Iconoclastismo postmoderno protestante

 Opinión 

Introducción 

Toda investigación seria en torno al uso de imágenes dentro del cristianismo, y en particular en el ámbito católico, exige partir de una definición precisa y rigurosa de los conceptos implicados, así como de una estructura filosófica clara que evite los reduccionismos ideológicos y las falacias terminológicas. La confusión sistemática entre términos como ídolo, imagen, culto o veneración ha sido, a lo largo de la historia, fuente de controversias, rupturas y malentendidos doctrinales que pueden subsanarse si se parte de una antropología teológica bien fundada y de una epistemología que respete el principio de objetividad en el conocimiento.

En primer lugar, es indispensable distinguir entre imagen e ídolo. Una imagen, en su sentido más amplio, es una representación sensible de una realidad, sea esta concreta o abstracta. En el contexto religioso, la imagen es un signo visible que remite a una figura espiritual, un símbolo que actúa como ayuda para la memoria, la contemplación y la oración. El ídolo, en cambio, no se limita a representar: pretende contener o sustituir la divinidad. Desde la perspectiva bíblica y teológica, el ídolo es toda figura u objeto que se convierte en fin en sí mismo, que se adora con latría —adoración debida solo a Dios— y que desvía el corazón del hombre de su Creador. El problema no es la forma o el material del ídolo, sino la intención del culto y el desplazamiento de lo absoluto a lo creado.

La teología cristiana ha formulado desde los primeros siglos una distinción fundamental entre tres formas de culto: latría, dulía e hiperdulía. La latría es el culto de adoración, reservado exclusivamente a Dios Uno y Trino. Es el acto teologal por excelencia, que reconoce a Dios como principio y fin supremo de todas las cosas, como Ser necesario y absoluto. La dulía es el culto de veneración que se rinde a los santos, no por ellos mismos, sino por la obra de Dios en ellos. Es un reconocimiento de su santidad, de su testimonio, y de su comunión actual con Dios en el cielo. La hiperdulía es una forma especial de veneración, reservada a la Santísima Virgen María, en razón de su maternidad divina, su pureza singular y su cooperación única en el misterio de la Redención. Ni la dulía ni la hiperdulía implican adoración: ambas son siempre relativas, subordinadas, y referidas en último término a Dios.

El culto, por su parte, es el conjunto de actos exteriores e interiores por los cuales el ser humano expresa su reconocimiento, reverencia y entrega a una realidad trascendente. Toda religión implica culto, ya que la dimensión religiosa del ser humano —inseparable de su racionalidad— lo orienta naturalmente hacia lo absoluto. El culto no es mero ritualismo, sino expresión simbólica y comunicativa de la fe. Y es precisamente del culto que nace la cultura. La cultura no es otra cosa que el cultivo de lo humano bajo la luz de una visión del mundo. Toda cultura auténtica tiene su raíz en una cosmovisión religiosa o filosófica: del modo en que una comunidad concibe a Dios, al hombre y al universo, deriva su arte, su lenguaje, su moral, su derecho, sus fiestas y hasta su estructura política. La desvinculación entre culto y cultura es una de las principales causas de la fragmentación del hombre moderno.

La religión, entonces, es el vínculo objetivo entre el ser humano y lo divino, expresado mediante doctrina, culto, moral y comunidad. No se trata simplemente de una “relación subjetiva con Dios”, como a menudo se sugiere desde el emocionalismo posmoderno, sino de una realidad objetiva, que implica deberes, verdades y caminos definidos. La religión verdadera no es inventada ni sentida, sino recibida. Por eso, en el cristianismo, la fe no es una creación humana, sino una revelación divina confiada a la Iglesia para su transmisión fiel a lo largo del tiempo.

Ahora bien, para poder evaluar con seriedad y justicia las afirmaciones de quienes, como Edgar Pacheco, critican el uso de imágenes en el catolicismo, es necesario adoptar un marco filosófico objetivista. Este marco parte del principio de que existe una realidad objetiva, que puede ser conocida por la razón humana, y que el conocimiento no es una proyección del sujeto, sino una adecuación de la inteligencia al ser (adaequatio intellectus ad rem, según la fórmula tomista). En consecuencia, los juicios deben fundarse en evidencias, distinciones conceptuales claras y razonamientos lógicos coherentes, no en prejuicios, impresiones o analogías superficiales. El objetivismo exige también el respeto por la historia: los hechos deben ser interpretados en su contexto, no forzados para sostener una tesis previa.

En esta línea, también se debe reconocer que la imagen posee un estatuto antropológico y gnoseológico particular. El hombre no piensa ni cree sólo en términos abstractos: necesita lo sensible, lo simbólico, lo corporal. El lenguaje, el arte, el gesto, son formas mediadoras de la verdad. La religión cristiana, al afirmar la encarnación del Verbo, consagra esta dimensión simbólica y visual de la fe. No es casual que los Padres de la Iglesia hablaran del universo como un icono, y que el arte sacro haya sido considerado como teología en colores. Despreciar la imagen como tal es desconocer la estructura profunda del conocimiento humano y de la fe encarnada.

Con este andamiaje conceptual, se puede proceder con lucidez y justicia a examinar críticamente los argumentos que ciertos predicadores —entre ellos, Edgar Pacheco— esgrimen contra el uso de imágenes en el catolicismo. El presente análisis tiene como fin no sólo refutar sus errores, sino también esclarecer la riqueza doctrinal y espiritual de la Iglesia, mostrar la continuidad bíblica y patrística de la veneración de imágenes, y reivindicar el valor teológico, cultural y pastoral de estos signos visibles que, lejos de desviar del Evangelio, ayudan a contemplar el rostro de Cristo con los ojos del alma.

Exposición de los argumentos presentados por Edgar Pacheco

En uno de los videos compartidos al entorno eclesial de quién suscribe —y que ha sido utilizado como ataque directo al uso de imágenes en el culto católico— el Sr. Edgar Pacheco presenta una serie de argumentos que, en su conjunto, intentan sostener que el catolicismo incurre en prácticas idolátricas heredadas del paganismo antiguo. La estructura de su exposición recurre a ejemplos modernos, referencias populares y paralelismos históricos sumamente cuestionables, que son necesarios detallar antes de proceder a su análisis crítico.

El primer punto que introduce, aunque de manera indirecta y apoyándose en las palabras de otro personaje —el exsacerdote Adam Kotas—, consiste en ridiculizar al Papa por llevar en su maletín documentos relacionados con la espiritualidad católica, en lugar de una Biblia. Según lo dicho por Kotas, y repetido sin matices por Pacheco, el papa lleva consigo “escritos de Santa Teresa” u otros documentos, lo cual se presenta como prueba de una supuesta falta de apego a la Escritura por parte del pontífice romano. Esta afirmación, además de ser especulativa, pretende insinuar que la Iglesia Católica da más importancia a las tradiciones humanas que a la Palabra de Dios, reforzando así uno de los pilares del rechazo protestante clásico: la sola Scriptura.

El segundo argumento —y el principal en su crítica contra el uso de imágenes— se centra en una escena de la película Gladiador (2000), en la que el protagonista enciende una vela frente a unas pequeñas estatuillas domésticas. A partir de esta escena, el Sr. Pacheco introduce una tradición romana según la cual, al salir de casa, una persona podía encontrarse con un artesano o vendedor que ofrecía pequeños ídolos o figuras protectoras. Estas figuras, según él, eran adquiridas y llevadas al hogar con el propósito de brindar protección espiritual o material, funcionando como amuletos o tótems. A este tipo de objetos, les atribuye un carácter numinoso y protector.

A continuación, establece una analogía directa entre esta costumbre pagana y la práctica católica de colocar imágenes religiosas en el hogar, encender veladoras ante ellas y rezar en su presencia. Según su lectura, esto evidencia una continuidad entre las supersticiones del mundo romano y la devoción popular católica, dando a entender que el culto católico a las imágenes no es más que una adaptación o disfraz cristianizado de aquellas prácticas idolátricas. Esta conclusión, expresada en un tono enfático y sin matices teológicos, reduce toda la teología del uso de imágenes en la Iglesia a una mera herencia de prácticas supersticiosas.

En conjunto, lo que Pacheco propone —aunque sin expresarlo con ese término— es una forma contemporánea de iconoclasia, que reinterpreta la historia de la Iglesia desde una lógica protestante radical, y que deslegitima no solo el uso de imágenes, sino también todo lo que implique una mediación visual o simbólica en el culto. Su postura niega de raíz cualquier valor pedagógico, litúrgico o espiritual a las imágenes, y sugiere que su presencia en el catolicismo representa una traición al espíritu del cristianismo primitivo.

Este es, en síntesis, el núcleo de los argumentos presentados por el Sr. Edgar Pacheco en el fragmento de video que fue compartido como ataque al uso legítimo y doctrinalmente fundamentado de las imágenes dentro de la tradición católica. A continuación, procederemos a examinar críticamente estos argumentos, señalando sus omisiones, errores conceptuales y falacias históricas y teológicas.

Contexto histórico del culto romano

Para comprender adecuadamente la falacia en la que incurre el Sr. Edgar Pacheco al comparar la veneración católica de imágenes con el uso de ídolos en la antigua Roma, es necesario primero establecer con claridad los términos, prácticas y creencias que conformaban el imaginario religioso del mundo pagano romano. Solo conociendo en profundidad qué eran los lares, los penates, y cómo se concebía el ídolo en el ámbito teológico antiguo, podemos poner en evidencia la distancia ontológica, cultural y teológica que existe entre aquellas prácticas y el uso legítimo de imágenes en la Iglesia Católica.

En la religión doméstica romana, los lares y penates eran entidades espirituales consideradas protectoras del hogar, la familia y las provisiones. Los lares —que podrían traducirse como espíritus familiares— eran representaciones de los antepasados divinizados, encargados de proteger el espacio físico de la casa y garantizar la continuidad del linaje. Eran objeto de un culto cotidiano que se practicaba en un pequeño altar familiar, el lararium, ubicado normalmente en el atrio de la casa. Los penates, por su parte, estaban asociados a la despensa y a la subsistencia del hogar; se consideraban protectores de los bienes materiales, del sustento diario y, en ocasiones, del bienestar del Estado romano en su conjunto. Ambos formaban parte del complejo entramado de divinidades menores del politeísmo romano, al que se sumaban los manes, espíritus de los difuntos, y los genii, fuerzas vitales protectoras personales o de lugares.

Estos ídolos eran comúnmente fabricados en terracota, bronce u otros materiales y eran adquiridos en mercados o encargados a artesanos especializados. Se les rendía homenaje mediante libaciones, inciensos, ofrendas de comida y palabras rituales. En muchos hogares, los miembros de la familia saludaban a los lares al despertar o al regresar al hogar, les ofrecían alimentos en festividades específicas como las Saturnales, y les pedían protección. El carácter de este culto era eminentemente supersticioso y mágico: se creía que los ídolos poseían, contenían o canalizaban el poder de los espíritus o divinidades representadas, y que su presencia física tenía una eficacia inmediata sobre la vida doméstica y comunitaria.

Desde el punto de vista teológico, un ídolo, en el sentido clásico del término, es una representación material —hecha por manos humanas— que se cree es portadora de una divinidad o que, al menos, le da presencia activa. En muchas culturas, incluida la grecorromana, el ídolo no era simplemente un símbolo, sino un lugar de residencia de la fuerza divina. En el Antiguo Testamento, este concepto es severamente rechazado; los ídolos son objeto de una fuerte condena precisamente porque suponen una sustitución o reducción de Dios a formas manipulables por el hombre. El Salmo 115, por ejemplo, se refiere a ellos diciendo: “Tienen boca y no hablan, ojos y no ven... semejantes a ellos son los que los hacen y cuantos en ellos confían”. Esta concepción idolátrica implica, por tanto, una inversión del orden teológico, donde el ser humano, en lugar de someterse a la soberanía del Dios trascendente, intenta sujetar lo divino a través de medios humanos.

La Iglesia primitiva heredó esta fuerte oposición al culto idolátrico. Los Padres de la Iglesia escribieron extensamente contra los ídolos. San Justino Mártir, Tertuliano, Orígenes, San Agustín y muchos otros, denunciaron no solo el error de atribuir divinidad a objetos materiales, sino también el trasfondo espiritual de este error: la idolatría era, en última instancia, una forma de posesión humana sobre lo divino, una idolización de las propias pasiones, del poder, del dinero, de la sexualidad. No se trataba simplemente de un error conceptual, sino de una desviación moral y espiritual. Es por ello que en los primeros siglos del cristianismo no se representaba a Dios Padre ni a Cristo de forma humana —salvo en signos abstractos o simbólicos como el pez o el ancla—, y que cuando se introdujo el uso de imágenes cristianas, esto se hizo bajo criterios doctrinales muy estrictos, que excluían toda forma de latría hacia el objeto.

Por consiguiente, el tipo de relación que el mundo pagano establecía con los ídolos no es análogo al vínculo que el fiel católico mantiene con una imagen sagrada. La imagen cristiana —ya sea un icono en el Oriente o una escultura en Occidente— no posee en sí misma poder, ni contiene a la divinidad, ni sustituye a Dios. La veneración que se rinde a una imagen de Cristo o de un santo no se dirige al material ni a la figura, sino a quien representa. Esto fue formulado de manera definitiva en el Segundo Concilio de Nicea (787), que declaró lícita y necesaria la veneración de imágenes, en tanto que el honor rendido a la imagen se remite al prototipo. La imagen actúa como un recordatorio visible, una ayuda para la oración, un medio pedagógico para meditar en los misterios de la fe.

La diferencia fundamental entre una imagen cristiana y un ídolo pagano radica, por tanto, en su ontología y en la intención del culto. Mientras que el ídolo pagano se entendía como contenedor o manifestación directa de lo divino, la imagen cristiana es una representación mediada, subordinada siempre a la trascendencia de Dios. Además, el ídolo se inserta en una lógica mágica: se le invoca para obtener beneficios, para manipular la realidad, para proteger contra el mal. La imagen cristiana, en cambio, nunca es un fin en sí misma; su función es elevar la mente y el corazón hacia Dios, mover a la conversión, facilitar la meditación, recordar los ejemplos de los santos, promover la comunión espiritual.

Por otra parte, no puede olvidarse el contexto eclesial y litúrgico en el que se inserta la imagen cristiana. En el catolicismo, las imágenes son bendecidas, integradas en la vida sacramental, asociadas a la liturgia y a la predicación. No son objetos aislados, sino signos sacramentales dentro del cuerpo eclesial. En el caso de los ídolos romanos, en cambio, la devoción era esencialmente privada, dispersa, y en muchos casos mercantilizada. El mismo hecho de que los ídolos se vendieran como productos al paso, sin vinculación a una comunidad de fe estructurada, demuestra su desconexión con un marco de revelación trascendente o con una tradición viva como la que posee la Iglesia.

Conviene señalar, además, que el uso de imágenes sagradas dentro del cristianismo no es uniforme: mientras que en Oriente predomina el uso del icono, con reglas canónicas estrictas que rigen su elaboración y su contemplación, en Occidente se desarrolló una iconografía más libre, que incluye la escultura tridimensional y el arte figurativo narrativo. Ambos caminos, sin embargo, responden a un mismo principio: la imagen es instrumento de evangelización, de edificación, no de idolatría. La Iglesia ha sido clara en este punto: si una imagen llegara a convertirse en objeto de adoración, se estaría incurriendo en idolatría, y por tanto en pecado. Pero el uso legítimo, moderado, consciente y doctrinalmente formado de las imágenes sagradas no sólo es permitido, sino recomendado, como medio para vivir más profundamente los misterios de la fe.

Con todo lo anterior, resulta claro que la comparación hecha por el Sr. Pacheco entre los ídolos del paganismo romano y las imágenes cristianas es completamente insostenible, tanto desde una perspectiva histórica como teológica. No se trata simplemente de un error conceptual, sino de una tergiversación grave que induce a confusión, especialmente entre los fieles menos formados. Su intento de establecer una continuidad entre los lares y penates y la devoción católica a los santos no resiste el más mínimo análisis serio: uno se enraíza en una religión politeísta de carácter mágico y supersticioso; el otro en la revelación cristiana del Dios único, encarnado en Jesucristo, y en la comunión de los santos como miembros del cuerpo místico de Cristo.

Es por eso que, antes de proceder a la refutación sistemática de sus afirmaciones, era imprescindible presentar con claridad este contexto histórico y doctrinal. Porque la verdad no se defiende sólo con fe, sino también con inteligencia, con rigor, y con amor por la historia real del pueblo de Dios. Y es esa historia, viva, luminosa y tantas veces incomprendida, la que seguiremos defendiendo a continuación.

Contra

La crítica de Edgar Pacheco al uso de imágenes en la Iglesia Católica constituye un ejemplo paradigmático de cómo una argumentación puede aparentar rigor mientras se construye sobre una base frágil, apoyándose en premisas incompletas, analogías falaces y reducciones conceptuales que distorsionan el objeto de análisis. Una refutación adecuada requiere, ante todo, desenmascarar los errores de forma y fondo en los que incurre su discurso, enmarcarlos en su matriz ideológica, y contrastarlos con el pensamiento doctrinal y filosófico sólido que ha sostenido la práctica cristiana a lo largo de los siglos.

Desde el punto de vista filosófico, la primera gran falacia en la que incurre Pacheco es la del equívoco conceptual, al utilizar la palabra “imagen” sin hacer distinción entre las nociones de representación simbólica, representación devocional y objeto de culto idolátrico. El término “imagen” no es unívoco. No es lo mismo una imagen artística, un icono litúrgico, una estatua votiva o un ídolo animista. Al asumir que toda imagen religiosa es por definición un ídolo, incurre en un sofisma que Aristóteles y los escolásticos habrían clasificado como falacia de equivocación. Además, esta confusión conceptual produce como efecto un deslizamiento indebido entre contextos históricos, culturales y teológicos completamente disímiles. La mera presencia de una figura religiosa en un contexto no implica identidad funcional ni teológica con figuras similares en otro. La semejanza formal no equivale a identidad ontológica, una regla básica de lógica analítica que Pacheco viola sistemáticamente.

Además, su discurso incurre en una segunda falacia lógica: la de la falsa analogía. El hecho de que los romanos encendieran velas ante figuras protectoras no significa que el acto de encender una vela ante una imagen cristiana tenga la misma intención ni el mismo significado. La analogía, para ser válida, debe establecerse entre realidades que comparten principios comunes en su estructura y finalidad. No basta con una coincidencia superficial de gestos. En filosofía del lenguaje y en semiótica, se conoce la diferencia entre signo, símbolo e ícono. Pacheco no parece tener en cuenta que la imagen cristiana no actúa como signo de presencia mágica, sino como símbolo sacramental, es decir, como mediación hacia lo representado, y no como encarnación del poder divino en el objeto. Esta diferencia es crucial. El ídolo es absoluto en sí mismo; la imagen cristiana es relativa por definición.

Desde el plano teológico, su crítica ignora casi completamente el desarrollo doctrinal de la Iglesia respecto a las imágenes. El II Concilio de Nicea, en el año 787, definió con claridad y precisión que la veneración a las imágenes no implica idolatría, siempre que se entienda que dicha veneración se dirige al prototipo representado y no al objeto material. Esta definición no es un simple acomodo cultural, sino una formulación dogmática que surgió tras un largo proceso de discernimiento eclesial y reflexión teológica profunda. San Juan Damasceno, uno de los defensores más ilustres del uso de imágenes, argumentaba que negar la posibilidad de representar a Cristo en una imagen era negar la realidad de la encarnación. Su razonamiento partía de la cristología: si el Verbo se hizo carne, si asumió una forma visible, entonces puede ser legítimamente representado. No para que la materia sea adorada, sino para que, a través de lo visible, el creyente se eleve a lo invisible. La imagen es un medio, no un fin. Pacheco, al ignorar esta línea argumental, cae en una forma de docetismo conceptual: rechaza la posibilidad de que lo espiritual se comunique a través de lo sensible.

Otro error doctrinal grave en su discurso es la negación práctica de la comunión de los santos. Al atacar el recurso a las imágenes de los santos, asume implícitamente que los santos están muertos, inaccesibles, y que toda relación espiritual con ellos es superstición. Esta visión desconoce que en la doctrina católica los santos viven en Dios y forman parte activa de la comunión del Cuerpo Místico de Cristo. Su intercesión, su memoria, su ejemplo, no son obstáculo para la centralidad de Cristo, sino testimonio de su gracia. Así como los creyentes se animan mutuamente en la fe, los santos —ya glorificados— continúan en comunión con la Iglesia peregrina. Venerar su imagen es recordar su ejemplo, pedir su intercesión, afirmar la esperanza cristiana en la resurrección. No es idolatría, es eclesiología encarnada.

En términos hermenéuticos, el enfoque de Pacheco reproduce una forma extrema de biblicismo, que interpreta las Escrituras desde una literalidad superficial, sin atender al contexto, al desarrollo histórico de la interpretación, ni a la autoridad del Magisterio. Cita pasajes del Antiguo Testamento —como el Éxodo 20:4— sin considerar que ese mandato se daba en un contexto de oposición explícita a la idolatría cananea y egipcia, donde se adoraban animales, astros y estatuas como dioses. Ignora que el mismo Dios que prohíbe fabricar imágenes en Éxodo, ordena después a Moisés hacer una serpiente de bronce en el desierto (Números 21), y a Salomón construir querubines en el Templo (1 Reyes 6), lo cual muestra que la imagen no es en sí misma ilícita, sino su uso idolátrico. En el cristianismo, la encarnación reconfigura la relación con la imagen. El Dios invisible se ha hecho visible. Esta novedad radical transforma también la función de lo visual en la fe. La imagen cristiana no es un retorno al paganismo, sino una consecuencia lógica de la encarnación del Logos.

Otra debilidad estructural del discurso de Pacheco es su negación del principio de analogía, esencial en la teología cristiana. La teología católica reconoce que, si bien Dios es trascendente e incomprensible, puede ser conocido por analogía a través de sus criaturas. Esta analogía no es identidad, pero tampoco exclusión. Por tanto, lo creado —incluyendo las formas artísticas— puede reflejar, en su límite, aspectos de la gloria divina. Negar esto es caer en un fideísmo abstracto que rompe con toda posibilidad de sacramentalidad. El cristianismo no es una religión del libro en sentido exclusivo, sino una religión del Verbo encarnado, que se hace presente en la historia, en la carne, en los gestos, en los signos. Las imágenes son prolongación visual de esta lógica sacramental. La fe entra también por los sentidos, como recuerda Santo Tomás de Aquino. La belleza, decía San Buenaventura, es camino hacia Dios. El arte sacro no suple la fe, la expresa. La imagen no reemplaza la Escritura, la ilustra. Negar esto es cercenar una parte fundamental de la experiencia de fe que ha nutrido a millones de cristianos durante siglos.

Desde un punto de vista histórico, el análisis de Pacheco adolece de anacronismo. Aplica categorías modernas a realidades del pasado sin el debido rigor crítico. Presenta la venta de ídolos en la antigua Roma como un hecho innegable y universal, y luego extrapola esa práctica al catolicismo sin establecer mediaciones. No distingue entre religiosidad popular, prácticas sincretistas y doctrina oficial. Confunde fenómenos culturales con enseñanzas dogmáticas. Lo que en el paganismo podía tener un carácter mágico, en el cristianismo ha sido cuidadosamente discernido, corregido y, cuando ha sido necesario, purificado. Es cierto que en algunos contextos ha existido un riesgo de superstición, pero la Iglesia ha combatido esos excesos constantemente. El Catecismo de la Iglesia Católica es claro: toda forma de idolatría es rechazada (CEC 2112-2114). El abuso no invalida el uso. Y la existencia de malas interpretaciones por parte de algunos fieles no implica que la doctrina sea errónea, sino que la catequesis debe profundizarse.

En cuanto a su estrategia retórica, Pacheco utiliza constantemente la falacia ad hominem velada, especialmente cuando se refiere al Papa y a la Curia. El ejemplo del maletín papal es una muestra de cómo se intenta deslegitimar al sucesor de Pedro mediante insinuaciones vagas, sin evidencia ni argumento teológico. El Papa lleva en su maletín documentos, reflexiones, discursos, posiblemente textos de santos, como cualquier pastor que se prepara para hablar a los fieles. Convertir eso en señal de apostasía es, sencillamente, absurdo. Se trata de una táctica que apela a las emociones del espectador, especialmente de aquellos ya predispuestos contra la Iglesia, y no al entendimiento. Es una manipulación emocional, no una argumentación racional.

Finalmente, el discurso del Sr. Pacheco se inscribe dentro de una matriz ideológica claramente anticatólica, revestida de un barniz bíblico que oculta su verdadera intención: socavar la tradición, la autoridad de la Iglesia y la unidad de los fieles. Su uso selectivo de fuentes, su rechazo de la historia viva del cristianismo y su insistencia en una interpretación privada de la Escritura lo sitúan en una línea protestante radical, ajena no solo a la doctrina católica, sino incluso al ecumenismo evangélico serio. Su rechazo de las imágenes es solo una expresión de un rechazo más amplio: el de la Iglesia como misterio encarnado, como cuerpo visible de Cristo en la historia. Lo que está en juego no es simplemente si se pueden usar imágenes, sino si se puede vivir una fe que reconozca la mediación, la corporeidad, el arte, la cultura, el tiempo y la tradición como lugares legítimos de revelación.

Por todo lo anterior, la crítica del Sr. Pacheco al uso de imágenes sagradas en el catolicismo carece de fundamento en la filosofía, está plagada de falacias lógicas, contradice la teología cristiana y desconoce la historia de la Iglesia. Su argumentación no se sostiene ni en el plano racional, ni en el plano doctrinal, ni en el plano histórico. Lo que presenta como una defensa de la fe bíblica es, en realidad, una caricatura de la religión cristiana, una negación de la encarnación, una mutilación del Evangelio. La verdadera fe no teme a la belleza, no teme a la memoria, no teme a los signos. Al contrario, los asume, los purifica y los orienta hacia Dios. La Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, ha sabido discernir entre lo verdadero y lo falso, entre lo útil y lo nocivo, y ha reconocido que las imágenes, cuando son bien entendidas, no alejan de Dios, sino que nos lo acercan. Esta es la verdad que defendemos, con humildad pero con firmeza, frente a los ataques injustos y las distorsiones doctrinales de quienes, en nombre de una supuesta pureza bíblica, terminan negando la riqueza de la fe cristiana en su plenitud.

Respondo 

La confusión que Edgar Pacheco promueve respecto al uso de las imágenes en el catolicismo hunde sus raíces en un error doctrinal más profundo que atraviesa buena parte del protestantismo radical: la negación sistemática del principio de autoridad de la Iglesia y del papel esencial que desempeñan tanto la Tradición como el Magisterio en la conservación y transmisión del depósito de la fe. Al rechazar estos pilares, se ve obligado a interpretar las Escrituras de manera aislada, desligada de la comunidad eclesial que las recibió, las discernió y las preservó. Esta ruptura con la Tradición lleva a conclusiones teológicas profundamente erradas, como la identificación automática de toda imagen religiosa con idolatría. No sorprende, por tanto, que se ignoren en su discurso pasajes clave del Antiguo Testamento que contradicen frontalmente su tesis: Dios mismo manda a Moisés a fabricar una serpiente de bronce (Núm 21,8-9), o a Salomón a ornamentar el templo con querubines, palmas y flores labradas (1 Re 6,23-35). El Arca de la Alianza, objeto santísimo, llevaba sobre sí dos imágenes de querubines. Estos hechos son deliberadamente omitidos por quienes, como Pacheco, desean sostener una narrativa iconoclasta que no resiste el análisis serio de la Revelación.

Más aún, ignoran que el Nuevo Testamento presenta a Cristo como la imagen perfecta del Dios invisible (Col 1,15), y que en Él se revela de forma definitiva la legitimidad de representar lo divino, ya que Dios mismo se ha hecho visible. Desde la Encarnación, toda forma visible que conduce al Verbo encarnado deja de ser sospechosa y se convierte en instrumento legítimo de contemplación y pedagogía espiritual. Negar esta posibilidad es, en la práctica, negar el misterio de la Encarnación. Por eso, cuando se niega a las imágenes cualquier valor espiritual, se cae en un docetismo encubierto. Y es importante recordar, además, que la imagen no tiene valor en sí misma: no es objeto de adoración (latría), sino de veneración (dulía), cuando representa a un santo, y de veneración especial (hiperdulía), cuando representa a la Virgen María. La adoración solo se debe a Dios. Esta distinción no es un recurso retórico, sino un principio teológico bien definido y afirmado por el Magisterio en el Concilio de Nicea II y reiterado en el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2131-2132).

El problema de fondo es que Pacheco, como tantos otros que se adhieren al principio de sola Scriptura, parte de una falacia epistemológica: pretende que la Escritura sea su propio fundamento, cuando ella misma remite a una comunidad que la custodió, a una Tradición que la antecede, y a una autoridad que la interpreta. El principio de sola Scriptura es circular: para probar su validez, se apela a la propia Escritura, que ya se ha presupuesto como fuente exclusiva. Es una petición de principio y, por tanto, una falacia lógica. La Iglesia, en cambio, enseña que Cristo es la Verdad, y que sus enseñanzas han sido transmitidas a través de los apóstoles, bajo la guía del Espíritu Santo. Esa transmisión viva —que incluye Escritura, Tradición y Magisterio— es lo que constituye el verdadero depósito de la fe. De allí proviene la autoridad para reconocer qué imágenes son legítimas, qué prácticas deben corregirse, y cómo enseñar a los fieles a vivir su fe en comunión con el Cuerpo de Cristo.

Pacheco también olvida una contradicción importante en su postura: mientras ataca el uso de imágenes, utiliza su propia imagen —difundida en videos, banners, portadas y transmisiones— como vehículo para enseñar y alcanzar seguidores. Si una imagen necesariamente induce a la idolatría, entonces cualquier representación, incluso la suya, podría ser convertida en objeto de culto. Sin embargo, esa no sería su culpa, sino del espectador que desvirtúe su sentido. Este razonamiento, paradójicamente, es el mismo que sostiene la Iglesia cuando enseña que la idolatría es un pecado del corazón, no una consecuencia automática del uso de imágenes. Lo que es pecado es atribuir a la imagen un poder que no tiene, o sustituir con ella a Dios. Pero cuando la imagen conduce a Dios, recuerda a los santos, fortalece la fe o ayuda a contemplar un misterio, cumple una función profundamente cristiana.

También debe subrayarse que el ataque a las imágenes suele ir acompañado del desconocimiento —voluntario o no— de la comunión de los santos, uno de los artículos expresos del Credo de la Iglesia. Para quienes niegan esa comunión, los santos no interceden, no son ejemplo, no permanecen unidos al Cuerpo místico. Esta negación empobrece la fe, la reduce a un individualismo solitario sin historia ni comunidad. En cambio, el catolicismo enseña que los santos participan activamente en la vida de la Iglesia, interceden por nosotros, nos acompañan y nos instruyen. Sus imágenes, lejos de distraer del centro, que es Cristo, lo iluminan desde múltiples perspectivas, como vitrales que dejan pasar la luz única del Verbo encarnado.

En definitiva, la postura de Edgar Pacheco no puede comprender el verdadero significado de las imágenes en la tradición católica porque parte de una visión teológica incompleta y de un marco epistemológico erróneo. Al negar el principio de autoridad, la Tradición, el Magisterio y la comunión de los santos, no puede sino interpretar las prácticas católicas desde fuera, con prejuicio y sospecha. Su discurso no es fruto de un debate teológico serio, sino de una necesidad de oponerse a la Iglesia, motivado quizá por rechazo personal, necesidad de notoriedad, o un rechazo consciente de aceptar la verdad cuando se le presenta con claridad. Esta actitud, en filosofía, se ha denominado como voluntaria ignorancia o ignorancia afectada, cuando no se quiere aceptar lo verdadero simplemente porque hiere la propia posición. En ese estado, cualquier argumento, por sólido que sea, será desestimado no por su debilidad, sino por la rigidez del oyente.

Por eso, esta defensa no solo afirma con fuerza la legitimidad del uso de imágenes en la Iglesia Católica, sino que reivindica con ella la integridad del depósito de la fe, la comunión de los santos, la unidad del Cuerpo místico, la autoridad del Magisterio y la sacramentalidad del cristianismo. La fe católica no teme a la belleza ni a la memoria; no rechaza el arte, el símbolo ni lo visible. Al contrario, los ha elevado, los ha santificado, los ha puesto al servicio del Evangelio. Esta es la herencia viva de la Iglesia, y este es el tesoro que no podemos dejar que sea empañado por argumentos pobres, falacias repetidas y discursos que, bajo la apariencia de fidelidad bíblica, esconden una profunda desconexión con la plenitud de la verdad revelada por Cristo y custodiada fielmente por su Iglesia.

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