dolor al Mesías traspasado por sus pecados: "Mirarán al que
traspasaron y harán duelo por él como se hace duelo por el hijo único".
Este detalle profético se cumple literalmente cuando Jesús es traspasado por la
lanza del soldado romano, mostrando de esta forma la plenitud de la revelación
mesiánica en la cruz.
Precisamente en ese
contexto dramático, Jesucristo consuma la tercera copa de la redención, no en
un contexto de celebración festiva tradicional, sino en la entrega total y
definitiva de su vida. Al decir en la cruz "Tengo sed" (Jn 19,28), no
expresa únicamente una sed física, sino una profunda sed espiritual y
mesiánica, la sed de completar su misión salvífica. Al beber vinagre, Jesús
asume plenamente la copa que había dejado pendiente en la Última Cena. De este
modo, Jesús proclama: "Todo está cumplido" (Jn 19,30), señalando que
en ese acto definitivo ha llevado a plenitud todas las Escrituras.
En ese instante
crucial, Jesús se dirige finalmente a su madre con la expresión "Mujer,
ahí tienes a tu hijo" (Jn 19,26). Este acto, lejos de representar un
desapego o un acto de desprecio, constituye el cumplimiento más profundo del
protoevangelio de Génesis 3,15. Jesús llama deliberadamente "Mujer" a
María, otorgándole solemnemente el título mesiánico y profético de la mujer
prometida desde el Génesis, confirmando así que ella es la Nueva Eva, la madre
de todos los vivientes en sentido espiritual y redentor. Es en ese preciso
momento cuando el maligno, enemigo eterno del linaje prometido, entiende
finalmente quién era la mujer que había buscado destruir desde el principio.
La entrega solemne de
María al discípulo amado, que la acoge en su hogar como madre propia,
representa la fundación espiritual de la Iglesia. El discípulo amado,
tradicionalmente identificado como Juan, no solo recibe a María en nombre
propio, sino como representante de todos los creyentes que, desde ese momento,
reconocen en María a su madre espiritual, convirtiéndose ella en Madre de la
Iglesia universal. Este acto completa el significado profundo de la copa de la
redención: Cristo entrega su vida, realiza la redención definitiva y establece
en María y en Juan un nuevo núcleo espiritual y comunitario del pueblo
redimido.
Finalmente, es
importante destacar que la muerte física de Jesús en la cruz no implica en
absoluto la muerte de Dios. Cristo muere verdaderamente como hombre, pero como
Dios permanece vivo en espíritu, descendiendo al Sheol o morada de los muertos
para proclamar la buena nueva de la redención a los justos fallecidos
anteriormente. Este acontecimiento, conocido en la tradición teológica como el
descenso a los infiernos, constituye precisamente el acto mediante el cual
Cristo consuma la Pascua definitiva, rescatando a las almas de los justos y
guiándolas del dominio de la muerte a la plenitud de la vida eterna.
En síntesis, el hecho
de que Cristo no bebiera la tercera copa durante la cena, sino que la reservase
para el momento supremo de la cruz, implica la transformación definitiva de la
Pascua judía en la Pascua eterna. Es en la cruz donde Cristo, asumiendo plenamente
su rol mesiánico anunciado por Isaías, el Salmista y Zacarías, consuma el acto
salvífico de Dios. Este cumplimiento se sella espiritualmente en María, la
mujer prometida en Génesis, que se constituye en Madre espiritual de toda la
Iglesia naciente y eterna.
Así, Cristo, en el
misterio profundo de la cruz y en el acto simbólico de la tercera copa, realiza
plenamente la redención anunciada y cumple todas las Escrituras en un acto
definitivo, cósmico e irreversible, marcando un antes y un después en la
historia salvífica del mundo.
Conclusiones
Del análisis
teológico realizado se concluye que el cumplimiento profético de las Escrituras
en Jesucristo es total, completo y definitivo, especialmente en relación con la
simbología mesiánica y pascual de la tercera copa, conocida en la tradición
judía como copa de la redención. Este cumplimiento no se limita a un evento
aislado, sino que abarca una serie interconectada de profecías del Antiguo
Testamento, que encuentran su plena realización en la cruz, en el contexto
dramático del Viernes Santo.
Jesucristo, al
modificar significativamente el rito pascual durante la Última Cena, mostró
intencionalmente que la consumación de la copa de la redención no ocurriría en
ese momento, sino en su sacrificio en el Calvario. Al posponer el beber
plenamente esta tercera copa, Cristo reveló un significado nuevo y definitivo
al ritual pascual judío, estableciendo que la verdadera redención no se
alcanzaría mediante ritos litúrgicos externos, sino por medio del derramamiento
real y efectivo de su sangre en la cruz.
La cruz, por tanto,
es el lugar donde se cumple plenamente la profecía del Mesías sufriente
anticipada por Isaías 53 y 50, el Salmo 69,21 y 31,5, así como la profecía
mesiánica de Zacarías 12,10. En estos textos se describen detalles específicos
del sufrimiento del Mesías, incluyendo su humillación física, el ofrecimiento
de vinagre, el traspaso de su cuerpo y su entrega confiada al Padre, detalles
que coinciden de forma precisa y literal con los acontecimientos narrados por
los evangelios durante la crucifixión.
En ese contexto
crucial, Jesucristo asigna a María un papel central y definitivo, al llamarla
deliberadamente "Mujer". Esta denominación tiene una intención
profundamente teológica, pues alude explícitamente al protoevangelio de Génesis
3,15, identificándola como la mujer prometida desde el principio para derrotar
la descendencia del maligno. Al entregar a María al discípulo amado, Cristo no
muestra desprecio ni desapego, sino que confirma la dignidad profética y
espiritual de su madre, estableciéndola como Madre de la Iglesia. Así, la
figura de María adquiere un significado nuevo, siendo no solo madre biológica
del Mesías, sino madre espiritual de todos los creyentes.
Con este acto, la
Iglesia queda definitivamente constituida espiritualmente desde la cruz. El
discípulo amado, que representa a todo creyente, recibe a María en su hogar y
corazón como madre espiritual. Este gesto significa que la redención consumada
por Cristo es también el comienzo de una nueva comunidad espiritual fundada en
el amor, la acogida y la redención plena. La maternidad espiritual de María
sobre la Iglesia refleja asimismo la continuidad del plan divino desde la
creación hasta la redención final, constituyendo a María como la Nueva Eva que
coopera activamente en la obra redentora de Cristo.
La muerte física de
Cristo en la cruz no implica la muerte de Dios en sentido absoluto, pues en su
naturaleza divina, Cristo desciende al Seol para predicar a los justos que
aguardaban la salvación. Esta acción divina, conocida en la tradición teológica
como el descenso a los infiernos, constituye una dimensión esencial del
misterio pascual, ya que con ella Cristo inaugura el verdadero paso
("Pascua") de la muerte a la vida eterna. Así, la cruz se revela no
solo como símbolo de sacrificio y sufrimiento, sino principalmente como la
puerta definitiva hacia la vida eterna y la victoria sobre el poder del pecado
y la muerte.
La realización plena
de estas profecías mesiánicas en Jesucristo tiene también profundas
implicaciones éticas y eclesiales. La Iglesia, al contemplar la cruz y la
maternidad espiritual de María, reafirma su compromiso absoluto con la defensa
y protección de la vida desde la concepción, reconociendo en cada ser humano la
imagen viva y sagrada de Dios. Este compromiso ético deriva directamente de la
lógica de la encarnación y redención realizada plenamente en Cristo, mostrando
la unidad indivisible entre doctrina, liturgia y vida moral en la tradición
católica.
Finalmente, se concluye que Jesucristo, mediante su acto redentor definitivo en la cruz, cumplió plenamente y superó todas las expectativas mesiánicas veterotestamentarias. Al tomar sobre sí mismo la copa de la redención en el contexto sacrificial del Calvario, Jesús culminó las promesas proféticas y estableció una alianza eterna y universal entre Dios y la humanidad. De esta manera, la Pascua judía adquiere un significado pleno y definitivo en la Pascua cristiana, siendo Cristo mismo el verdadero Cordero pascual cuyo sacrificio redime definitivamente a toda la humanidad.
Galo Guillermo Farfán Cano,
Laico de la Santa Romana Iglesia.
Fuente: Morera Frank. (2025). Las profecias de semana santa. Youtube: ApologeticaSiloe.