La dialéctica entre la fe católica y el naturalismo, en torno a la Homosexualidad

 Ensayo

INTRODUCCIÓN

La dialéctica  entre la fe católica y el naturalismo  en torno a la homosexualidad y la identidad de género ha generado intensos debates teológicos, filosóficos y pastorales. En términos generales, el naturalismo propone explicaciones basadas exclusivamente en causas naturales o psicológicas –por ejemplo, considerando la orientación sexual o la identidad de género como fenómenos determinados por la biología o la psique–, mientras que la fe católica recurre además a principios revelados y a la ley moral objetiva. Esta tensión dialéctica se observa desde el auge del psicoanálisis con Sigmund Freud (1856-1939) hasta los planteamientos contemporáneos de la llamada “ideología de género”. Freud, por ejemplo, abordó la homosexualidad desde una óptica determinista y psicológica, refiriéndose a ella como una “inversión” en el desarrollo sexual más que como una patología moral. Sus estudios asumían que todos los seres humanos poseen disposiciones bisexuales y que la homosexualidad podría surgir por desviaciones en el proceso de socialización sexual, postura que contrasta con la visión moral tradicional. En décadas posteriores, sexólogos como Alfred Kinsey (1894-1956) y psicólogos como John Money (1921-2006) profundizaron en esta perspectiva naturalista. Kinsey documentó la diversidad de comportamientos sexuales en la población, contribuyendo a la normalización sociológica de la conducta homosexual, mientras que Money introdujo la distinción entre sexo biológico y género como construcción social o identidad personal. Money incluso postuló la “neutralidad de género” en la infancia, alegando que la identidad de género se podía moldear por crianza, tesis que intentó demostrar con el tristemente célebre experimento del niño David Reimer, a quien se le reasignó un sexo distinto al nacer. El caso Reimer –que culminó en un fracaso rotundo y un grave daño psicológico para el paciente– evidenció los límites y peligros de un enfoque estrictamente naturalista que desvincula la sexualidad de la naturaleza corporal dada.

Paralelamente, los llamados fundadores de la ideología de género fueron sentando las bases de una visión antagónica a la antropología católica. Pensadores como la filósofa Simone de Beauvoir (1908-1986) afirmaron la primacía de la construcción cultural sobre la biología con su célebre dictum: “No se nace mujer, se llega a serlo”, negando implícitamente una esencia sexual determinada por la naturaleza. Desde mediados del siglo XX, ciertas corrientes feministas y de teoría queer, desarrolladas posteriormente por autoras como Judith Butler, han sostenido que el género es una identidad subjetiva independiente del sexo biológico, en abierta oposición a la noción cristiana de la creación de los seres humano como varón y mujer. Estos postulados, a menudo englobados bajo el término de “ideología de género”, se caracterizan por concebir al ser humano como un proyecto autónomo y auto-construido, donde la biología puede ser alterada o reinterpretada según la voluntad individual. El entonces cardenal Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) llegó a calificar la ideología de género como “la última rebelión de la creatura contra su condición de creatura”, en cuanto el hombre posmoderno pretende “librarse incluso de las exigencias de su propio cuerpo… y se convierte en un dios para sí mismo”. En suma, a lo largo de la historia reciente se ha configurado una dialéctica entre dos visiones: una naturalista-secular que relativiza o niega referentes morales objetivos en materia sexual, y la visión de la fe católica, que afirma una verdad revelada y una ley natural inmutable sobre la sexualidad humana.

La enseñanza doctrinal católica sobre la homosexualidad y el género

La Iglesia Católica ha mantenido consistentemente una doctrina que integra la realidad del cuerpo, la ley moral natural y la Revelación divina para juzgar los actos relativos a la sexualidad. Según la antropología cristiana, el ser humano fue creado “varón y mujer” (Gn 1,27) con una diferencia sexual querida por Dios y orientada a la complementariedad. La sexualidad, por tanto, posee una dimensión teleológica: está ordenada a la unión conyugal entre hombre y mujer y a la procreación (cf. Catecismo de la Iglesia Católica – CIC, 2360). Cualquier uso de la facultad sexual fuera de ese designio –ya sea la fornicación (relaciones prematrimoniales), el adulterio, la sodomía (práctica de actos homosexuales), el concubinato (unión libre no sacramental) o la masturbación– se considera objetivamente desordenado por contravenir la finalidad unitiva-procreativa establecida por el Creador. La Sagrada Escritura contiene varias condenas explícitas de las conductas sexuales extramaritales: por ejemplo, San Pablo advierte que “ni los fornicarios ni los idólatras ni los adúlteros ni los sodomitas…” heredarán el Reino de Dios (1 Co 6,9-10), y presenta las relaciones homosexuales como parte de la “depravación” de quienes “cambiaron las relaciones naturales por las contra natura” (cf. Rom 1,26-27). De igual modo, el término sodomia proviene del relato bíblico de Sodoma (Gn 19), cuyo pecado clama al cielo y recibe severo castigo (Jd 1,7). La tradición judeocristiana, apoyándose en estos textos, nunca ha considerado lícita la práctica de actos sexuales entre personas del mismo sexo. Antes bien, tales actos se han calificado de “intrínsecamente desordenados” por ir contra la ley natural y “no pueden recibir aprobación en ningún caso”. Esta formulación, recogida en el Catecismo (CIC 2357), sintetiza el juicio moral irreformable de la Iglesia: la inclinación homosexual en sí misma no es pecado, pero los actos homosexuales sí lo son, por carecer de la complementariedad varón-mujer y del orden procreativo querido por Dios.

Ahora bien, junto a esta valoración moral negativa de ciertos actos, la doctrina católica distingue cuidadosamente entre el pecado y el pecador. La persona que experimenta atracción hacia el mismo sexo “no elige su condición” y, en palabras del Catecismo, “debe ser acogida con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ella, todo signo de discriminación injusta”. La Iglesia enseña que ninguna tendencia o condición —incluida la homosexual— quita la dignidad inviolable de la persona humana, creada a imagen de Dios. De hecho, documentos magisteriales han enfatizado que es “deplorable que las personas homosexuales hayan sido y sean objeto de violencia maliciosa en palabras o acciones”, abusos que deben ser condenados por los pastores porque “atentan contra los más elementales principios de una sociedad civilizada”. La Congregación para la Doctrina de la Fe, en su “Carta sobre la atención pastoral a las personas homosexuales” (1986), subrayó la “intrínseca dignidad de cada persona, que ha de ser siempre respetada”, denunciando como crimen cualquier forma de odio o agresión hacia individuos LGBT. Del mismo modo, al oponerse a legislaciones que promueven las uniones entre personas del mismo sexo, la Iglesia ha reiterado que incluso en tales casos “los hombres y mujeres con tendencias homosexuales deben ser acogidos con respeto… evitando todo signo de discriminación injusta”, recordando la obligación de defender sus derechos humanos fundamentales. Es decir, la doctrina católica armoniza la verdad moral (que señala ciertos actos como pecado grave) con la caridad pastoral (que llama a acompañar a toda persona hacia la conversión, sin excluirla de la comunidad).

En términos positivos, la Iglesia propone a las personas con inclinación homosexual el camino de la castidad, al igual que lo propone para todos los no casados. Lejos de constituir un mero “no hacer”, la castidad se entiende como una virtud que ordena la sexualidad al amor verdadero y a la santidad de vida. El Catecismo recuerda que los bautizados “están llamados a la castidad” (CIC 2359)y anima a que, mediante la oración, los sacramentos, la amistad desinteresada y el autodominio, quienes enfrentan esta “auténtica prueba” (CIC 2358) alcancen la virtud cristiana viviendo en continencia. Esto no supone desconocer las dificultades personales; antes bien, la pastoral eclesial busca integrar a las personas que sienten atracción por el mismo sexo en la vida de fe, ayudándoles a discernir su camino particular hacia Dios sin falsear las exigencias objetivas del Evangelio. En palabras del Papa Francisco, “no se deben marginar a esas personas, deben ser integradas en la sociedad”, pues “¿quién soy yo para juzgar al gay que busca a Dios?”. Esta célebre expresión del pontífice (en 2013) resume la actitud de fondo de la Iglesia: acoger a la persona con misericordia, acompañarla con paciencia y proponerle la verdad liberadora del Evangelio, evitando toda injusta discriminación, pero sin caer en la condescendencia con el pecado.

Cabe notar que la misma postura se aplica a la cuestión de la identidad de género. Para la doctrina católica, la unidad de cuerpo y alma es esencial en la persona; el sexo biológico no es accidental sino parte del diseño divino. Por tanto, la autoidentificación en discordancia con el propio sexo (lo que algunos llaman “identidad de género” subjetiva) no puede redefinir la realidad creada. El Magisterio ha advertido que la ideología de género, al negar la diferencia sexual natural entre hombre y mujer, “vacía el fundamento antropológico de la familia” y conduce a ver la identidad humana como una construcción voluntarista desligada de todo dato corporal. El Papa Francisco señala que es “inquietante” que estas ideas pretendan imponerse como “pensamiento único” incluso en la educación de los niños. La Iglesia insiste en que debemos “aceptar y respetar [nuestra humanidad] tal como ha sido creada”, sin caer en “el pecado de pretender sustituir al Creador”. En síntesis, la postura doctrinal católica afirma la bondad originaria de la diferencia sexual y del orden natural, rechaza las prácticas sexuales contrarias a dicho orden como moralmente desordenadas, y al mismo tiempo defiende la dignidad y los derechos de las personas con orientaciones o percepciones de género no normativas, invitándolas a un camino de realización en la verdad del plan de Dios.

Análisis de errores doctrinales contemporáneos

A pesar de la claridad con que la Iglesia ha definido estos principios, en la actualidad se constata una pluralidad de enseñanzas erróneas o confusas por parte de algunos teólogos e incluso miembros del clero, incluidos obispos y cardenales. Estas posturas heterodoxas suelen surgir de un intento de conciliar la revelación cristiana con las tendencias ideológicas del mundo, pero terminan sacrificando elementos nucleares de la doctrina. A continuación, examinaremos algunos de estos errores comunes, confrontándolos con la enseñanza auténtica de la Iglesia.

  1. Negación de la base moral objetiva: Un error difundido consiste en afirmar que la moral sexual católica se basaría en concepciones científicas o sociológicas supuestamente superadas. Por ejemplo, el cardenal luxemburgués Jean-Claude Hollerich declaró recientemente que “el fundamento sociológico-científico de esta enseñanza ya no es correcto” y pidió “una revisión fundamental de la doctrina” acerca de la homosexualidad. Según esta postura, los avances de las ciencias humanas invalidarían la comprensión tradicional de la homosexualidad como contraria al orden moral. Sin embargo, tal argumento revela una confusión de planos. La Iglesia no basa su juicio sobre los actos homosexuales en hipótesis sociológicas circunstanciales, sino en la ley moral natural y en la Revelación. Como bien ha señalado un análisis teológico frente a las palabras de Hollerich, “el fundamento de la condena de la Iglesia católica… no se encuentra en las ciencias empíricas… sino en la moral natural”. En efecto, incluso si variaran las teorías científicas sobre el origen de la homosexualidad, la valoración ética de los actos no depende de estadísticas ni paradigmas científicos, sino de si dichos actos se conforman o no al fin natural de la sexualidad. La razón iluminada por la fe reconoce en la unión sexual entre hombre y mujer, abierta a la vida, el parámetro objetivo querido por Dios; cualquier uso divergente de la sexualidad (entre personas del mismo sexo, o sin compromiso estable, etc.) queda al margen de ese plan y, por consiguiente, resulta inmoral –independientemente de cuán “natural” o innato se considere el impulso que lleve a ello–. Por tanto, es un grave error pretender “actualizar” la doctrina moral apelando únicamente a conceptos modernos de las ciencias sociales, olvidando la sólida base filosófica y teológica en que aquella descansa.
  2. Llamados a cambiar la doctrina revelada: Unido a lo anterior, algunos prelados de tendencia liberal han sugerido abiertamente que la Iglesia cambie su enseñanza milenaria sobre la ética sexual para adaptarse a la sensibilidad contemporánea. Estos llamamientos a una mutación doctrinal constituyen, desde la perspectiva católica, un claro desvío. La doctrina católica relativa a la homosexualidad (y a la sexualidad en general) pertenece al depósito de la fe en materia de moral, desarrollado orgánicamente pero siempre en continuidad con la Tradición. El mismo cardenal Hollerich insinuó que “la forma en que el Papa se ha expresado… puede llevar a un cambio de doctrina”, alimentando expectativas de modificar el Catecismo. Sin embargo, debe recordarse que ningún Papa ni concilio podría derogar verdades morales intrínsecas. Como ha explicado otro autor, la doctrina que algunos quieren ver cambiada “debe ser considerada definitiva e irreformable… es inútil pedir que se cambie lo que nunca se puede cambiar”. En efecto, documentos recientes de altísima autoridad (por ejemplo, la Consideración de 2003 sobre proyectos de uniones homosexuales) reiteran con carácter definitivo que no es lícito aprobar las relaciones entre personas del mismo sexo. Pretender una “revisión fundamental” en sentido contrario equivale a proponer una ruptura doctrinal que la Iglesia no puede ni tiene autoridad para ejecutar. Se trataría de una herejía formal si alguien sostuviera, pertinazmente, que la Iglesia estuvo equivocada dos mil años y que ahora el pecado deja de ser pecado. Por ello, las sugerencias de cambiar la moral sexual revelan, en el fondo, una falta de fe en la guía del Espíritu Santo sobre la Iglesia y un desconocimiento de cómo opera el desarrollo doctrinal auténtico (que profundiza la comprensión, pero no revoca verdades previas). Los pastores fieles han advertido sobre esta trampa: “De ninguna manera hay en la Iglesia diversas posturas sobre este tema. Lo que puede ser es que haya personas, incluso pastores, que sostengan errores” –comentaba con realismo un teólogo, aludiendo a que las opiniones particulares no cambian la postura una de la Iglesia, sino que más bien configuran desviaciones ya conocidas en la historia como fuentes de herejía.
  3. Bendición de uniones ilícitas y normalización del pecado: Otro foco de error doctrinal se manifiesta en iniciativas pastorales que, so pretexto de inclusión, terminan contradiciendo la enseñanza moral. Un caso concreto es la propuesta –implementada en algunos lugares de modo desafiante– de impartir bendiciones eclesiales a parejas del mismo sexo que conviven en unión estable. Tal práctica fue explícitamente rechazada por la Congregación para la Doctrina de la Fe en 2021, recordando que la Iglesia “no bendice ni puede bendecir el pecado”. No obstante, ciertos obispos han apoyado o tolerado estas bendiciones, enviando un mensaje confuso al Pueblo de Dios. Del mismo modo, se han conocido posiciones como la del cardenal Reinhard Marx, quien recientemente declaró que el hecho de que una persona (incluso candidata al sacerdocio) se identifique abiertamente como homosexual “no debería representar un límite” para su ordenación, afirmando: “Ésta es mi posición y tenemos que defenderla”. Sin embargo, la posición personal del cardenal Marx “no es la posición de la Iglesia”, como le replican sus críticos. En efecto, existe una instrucción vaticana clara (Congregación para la Educación Católica, 2005) que dispone que “si un candidato practica la homosexualidad o presenta tendencias homosexuales profundamente arraigadas”, no puede ser admitido al orden sagrado, y sería deshonesto que lo intentase ocultar. Este criterio magisterial se basa en la prudencia pastoral: la orientación homosexual profunda, aun cuando la persona viva en continencia puede suponer un conflicto serio con las exigencias del ministerio sacerdotal (especialmente en el voto de celibato y en la paternidad espiritual hacia hombres y mujeres). Ignorar esta norma equivale a contradecir la disciplina establecida por la Iglesia para el bien de todos. Por tanto, cuando un obispo públicamente promueve conductas o reconocimientos contrarios a la doctrina –sea apoyar el matrimonio civil entre personas del mismo sexo, bendecir sus uniones o minimizar la gravedad del comportamiento homosexual activo– incurre en un error que desorienta a los fieles y erosiona la unidad doctrinal. Un ejemplo latinoamericano fue el del obispo Raúl Vera (diócesis de Saltillo, México), quien expresó su apoyo a las uniones civiles homosexuales y al grupo LGBT “San Elredo”, el cual abiertamente sostenía principios opuestos a la moral católica. Este caso, documentado en la prensa religiosa, generó correcciones fraternas de otros prelados, pues tales posturas locales creaban escándalo y confusión al contradecir la enseñanza universal de la Iglesia. En definitiva, toda iniciativa pastoral que termine justificando el pecado –bajo la etiqueta de aceptación o acompañamiento– se convierte en una apología del error. La verdadera caridad pastoral nunca separa la acogida de la llamada a la conversión; cuando se omite lo segundo, se cae en complicidad con el pecado.
  4. La falacia del “libre examen”  dentro del catolicismo: Un trasfondo común a muchos de estos errores es la adopción, consciente o no, del principio protestante del “libre examen” en materia doctrinal. El libre examen postula que cada individuo, asistido supuestamente por Dios, puede interpretar por sí solo la Escritura y la doctrina, sin someterse a ninguna autoridad magisterial. En la Reforma protestante del siglo XVI, este principio llevó a una proliferación de sectas y doctrinas contradictorias, como lamentaba el propio Lutero al constatar: “hay tantas sectas y opiniones como cabezas”. En el contexto actual, algunos católicos –laicos e incluso clérigos– actúan según un libre examen práctico cuando seleccionan qué enseñanzas morales de la Iglesia seguir y cuáles descartar. Por ejemplo, ciertos fieles dicen: “Estoy dedicado a mi propia fe sin sentir que necesito seguir algunas de las enseñanzas más conservadoras de la Iglesia”. Esta actitud, expresada así por una católica LGBT, refleja una postura subjetivista: se abraza lo que agrada de la fe (piedad, comunidad, identidad cultural) pero se rechazan los puntos que exigen conversión o que contradicen las propias inclinaciones. El riesgo de este enfoque es caer en la herejía material, al oponerse frontalmente a verdades reveladas. La diferencia entre un sano discernimiento y el libre examen radica en la obediencia: el discernimiento legítimo busca aplicar la doctrina a la situación concreta de una persona contando con la gracia de Dios y el consejo de la Iglesia, mientras que el libre examen pretende redefinir la verdad objetiva acomodándola a la propia opinión o deseo. Como explica Piero Petrosillo, el libre examen es básicamente “un criterio personal de interpretación de la Sagrada Escritura, ajeno al Magisterio o a cualquier otra autoridad”. Tal criterio, propio de los reformadores protestantes, conduce a rupturas de la comunión y a enseñanzas privadas divergentes. Cuando hoy un teólogo o pastor católico argumenta que “el Espíritu Santo nos podría estar llevando por caminos nuevos” para justificar un cambio doctrinal que contradice la Escritura y la Tradición, en la práctica está adoptando el libre examen: se erige a sí mismo –o a la “experiencia” contemporánea– como autoridad última para definir la verdad, por encima del Magisterio perenne de la Iglesia. La consecuencia de esto es la auto-segregación doctrinal: comunidades o individuos católicos que se sienten con una “verdad” distinta a la de la Iglesia universal. Es el mismo mecanismo que originó innumerables denominaciones protestantes. Por eso, la Iglesia advierte que alejarse de la unidad de la fe en aras de opiniones no es auténtico desarrollo ni genuino “espíritu del Concilio”, sino camino seguro hacia la división y la heterodoxia.

Discernimiento legítimo vs. distorsiones doctrinales

Frente a los desafíos antes descritos, es importante clarificar la diferencia entre el discernimiento pastoral legítimo y la deriva hacia la arbitrariedad doctrinal. El discernimiento –palabra muy empleada en el pontificado actual– alude al proceso de examinar a la luz del Espíritu Santo cómo aplicar los principios morales objetivos a la situación concreta de una persona o comunidad, procurando el mayor bien posible y la fidelidad a Dios en circunstancias a veces complejas. Por ejemplo, en el acompañamiento de personas con orientaciones homosexuales, el discernimiento lleva a encontrar caminos de integración en la fe: cómo invitarle a la castidad evangélica gradualmente, qué roles pueden asumir en la comunidad, cómo sostenerles en la amistad cristiana, etc., sin abdicar de la verdad moral. Este tipo de discernimiento no busca cambiar la norma divina, sino acercar con paciencia a la persona para que pueda vivirla plenamente. En cambio, las posturas que hemos analizado confunden discernimiento con adaptación doctrinal.

Un caso ilustrativo es el de algunos sínodos y foros eclesiales recientes en Europa, donde bajo el lema de “escucha al Espíritu” se han propuesto cambios sustanciales en la moral sexual (como bendecir uniones gay o normalizar relaciones prematrimoniales). Pero el auténtico Espíritu Santo no se contradice: no puede inspirar hoy algo contrario a lo que ha revelado en la Escritura y enseñado siempre en la Iglesia. El Papa Francisco, si bien insiste mucho en la misericordia y la integración, también ha reafirmado que “una cosa es comprender la fragilidad humana... y otra cosa es aceptar ideologías que pretendan separar lo inseparable” (refiriéndose a la separación del género respecto del sexo biológico). Es decir, el Papa distingue entre la comprensión pastoral (que es parte del discernimiento) y la aceptación de premisas falsas que subvierten la verdad (lo cual sería libre examen o relativismo).

Asimismo, el concepto de “sensum fidei” (sentido de la fe de los fieles) se malentiende a veces como si la opinión mayoritaria pudiera definir la doctrina. Algunos argumentan que, dado que numerosos católicos hoy “ya no ven mal” la anticoncepción, las relaciones homosexuales o el cambio de género, la Iglesia debería reconocer ese “consenso” y ajustar su enseñanza. Esto es una distorsión eclesiológica: el sensus fidei auténtico siempre coincide con la Tradición apostólica; si una opinión de muchos fieles se aparta del Magisterio, no es verdadera fe sensus sino influencia del espíritu del mundo. La historia muestra ejemplos claros: en el siglo IV la herejía arriana era mayoritaria entre los obispos, pero eso no la hacía verdadera; fue necesario un concilio (Nicea) y pastores fieles como San Atanasio para corregir el error generalizado. Del mismo modo hoy, aunque cierto lobby secular presione y algunos dentro de la Iglesia repitan sus tesis, la verdad no depende de consenso humano sino de la Palabra de Dios.

En consecuencia, un católico, sea laico o pastor, que se encuentre en tensión entre la enseñanza de la Iglesia y las narrativas mundanas, está llamado a formar su conciencia con la doctrina perenne, no a deformar la doctrina para acomodarla a su conciencia no iluminada. La legítima autonomía de la conciencia no significa soberanía moral para definir el bien y el mal a voluntad, sino la responsabilidad de seguir la verdad conocida. El Concilio Vaticano II enseñó que “la conciencia no es una fuente autónoma e infalible de la moral, sino el ‘núcleo secreto’ donde el hombre escucha la voz de Dios”. Si esa voz –a través de la Iglesia– le indica que una conducta es pecado, pero el individuo decide ignorarlo y declararla buena, entonces deja de ser un discernimiento válido y cae en el subjetivismo condenado por la Iglesia (cf. Veritatis Splendor, nn. 32-35).

En resumen, el discernimiento pastoral siempre ha de ejercerse dentro del marco de la doctrina segura. Puede buscar formas creativas de acoger, de dialogar, de proponer gradualmente la verdad, de discernir culpabilidades atenuantes en casos individuales –todo ello es válido–, pero no puede jamás concluir algo contrario al mandamiento divino. Cualquier “discernimiento” que termine afirmando que una conducta intrínsecamente mala en realidad sería buena en tal caso, deja de ser católico. Ya en el siglo XVI, Trento condenó el laxismo moral de quienes justificaban actos gravemente desordenados con excusas pseudo-pastorales. Hoy reaparece ese laxismo disfrazado de lenguaje de misericordia. Debemos por tanto estar alertas para distinguir la verdadera misericordia, que nunca separa la verdad del amor, de la falsa compasión, que por evitar el “ofender” aprueba al pecador incluso en su pecado. La primera viene de Dios (que “ni condenó a la adúltera, ni aprobó su adulterio”, sino que le dijo “vete y no peques más”), la segunda es tentación del diablo (que susurra “no es pecado, Dios lo entiende, sé tu propio juez”). La historia eclesial muestra que desviarse por compasión mal entendida lleva a errores graves: por ejemplo, algunas comunidades protestantes, movidas por compasión, han acabado aceptando prácticas contrarias al Evangelio, perdiendo así la fidelidad a Cristo.

ANTECEDENTES HISTÓRICOS Y FILOSÓFICOS: DE LOS POSTULADOS DEL NATURALISMO A LA IDEOLOGÍA DE GÉNERO Y LOS “LGBT CATÓLICOS”

A lo largo de la historia del pensamiento occidental, la discusión en torno a la esencia y el propósito de la naturaleza humana ha oscilado entre dos grandes polos: uno que reconoce la existencia de una dimensión trascendente y de una ley moral objetiva, y otro que se rige estrictamente por explicaciones naturales o inmanentes. El primer polo, en términos generales, lo representa la tradición judeocristiana (entre otros sistemas religiosos) y la filosofía clásica; el segundo, surgido con más fuerza en la modernidad, es el naturalismo, entendiendo por tal la tesis de que todos los fenómenos, incluida la conducta humana, pueden explicarse sin recurrir a principios sobrenaturales o trascendentes.

En el transcurso de los siglos XIX y XX, el avance de las ciencias naturales, la secularización cultural y las corrientes de pensamiento positivistas llevaron a una radicalización del naturalismo. Figuras como Auguste Comte, con su positivismo; Charles Darwin, con la teoría de la evolución biológica; y Friedrich Nietzsche, con su crítica radical al cristianismo y a la moral tradicional, influyeron en la configuración de una nueva antropología. Bajo esta óptica, el ser humano se vio cada vez más como un organismo sujeto a procesos evolutivos y condicionado por factores psicológicos y sociales.

Paralelamente, en el ámbito de la psicología y el psicoanálisis, autores como Sigmund Freud reinterpretaron la sexualidad humana desde un enfoque naturalista: la pulsión sexual (libido) quedó como eje fundamental de la vida psíquica. Aunque Freud no negó la necesidad de ciertas normas sociales, sí planteó que mucho del conflicto psíquico derivaba de la represión cultural de pulsiones consideradas “desviadas”. Ello produjo, poco a poco, un distanciamiento respecto a la visión moral cristiana, para la cual la sexualidad posee un sentido teleológico y una dimensión sagrada.

La denominada “ideología de género” constituye uno de los frutos más recientes, y controvertidos, de esta evolución. Su base filosófica se halla en un constructivismo radical que cuestiona la determinación biológica del sexo y postula que la identidad de género se define principalmente por factores culturales o subjetivos. La idea de que “no se nace hombre o mujer, sino que se llega a serlo” (parafraseando a Simone de Beauvoir) cobró fuerza en círculos académicos a lo largo del siglo XX. En sus versiones extremas, esta postura afirma que la biología es irrelevante para la identidad personal y que el individuo tiene derecho a autodefinirse libremente, separando por completo el aspecto físico (cuerpo masculino/femenino) de la vivencia interior (género).

Entretanto, John Money, Robert Stoller y otros teóricos de la identidad de género, partiendo de experiencias clínicas o experimentos controvertidos, influyeron en la aceptación social de la transgresión de los roles sexuales clásicos. El célebre caso de David Reimer (un niño criado como niña tras un accidente en la circuncisión) marcó un hito trágico, pues mostró la fragilidad de dicha tesis y el inmenso daño que podía causar la imposición de un género contrario a la realidad corporal. Sin embargo, la base conceptual que pretendía desvincular la identidad sexual de los cromosomas y la morfología se difuminó por el activismo que promovió la libertad absoluta en materia de orientación e identidad sexual.

Dentro de este panorama, surgió la categoría amplia “LGBT” (Lesbianas, Gais, Bisexuales, Trans), que luego se amplió con intersexuales, queer y otros matices (“LGBTQ+”). En su origen, este movimiento buscó la reivindicación de derechos civiles para personas con orientaciones o identidades sexuales no hegemónicas, combatiendo la discriminación y el estigma. De un modo general, este activismo se apoyó en planteamientos naturalistas-constructivistas que cuestionaban la visión cristiana del matrimonio y la familia. Surgió, por ende, un nuevo escenario de tensiones con la enseñanza católica tradicional, que considera la realidad sexual como un don de la creación con propósito unitivo y procreativo.

Ahora bien, cabe preguntarse: ¿en qué momento aparece la noción de “LGBT católico”? O, dicho de otro modo, ¿cómo se concilia o pretende conciliar la vivencia de orientaciones sexuales e identidades de género diversas con la fe católica? Para abordar esta cuestión, conviene exponer brevemente los principales hitos que marcan la evolución del naturalismo y su impacto progresivo sobre la sexualidad, hasta desembocar en las dinámicas contemporáneas en las que se ubican los llamados “católicos LGBT”.

1. ANTECEDENTES DE LA VISIÓN NATURALISTA

1.1. La Ilustración y la secularización de la moral

La modernidad occidental se caracterizó por un progresivo distanciamiento de las explicaciones trascendentes. El siglo XVIII vio nacer la Ilustración, con exponentes como Voltaire, Diderot o Rousseau, para quienes la razón humana debía emanciparse de la influencia eclesiástica. Aunque no todos ellos eran materialistas estrictos, la semilla del naturalismo estaba en la insistencia de que la realidad podía y debía explicarse prescindiendo de elementos sobrenaturales. La moral, tradicionalmente ligada a la ley natural y a la revelación cristiana, empezó a verse como un contrato social o un producto de la razón ilustrada.

La naturaleza ya no se entendía como un orden teleológico querido por Dios, sino como un conjunto de procesos físicos regidos por leyes inmanentes y cognoscibles científicamente. Dentro de esa perspectiva, las normas sobre sexualidad, matrimonio o familia eran interpretadas no como derivaciones de una ley divina, sino como convenciones históricas susceptibles de cambio.

1.2. El Positivismo de Auguste Comte y el auge de las ciencias

Durante el siglo XIX, Auguste Comte sistematizó el positivismo: toda afirmación válida sobre la realidad, en su visión, debía fundarse en la observación empírica y en la experimentación científica. El conocimiento religioso y metafísico quedaba relegado a fases superadas del desarrollo humano (según su “ley de los tres estados”: teológico, metafísico y positivo). Este marco epistemológico fue influyendo progresivamente en la cultura occidental, de modo que los planteamientos sobre la conducta sexual humana comenzaron a buscarse cada vez más en datos de la biología, la sociología o la psicología experimental, y menos en la teología moral.

1.3. El evolucionismo de Charles Darwin

La publicación de El origen de las especies en 1859 (Charles Darwin) supuso un parteaguas en la explicación de la diversidad biológica. Si bien Darwin no abordó directamente la homosexualidad, su teoría de la selección natural proporcionó un andamiaje para interpretar la conducta humana en términos de adaptación evolutiva. Muchos seguidores del darwinismo extendieron sus postulados a los asuntos morales. En algunos casos, se llegó a proponer que la moral no era más que el resultado de presiones evolutivas. Esta biologización de la ética, ya presente en corrientes como el darwinismo social, reforzó la idea de que las prohibiciones morales (p. ej., la sodomía) eran meros tabúes sin base racional o que había que reinterpretarlos desde la óptica de la supervivencia de la especie.

1.4. Friedrich Nietzsche: la transvaloración de los valores

En la segunda mitad del siglo XIX, Friedrich Nietzsche irrumpió con una crítica demoledora al cristianismo, al que acusó de instaurar una “moral de esclavos” antinatural. Nietzsche postuló la necesidad de una transvaloración de todos los valores, liberando al hombre de la moral judeocristiana, a la que consideraba contraria a la vida y a los instintos más profundos. Aunque no se centraría de forma explícita en la cuestión homosexual, su proyecto de romper con la “moral del rebaño” influyó en posteriores filosofías y prácticas sexuales que verían en las normas cristianas un obstáculo para la autonomía individual. De Nietzsche se deriva un fuerte componente anti-metafísico que, ligado a la secularización, forma parte de las raíces filosóficas del actual naturalismo y hedonismo.

2. LA REVOLUCIÓN DE LA SEXUALIDAD EN LOS SIGLOS XIX-XX

2.1. El psicoanálisis freudiano y la ampliación del concepto de sexualidad

Sigmund Freud (1856-1939) es, sin duda, una figura clave en la transformación de la percepción moderna de la sexualidad. Desde un enfoque médico-psicológico, Freud consideró la libido como la energía fundamental que impulsa la conducta humana. Sostuvo que la sexualidad se desarrolla en etapas (oral, anal, fálica, etc.) y que diversas condiciones en la infancia pueden derivar en lo que la sociedad llama “desviaciones” (entre ellas, la homosexualidad). Su postura, si bien consideraba la homosexualidad una “inversión” y a veces la vinculó a complejos inconscientes, abrió la puerta a que el fenómeno fuera visto más como una cuestión psicológica que como un pecado o crimen. La despenalización moral de la homosexualidad, a ojos de algunos, se vió favorecida por la narrativa freudiana de la sexualidad como pulsiones neutrales que pueden encaminarse en distintas direcciones.

En la teoría freudiana también destaca la idea de que la represión de las pulsiones genera neurosis. Ello se usó para cuestionar la moral tradicional cristiana, presentada como represiva. Sin embargo, Freud no negó la necesidad de cierto control social; más bien, entendió la cultura como producto de la sublimación de impulsos sexuales y agresivos. Con todo, el sesgo naturalista se reconoce en que la explicación de la conducta moral y religiosa se reduce a dinamismos psíquicos e inconscientes.

2.2. Alfred Kinsey y la normalización estadística

Ya en la primera mitad del siglo XX, estudios sociológicos y de campo, como los de Alfred Kinsey, contribuyeron a minar la idea de que las prácticas sexuales heterodoxas eran excepcionalmente raras o patológicas. Kinsey publicó en 1948 (Sexual Behavior in the Human Male) y en 1953 (Sexual Behavior in the Human Female) unos informes que sugerían, según sus datos, que la conducta homosexual y otras variantes sexuales eran mucho más frecuentes de lo que se creía. Aunque estos estudios fueron muy criticados por sesgos metodológicos y muestras no representativas, tuvieron un impacto mediático enorme y favorecieron el surgimiento de una opinión pública más tolerante hacia la diversidad de preferencias sexuales.

2.3. La revolución sexual de los años 60 y 70

El movimiento hippie, la pólítica contracultural de mayo del 68 en Francia, las protestas estudiantiles y la difusión masiva de la píldora anticonceptiva abrieron paso a la llamada “revolución sexual”. Desde la teoría, intelectuales como Herbert Marcuse defendieron la “liberación” de la sexualidad frente a la opresión burguesa y eclesiástica. Para Marcuse y muchos otros de la Escuela de Fráncfort, la moral tradicional representaba un obstáculo a la emancipación del individuo. El placer sexual se concibió como una dimensión esencial del ser humano que no debía estar sujeta a tabúes.

En este contexto, los gais y lesbianas comienzan a organizarse públicamente reclamando derechos y denunciando la patologización de la homosexualidad. El hecho de que la Asociación Americana de Psiquiatría (APA) retirara la homosexualidad de su lista de trastornos mentales en 1973 marcó un hito en la aproximación científica y social al tema. Esta decisiva decisión fue fruto de presiones activistas, pero también de corrientes en la psiquiatría que se volcaron hacia interpretaciones más relativistas de la conducta sexual.

2.4. El surgimiento del movimiento LGBT

En 1969, los disturbios de Stonewall en Nueva York son considerados el punto de partida simbólico del activismo LGBT moderno. A partir de ahí, surgen grupos de defensa de homosexuales, lesbianas y transexuales que exigen la eliminación de la discriminación legal y social. El movimiento se expandió en Estados Unidos y Europa, logrando cambios legislativos (como la despenalización de la homosexualidad, la aprobación posterior de uniones civiles y matrimonio igualitario, etc.). El discurso subyacente, de raíz naturalista, considera la orientación sexual y la identidad de género como datos “naturales” o inmanentes al individuo, pero también reivindica la autodeterminación frente a cualquier norma moral externa.

3. LA IDEOLOGÍA DE GÉNERO: POSTULADOS Y CRÍTICAS

El término “ideología de género” se utiliza en ambientes críticos para señalar la corriente teórica que, partiendo de un constructivismo radical, afirma la irrelevancia de la biología en la definición de hombre y mujer. Esta visión tuvo desarrollo en el feminismo de la segunda ola (Simone de Beauvoir, Kate Millet) y en la teoría queer (Judith Butler). Según Butler, el género es una “performance” –un acto repetido culturalmente– y no algo esencial. Por ende, la identidad sexual sería una creación sociocultural.

En la praxis, la ideología de género impulsa:

  1. La autodeterminación absoluta del género: cada persona puede definirse varón, mujer o de otra categoría a voluntad.
  2. La desvinculación del sexo biológico: ser hombre o mujer biológicamente no determina la identidad.
  3. La consideración de la heterosexualidad como una norma heterónoma impuesta: la crítica a la “heteronormatividad” y la normalización de la diversidad sexual.
  4. La afirmación de que las normas morales sobre sexualidad son constructos opresivos: todo código moral basado en la “ley natural” es visto como un artificio.

En la perspectiva católica, esta propuesta choca de lleno con la antropología cristiana, que reconoce la diferencia sexual como querida por Dios (Gn 1,27) y un fundamento del matrimonio y la familia. El magisterio, desde documentos pontificios hasta intervenciones de obispos, considera que la ideología de género niega la realidad del cuerpo como un dato dado y conduce a una autoconstrucción ilusoria del ser humano. El Papa Francisco lo ha calificado como un “pensamiento único” que busca imponerse sin diálogo y que quiebra la visión integral del hombre y la mujer, creada para la comunion y la procreación.

Por otra parte, los críticos alertan que, si la identidad no está arraigada en la naturaleza corporal, se pueden legitimar prácticas como la reasignación de sexo en menores, sin plena conciencia de sus implicaciones, o la imposición de narrativas escolares que enseñen a los niños que su identidad sexual es un mero constructo para elegir. También se advierte que la ideología de género tiende a suprimir los discursos disidentes, acusándolos de “discurso de odio”.

4. “LGBT CATÓLICOS”: DESCRIPCIÓN DE UNA TENSIÓN

4.1. El encuentro entre fe católica y vivencia LGBT

Desde finales del siglo XX, con la mayor visibilidad de colectivos LGBT, surgieron grupos de católicos que se identificaban como gais, lesbianas, bisexuales o trans, y no deseaban abandonar la Iglesia. Nacieron así “ministerios” específicos en algunos países, así como capellanías que buscaban acompañar pastoralmente a personas con atracciones o identidades no heteronormativas. Algunos de estos grupos se ciñen a la doctrina moral de la Iglesia, animando a la castidad y la obediencia al magisterio (por ejemplo, Courage International). Otros, en cambio, abogan por un cambio doctrinal que legitime las relaciones homosexuales y acoja la autopercepción de género como algo plenamente compatible con la fe.

Es en este segundo sector donde se habla de “católicos LGBT”, entendiendo que el catolicismo debe reformular su antropología y moral sexual para no “excluir” a los fieles no heterosexuales. Se ha generado una discusión muy áspera: mientras que el magisterio católico insiste en la distinción entre persona y acto (la persona, sea cual sea su orientación, es digna y debe ser amada, pero los actos sexuales fuera del matrimonio varón-mujer son intrínsecamente desordenados), buena parte del activismo LGBT católico considera que la Iglesia debería reconocer las relaciones homosexuales como válidas y la identidad trans como legítima expresión personal.

4.2. La presión por cambios doctrinales

Entre los defensores de la revisión doctrinal hallamos a algunos obispos y cardenales en Europa y América que, influidos por la atmósfera cultural y la teoría de género, han sugerido que la moral sexual católica sobre la homosexualidad se basa en presupuestos caducos. Dichas posiciones suelen afirmar que la Iglesia debe “actualizarse” a la luz de los avances científicos y la evolución social, y que negar la bondad de una relación homosexual estable y amorosa sería un acto de discriminación.

Por otro lado, dentro de la propia Iglesia, se identifican grupos que abogan por la inclusión pastoral sin cambiar la doctrina. Estos grupos enfatizan la castidad como camino y la necesidad de acoger con misericordia a las personas que experimentan atracción por el mismo sexo o que se cuestionan su identidad sexual, pero al mismo tiempo recuerdan que el Evangelio llama a la conversión y al respeto del orden querido por Dios.

4.3. El papel de la antropología cristiana

En esta tensión, subyace la contraposición entre la visión naturalista-constructivista y la concepción católica del hombre. Para el catolicismo, la sexualidad es un don enraizado en la naturaleza humana, no una pura construcción cultural. El sexo masculino o femenino expresa la condición de la creatura que, en su corporeidad, manifiesta el plan divino de complementariedad y fecundidad. Por tanto, la Iglesia no puede avalar acciones que se opongan intrínsecamente a ese designio, como las relaciones homosexuales o la negación de la propia condición sexual. El Papa Francisco, en la encíclica Laudato Si’, apuntó: “aprender a aceptar el propio cuerpo, a cuidarlo y a respetar sus significados, es esencial para una verdadera ecología humana”.

No se trata, de acuerdo con la doctrina católica, de discriminar a la persona, sino de reconocer una verdad objetiva sobre la sexualidad que no depende de la opinión mayoritaria ni de la voluntad subjetiva. Así como la Iglesia no aceptaría “bendecir” un concubinato heterosexual o una relación adulterina, de igual forma no puede bendecir una unión homosexual. Este principio, –criticado por muchos activistas LGBT y algunos prelados “progresistas”–, se considera una expresión de la fidelidad a la moral revelada.

5. ANÁLISIS CRÍTICO: DEL NATURALISMO A LA PROPUESTA DE RECONSTRUCCIÓN SEXUAL

5.1. Fases del pensamiento naturalista en la sexualidad

Si se pretende delinear un itinerario histórico-filosófico que culmine en la ideología de género y en la promoción de un catolicismo LGBT, puede hablarse de varias fases:

  1. Secularización ilustrada: la moral deja de remitirse a la ley divina y se ve como producto de la razón humana.
  2. Positivismo y evolucionismo: la conducta sexual pasa a analizarse en términos científicos (estadísticos, biológicos, psicológicos), restando valor a toda explicación teológica.
  3. Revisión psicoanalítica: Freud y sucesores describen la homosexualidad y otras variantes como parte del espectro normal del deseo, o como formaciones surgidas de la infancia, no tanto como “pecados”.
  4. Revolución sexual: la libertad sexual se exalta y se cuestionan todas las normas que limiten la expresión erótica.
  5. Teoría queer e ideología de género: la división hombre/mujer se cataloga de constructo social, la orientación sexual y la identidad de género se presentan como elementos fluidos.
  6. Movimiento LGBT: aboga por derechos civiles y la transformación cultural hacia la plena normalización de la diversidad sexual. Aspira a reformar las religiones para que acepten esta pluralidad.
  7. Aparición de corrientes “LGBT católicas”: exigen cambios doctrinales que validen como moralmente buenos los actos homosexuales y la reasignación de género.

5.2. Tensiones filosóficas con la antropología cristiana

La divergencia fundamental radica en cómo se concibe la naturaleza humana: ¿existe un orden objetivo e inmutable inscrito en la condición corporal, o somos pura maleabilidad fisiológica y cultural? Para la cosmovisión cristiana, no hay antinomia entre naturaleza y libertad: la primera da un fundamento a la segunda, evitando que la libertad se diluya en voluntarismo. Sin embargo, el naturalismo contemporáneo, al negar la trascendencia, ve la naturaleza como algo moldeable por la voluntad humana y, por tanto, carece de un criterio último que distinga el bien del mal moral en la conducta sexual.

El problema se agrava cuando este naturalismo se combina con la fenomenología existencial que subraya la experiencia personal. Si la identidad sexual deviene una cuestión puramente subjetiva, la religión pasa a verse como un obstáculo si se atreve a imponer un relato diferente. De ahí la presión para que las instituciones religiosas “evolucionen” y asuman la lógica de la autodeterminación.

5.3. Impacto en la pastoral eclesial

La Iglesia católica, por su parte, sostiene que la acogida de las personas homosexuales o trans no implica la validación de sus actos o la redefinición de la moral sexual. El reto pastoral consiste en acompañar a quienes se identifican como LGBT, invitándoles a la castidad y ayudándoles a integrar su afectividad. Esto, sin embargo, se opone radicalmente al paradigma de la “autoafirmación sexual”. El punto no es un simple desacuerdo teórico, sino una pugna moral: ¿la Iglesia está obligada a cambiar su enseñanza o está llamada a mantenerla?

Diferentes conferencias episcopales han publicado orientaciones pastorales. Algunas, como la de Estados Unidos, han resaltado la necesidad de compasión sin ambigüedad doctrinal; otras, especialmente en el norte de Europa, parecen más permeables a la narrativa LGBT. Surge así un pluralismo de enfoques que a veces roza la contradicción con la doctrina universal.

6. EL DESAFÍO ACTUAL: HACIA DONDE SE DIRIGE LA TENSIÓN

6.1. Perspectiva de la “libertad de conciencia”

Aquellos que promueven la plena aceptación de la identidad LGBT en la Iglesia suelen invocar la libertad de conciencia, argumentando que la doctrina tradicional causa daño psicológico. No obstante, la posición católica clásica replica que la conciencia debe formarse según la verdad objetiva; de lo contrario, cae en subjetivismo. El Concilio Vaticano II, si bien revalorizó la conciencia individual, no negó la existencia de normas objetivas. La comprensión católica es que la conciencia no es autónoma en el sentido de definir qué es moralmente bueno o malo, sino que debe descubrirlo y adherirse a él.

6.2. La visión integral del ser humano

Frente al atomismo de la teoría de género, la Iglesia propone la unidad cuerpo-alma. La fisiología del sexo (cromosomas XX o XY, anatomía reproductiva) no es un mero dato indiferente, sino una señal de un designio creador. Por otro lado, la fe católica considera la inclinación homosexual como efecto de la herida del pecado original que ha afectado la armonía originaria de la humanidad, sin que ello signifique condenar a la persona en sí. El pecado radica en el acto, no en la tendencia.

La comprensión cristiana aboga por un camino de virtudes (castidad, templanza, continencia) que ordenen la afectividad hacia el amor verdadero, que la Iglesia reserva, en su dimensión genital, para el matrimonio sacramental entre un hombre y una mujer. Muchas personas LGBT católicas han encontrado en la continencia un sendero de paz interior, integrando su condición en un proyecto de santidad, aunque no sin dificultades.

6.3. Cismas latentes y el futuro

La presión por alterar la moral sexual católica podría desembocar en un conflicto eclesiástico semejante al que provocaron otras controversias en la historia. La sensación de que algunos prelados “bendicen” uniones del mismo sexo o promueven una visión contraria al magisterio universal, genera tensiones que podrían agudizarse. Algunos observadores pronostican un “cisma silencioso”, donde una parte de la Iglesia acoja de facto la narrativa LGBT (siguiendo el naturalismo) y otra permanezca fiel a la doctrina tradicional.

Por su parte, el magisterio del Papa Francisco se ha mantenido firme en varios momentos, negando la posibilidad de bendecir uniones homosexuales y reforzando la antropología del binomio hombre-mujer. Sin embargo, por su estilo de comunicación pastoral y su énfasis en la misericordia, a veces se crea la impresión de una ambigüedad que alimenta la agenda de grupos que esperan cambios.

DESARROLLO DE LOS POSTULADOS CATÓLICOS FRENTE AL NATURALISMO Y LOS ERRORES EN TORNO A LA AUTOIDENTIFICACIÓN COMO “GAY CATÓLICO”

El catolicismo, a lo largo de dos mil años, ha formulado y sostenido una serie de postulados doctrinales que tienen su fundamento en la Sagrada Escritura, la Tradición Apostólica y el desarrollo orgánico del Magisterio. Dentro de esta tradición, la comprensión sobre la sexualidad humana, la identidad personal y la relación entre el orden natural y la gracia divina ha seguido una línea de continuidad que –si bien se ha enriquecido en la reflexión teológica– no ha renunciado a sus elementos esenciales. Sin embargo, en las últimas décadas se ha observado la introducción de errores basados en el naturalismo, el materialismo y diversas corrientes filosófico-teológicas que, al insertarse en ámbitos eclesiales, generan confusión e incluso posturas cercanas a la herejía, especialmente en cuanto se refieren a la legitimación de una “identidad LGBT católica” contradictoria con la enseñanza perenne de la Iglesia. A continuación, se expondrán en torno a 4,000 palabras los aspectos fundamentales de la postura católica tradicional y las razones por las que identificar la propia persona como “gay católico”, en sentido de reivindicar actos y estilos de vida contrarios al Evangelio, conduce a la alteración de la fe y a la desfiguración de la doctrina.

1. FUNDAMENTOS BÍBLICOS Y TRADICIONALES DE LA MORAL SEXUAL CATÓLICA

1.1. Raíces escriturísticas: Creación, Caída y Redención

La fe católica arranca con la verdad de que el ser humano ha sido creado “a imagen y semejanza de Dios” (Gn 1,27). En el relato del Génesis, varón y mujer aparecen como los dos modos complementarios de la naturaleza humana; su diferencia no es un mero dato biológico accidental, sino un signo teológico que evidencia la vocación al amor fecundo. La interpretación tradicional de este pasaje bíblico señala la inserción de la sexualidad dentro del plan divino, orientada a la unión y a la procreación. Por ende, cualquier uso de la facultad sexual que desvíe ese orden (fornicación, adulterio, relaciones homosexuales, etc.) es condenado ya desde la Antigua Alianza (Lv 18,22; 20,13) y también en el Nuevo Testamento (Rom 1,26-27; 1 Co 6,9-10). Este componente bíblico se erige en la base para la enseñanza tradicional del cristianismo.

Para el catolicismo, la “caída” (pecado original) afecta la armonía de la naturaleza humana, de modo que surge la concupiscencia –la inclinación desordenada al mal– en distintas áreas, incluyendo la sexual. Sin embargo, la Redención de Cristo ofrece la gracia para ordenar la afectividad conforme al designio divino. Este planteamiento revela un principio clave: las inclinaciones desordenadas (entre ellas la homosexual) no definen la identidad última de la persona, pues la gracia puede transformar y purificar. Consecuentemente, la Iglesia rechaza la concepción de un individuo que se autodefina exclusivamente en función de su orientación erótica y enfatiza que la vocación universal a la santidad se extiende a todos.

1.2. Tradición apostólica y magisterio primitivo

Desde los Padres Apostólicos (siglo I y II) y los Padres de la Iglesia (siglos II al V), se constata una línea de coherencia: la práctica de la sodomía se cataloga como pecado grave contra la naturaleza, al igual que otras conductas que rompen el orden conyugal. Concretamente, autores como San Justino Mártir, Atenágoras, Tertuliano, San Juan Crisóstomo o San Agustín hablan de la “abominación” de los actos homosexuales, sin confundir el acto con la persona. Así, la Iglesia temprana, al confrontarse con la cultura grecorromana que muchas veces legitimaba la pederastia y la homosexualidad, reafirmó su visión moral.

Los concilios locales, y posteriormente la autoridad papal, mantuvieron esta enseñanza. El Concilio de Elvira (año 305-306) incluyó cánones que prohíben la práctica homosexual; los penances medievales establecían severas penitencias para quienes incurrían en tales acciones. Esta firmeza se combinaba con la llamada al arrepentimiento y la acogida del pecador que busca la conversión.

1.3. Doctrina escolástica y continuidad en la Edad Media

Durante la escolástica (siglos XII-XIV), teólogos como San Anselmo de Canterbury, San Alberto Magno y especialmente Santo Tomás de Aquino desarrollaron una antropología cristiana que integraba la Revelación y la filosofía aristotélica. De acuerdo con Santo Tomás, la ley moral natural se inscribe en la naturaleza racional y social del hombre. Los actos sexuales contrarios a la procreación y a la unión del varón y la mujer (entre ellos la fornicación, el adulterio, la masturbación y la sodomía) se consideraban “pecados contra natura” por su oposición al fin de la sexualidad instituido por Dios.

Esta perspectiva no se reducía a una norma externa sino que reconocía la verdad intrínseca del ser humano, varón o mujer, destinado a la comunión conyugal y abierto a la vida. El magisterio eclesiástico, desde el IV Concilio de Letrán hasta el Concilio de Trento, mantuvo la línea de que la práctica homosexual es intrínsecamente desordenada y que el orden matrimonial es fundamental para la vida cristiana. Aunque las expresiones de la época pueden sonar duras, la doctrina subyacente sigue siendo la misma que se afirma hoy: la dignidad de la persona no justifica la desnaturalización de la sexualidad.

1.4. Concilios de Trento y Vaticano II, y enseñanzas magisteriales posteriores

El Concilio de Trento (1545-1563) no trató de modo específico la homosexualidad, pero reforzó la doctrina sobre los sacramentos, el matrimonio y la necesidad de la gracia para vivir los mandamientos. Con él, la distinción entre naturaleza caída y gracia sanante se acentuó, lo que sitúa toda inclinación desordenada (pecado) en el ámbito de la libertad y la responsabilidad humana.

En el siglo XX, especialmente tras la revolución sexual, la Iglesia profundizó esta doctrina en documentos como la encíclica Casti Connubii de Pío XI (1930), la Humanae Vitae de Pablo VI (1968) y exhortaciones postconciliares. En 1986, la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó la “Carta sobre la atención pastoral a las personas homosexuales” (Homosexualitatis problema), recordando que la inclinación homosexual, si bien no es pecaminosa en sí, es “objetivamente desordenada”. Siguiendo este hilo, Juan Pablo II, Benedicto XVI y el Papa Francisco han reiterado el llamado al respeto de la persona, sin legitimar la conducta homosexual ni redefinir la identidad de los fieles según su orientación sexual.

2. ERROR DE IDENTIFICARSE COMO “GAY CATÓLICO” O “LGBT CATÓLICO”

2.1. Distinción entre persona e inclinación

La enseñanza eclesial deja claro que nadie se define, en su núcleo personal, por la orientación sexual. El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2357-2359) especifica que existen individuos que experimentan una inclinación homosexual y que deben ser acogidos “con respeto, compasión y delicadeza”. Sin embargo, se subraya que la persona se identifica primeramente como hijo de Dios, llamado a la santidad. El error de muchos grupos que se autodenominan “católicos LGBT” radica en fusionar la identidad integral de la persona con la tendencia homosexual, reivindicando, además, que esa tendencia o su ejercicio “no se opone” a la moral.

El concepto “gay católico” tiende a contradecir la antropología católica, que no considera la orientación sexual como una cualidad esencial sino como un rasgo secundario sometido al discernimiento moral. Si se adopta un rótulo que equipara la fe (ser católico) con una condición sexual (ser gay), se promueve la idea de que la Iglesia debe legitimar esa “identidad” en su integridad, incluyendo actos contrarios a la castidad. Esto lleva a lecturas parciales o sesgadas de la doctrina, en las cuales la “inclinación” se asume como algo positivo y no como una condición desordenada susceptible de orientarse o sublimarse según el plan divino.

2.2. Postura cuasi herética de algunos teólogos y clérigos

A lo largo de la historia, han surgido corrientes “heterodoxas” que pretenden conciliar el Evangelio con posiciones anticristianas. Actualmente, se observan posturas apologéticas de la homosexualidad activa dentro de la Iglesia, a menudo con el argumento de la “evolución doctrinal” o la “nueva comprensión de la ciencia y la psicología”. Por ejemplo, algunos obispos han llegado a sugerir que la enseñanza perenne católica sobre la homosexualidad está “anticuada” y que la Iglesia debe “bendecir” uniones homosexuales. Estas propuestas, además de contradecir documentos de la Congregación para la Doctrina de la Fe (2003, 2021), rozan la herejía cuando implican negar la moral natural, la Sagrada Escritura y la Tradición universal.

Es especialmente escandaloso cuando pastores, cuyos deberes implican custodiar la fe, se constituyen en abanderados de la reinterpretación de la moral católica y, en la práctica, se someten al lenguaje y la ideología del mundo. La teología católica reconoce que hay un desarrollo orgánico del dogma, pero no una ruptura con los fundamentos. Pretender que la Iglesia “rectifique” su juicio sobre la sodomía es desconocer la infalibilidad ordinaria en materia moral, manifestada a través de la constante enseñanza universal. La permisividad hacia esta tendencia configura una suerte de “semipelagianismo moral” al desconocer la necesidad de la gracia para dominar las pasiones y, en cierto modo, un “neoarrianismo” al negar implícitamente que Cristo haya redimido al hombre en su corporeidad y sexualidad.

2.3. Consecuencias pastorales de la confusión

Cuando se inserta el error de identificar la fe con la condición homosexual, proliferan ministerios parroquiales, foros y asociaciones que se promocionan como “LGBT Affirmative Catholic”. Esto implica, en muchos casos, omitir la llamada a la castidad o al arrepentimiento de actos contrarios al Evangelio. Los fieles que participan en dichas estructuras a menudo reciben mensajes ambiguos o abiertamente contradictorios con el Magisterio. Lejos de un acompañamiento verdadero, se promueve el engaño de que es compatible vivir en una relación homosexual activa y comulgar sin conflicto moral.

Esta situación genera escándalo y divisiones dentro de la comunidad eclesial. Además, dificulta la pastoral a personas con atracción por el mismo sexo que buscan sinceramente la santidad y se sienten desamparadas ante una Iglesia aparentemente dividida, donde unos proponen la fidelidad a la enseñanza moral y otros la contradicen en nombre de una falsa misericordia.

3. INFILTRACIÓN DEL NATURALISMO EN LA TEOLOGÍA ACTUAL: DE ESCOTO A RAHNER, ENTRE OTROS

3.1. Definición de naturalismo y su evolución histórica

El naturalismo es la corriente filosófica que reduce la realidad a sus causas y elementos naturales, excluyendo lo sobrenatural o trascendente. En el contexto teológico, se habla de naturalismo cuando se diluye la dimensión de la gracia y la acción divina, subordinando la teología a explicaciones puramente humanas. Su influencia en la historia del pensamiento cristiano se ha manifestado de diversos modos:

  • Scotismo (siglos XIII-XIV): Aunque el beato Juan Duns Escoto no fue propiamente un naturalista, su énfasis en la voluntad divina y la separación entre voluntad y naturaleza abrió camino a interpretaciones voluntaristas de la ley moral, facilitando la autonomía de la moral humana respecto a la razón natural.
  • Ockhamismo (siglo XIV): Guillermo de Ockham, al exaltar el nominalismo y la separación entre la inteligencia y la realidad universal, relativizó la ley natural. Esto allanó el camino para que se considerara la moral como mandatos divinos arbitrarios, disociados de la naturaleza ontológica del hombre.
  • Lutero-Calvinismo (siglos XVI): Aunque Lutero y Calvino subrayaron la incapacidad de la naturaleza para el bien sin la gracia, sus postulados propiciaron una división radical entre la fe y las obras, y una comprensión de la soberanía divina que a veces ignora la lógica creatural. El “libre examen” protestante también incide en la reinterpretación moral y, con el tiempo, en la aceptación de posturas naturalistas en la ética sexual.
  • Jansenismo (siglo XVII): Proponía una visión pesimista de la naturaleza humana, enfatizando la gracia irresistible. Su rigorismo moral aparenta estar en las antípodas del naturalismo permisivo, pero coincide en excluir la síntesis armónica entre la ley natural y la gracia. Este dualismo puede predisponer a un rechazo posterior de la moral católica tradicional.
  • Rhanerianismo (siglo XX): Karl Rahner, con su noción de “cristianismo anónimo” y su tendencia a explicar la revelación de modo antropocéntrico, dejó abiertas brechas al subjetivismo. Si bien Rahner no postuló directamente una moral laxa, su sistema a menudo se usa para justificar visiones en las que la experiencia personal prevalece sobre el dictamen objetivo de la ley natural.

En la práctica, todos estos movimientos, en su vertiente extrema, han sido usados para diluir la armonía entre naturaleza y gracia que la tradición tomista y el magisterio establecen. Así, se insertan gradualmente justificaciones de la conducta homosexual activa o de la reasignación de género, escudándose en una malinterpretada “evolución de la teología”.

3.2. Consecuencias del cientificismo y el materialismo

El cientificismo (la extrapolación ilegítima de los métodos de las ciencias experimentales a todas las dimensiones del ser) y el materialismo (la negación de la espiritualidad o trascendencia) conforman el caldo de cultivo filosófico para la sustitución de la ley moral por criterios puramente psicológicos o biológicos. Con base en interpretaciones distorsionadas de Freud o en el conductismo, se afirma que la homosexualidad es “natural” y, por ende, que la moral debe subordinarse a la naturaleza.

Sin embargo, desde la óptica católica, la naturaleza humana no es un mero conjunto de pulsiones, sino una realidad ordenada a un fin último. La moral discierne qué inclinaciones se conforman al plan creador y cuáles deben regularse o sublimarse. El naturalismo, en cambio, exalta toda pulsión como “natural” y, en consecuencia, legitima la actividad homosexual. Este equívoco se agrava al infiltrarse en la teología, donde se olvida la dimensión de la caída y la necesidad de redención.

3.3. Racionalismo y su influjo en la exégesis bíblica

El racionalismo, por su parte, se asienta en la idea de que la razón humana puede, sin la guía de la fe, determinar la verdad última de las cosas. En la exégesis bíblica moderna, esto ha llevado a la pretensión de reinterpretar textos como Gn. 19 (destrucción de Sodoma), Rom. 1, 1 Co. 6 y otros pasajes que condenan la conducta homosexual, alegando que se refieren a contextos de abuso, prostitución sagrada u hospitalidad violada, y no a actos homosexuales en general. La Iglesia reconoce la necesidad de un estudio histórico-crítico serio, pero advierte contra exégesis que vacían de su sentido moral perenne la Palabra de Dios.

3.4. Freudismo y buttlerismo como derivaciones extremas

El “freudismo” reducido a ideología –no la genuina aportación clínica de Freud, sino su deformación cultural– ha potenciado la idea de que la represión sexual es la fuente de la neurosis y que la moral cristiana es opresiva. A esto se suma el “buttlerismo”, derivado de Judith Butler, que postula el género como performativo y disociado del sexo biológico, impulsando la teoría queer. De este modo, se legitima la autoidentificación sexual como un acto de libertad sin referencia a un orden dado. La consecuencia en la pastoral católica es devastadora si se admite esta óptica, pues se niega la realidad de un hombre y una mujer definidos ontológicamente, y se introduce el discurso de la “Iglesia inclusiva” que no discierne entre orientaciones ordenadas y desordenadas.

4. LOS POSTULADOS CATÓLICOS EN DEFENSA DE LA VERDAD: RESPUESTA A LOS ERRORES CONTEMPORÁNEOS

4.1. La ley natural y la centralidad de la antropología tomista

Para comprender la postura católica frente a la autoidentificación gay y la inserción del naturalismo, es esencial recordar la ley moral natural, la cual no depende de constructos sociológicos, sino que emana de la misma esencia racional del hombre. Esta ley se fundamenta en la participación de la criatura racional en la ley eterna de Dios (Santo Tomás, Summa Theologiae, I-II, q.91, a.2). Dicha ley revela la inclinación al bien, a la vida, a la procreación y a la sociabilidad, ordenando la sexualidad humana al matrimonio entre un varón y una mujer.

La síntesis tomista, desarrollada por la escolástica posterior y ratificada por el Magisterio, enseña que la gracia no anula la naturaleza, sino que la eleva. Por eso, no es admisible la idea de que la Iglesia, en nombre de la caridad, deba suprimir la moral tradicional. La caridad exige la verdad; la acogida pastoral de quienes sienten atracción homosexual no puede contradecir la ley natural ni la Revelación.

4.2. Cristo, Redentor del hombre entero

La cristología católica afirma que Cristo asumió la naturaleza humana para redimirla por completo. En su Encarnación, Pasión y Resurrección, el Hijo de Dios elevó nuestra humanidad, incluyendo la corporalidad. Sostener que los impulsos homosexuales (o cualquier otro desorden sexual) sean irreformables o equivalentes a un derecho, implica desconocer el poder redentor de la gracia. La Iglesia siempre ha anunciado la posibilidad de conversión, incluso en el ámbito sexual, aunque reconozca las dificultades y la necesidad de un acompañamiento compasivo.

La carta a los Corintios (1 Co 6,11) muestra que algunos miembros de la comunidad cristiana habían sido homosexuales, fornicarios, idólatras, pero “han sido lavados, santificados, justificados en el nombre de Jesucristo”. Esto indica que la transformación es real y que la Iglesia no condena a la persona, sino que la llama a la santidad. Identificarse como “gay católico” en un sentido que excluya la castidad y la esperanza de la gracia traiciona este mensaje evangélico.

4.3. Unidad de verdad: doctrina y pastoral

Contrario a lo que alegan algunos teólogos, no hay una “doctrina inmutable” y una “pastoral flexible” separadas. La pastoral católica debe ser la encarnación de la doctrina en la vida práctica. La Congregación para la Doctrina de la Fe ha reiterado que una pastoral orientada a bendecir uniones homosexuales o a legitimar la identidad LGBT como tal contradice la fe. El Papa Francisco, en diferentes intervenciones, ha insistido en que el amor y la misericordia no se oponen a la verdad moral, sino que la presuponen. Es ilícito, por tanto, utilizar un lenguaje ambiguo que aparentemente acoge, pero en la práctica oculta la llamada a la conversión.

4.4. La verdadera “inclusión”: la comunión en la caridad y la verdad

La Iglesia defiende la dignidad de toda persona y condena cualquier agresión o discriminación injusta hacia quienes sienten atracción homosexual. Sin embargo, la inclusividad cristiana no significa refrendar comportamientos contrarios a la naturaleza y la santidad. Incluir es integrar en el camino de Cristo, que pasa por la cruz y la resurrección, no legitimar el pecado o la negación de la ley moral. Como señaló Benedicto XVI, la “dictadura del relativismo” pretende equiparar todas las formas de conducta, pero la Iglesia debe resistir ese espejismo y afirmar la verdad que libera.

5. LA RESPUESTA ECLESIAL A LOS POSTULADOS LGBT: TEXTOS MAGISTERIALES Y DISCURSOS PAPALES

5.1. Documentos clave de la Congregación para la Doctrina de la Fe

  • Persona Humana (1975): Declaró la improcedencia de justificar actos homosexuales y explicó que la inclinación homosexual carece de la “finalidad sexual que expresa el orden de la creación”.
  • Homosexualitatis problema (1986): Llamó a la acogida de las personas con inclinación homosexual, pero reprobó todo apoyo a la práctica homosexual. Subrayó la diferencia entre tendencia y acto.
  • Consideraciones sobre los proyectos de legalización de las uniones homosexuales (2003): Afirmó la imposibilidad de que la Iglesia reconozca o apoye tales uniones, pues van contra el bien común y la ley natural.
  • Responsum sobre la bendición de uniones del mismo sexo (2021): Precisó que la Iglesia “no puede bendecir el pecado”, subrayando la imposibilidad de una bendición eclesiástica para parejas homosexuales.

Estos documentos confirman la constancia de la enseñanza católica y desmienten la tesis de que la Iglesia esté abierta a cambiar su postura.

5.2. Juan Pablo II y Benedicto XVI

San Juan Pablo II, en su “Teología del Cuerpo”, expuso una visión cristocéntrica y sapiencial de la sexualidad humana, subrayando el significado nupcial y procreativo de la diferencia sexual. Reiteró que la homosexualidad practicada contradice el plan divino, y no puede equipararse al matrimonio. Su magisterio social y moral refutó las corrientes que, en nombre de la compasión, pretendían normalizar la sodomía.

Benedicto XVI, por su parte, alertó de la “dictadura del relativismo” y defendió la ecología humana: así como existe un orden para la naturaleza física, hay un orden moral inscrito en el hombre y la mujer. Negar esta realidad, pretendiendo legitimar un “matrimonio” homosexual, implica un atentado a la familia y a la estructura misma de la creación.

5.3. El Papa Francisco y la continuidad doctrinal

Aunque Francisco ha enfatizado la cercanía con las personas que sufren discriminación, jamás ha modificado la enseñanza fundamental. En declaraciones como “¿Quién soy yo para juzgar?” (2013), se refería a personas con genuina búsqueda de Dios y propósito de vida casta. Lamentablemente, los medios han utilizado sus palabras para sugerir una falsa apertura. No obstante, el mismo Francisco aprobó el Responsum de 2021 en el que se reitera la imposibilidad de bendecir relaciones homosexuales. También en Amoris Laetitia (2016), subrayó que no existe fundamento para asimilar las uniones de personas del mismo sexo al plan divino sobre el matrimonio.

6. CÓMO REBATIR LOS ERRORES TEOLÓGICOS RELACIONADOS CON LA IDEOLOGÍA LGBT

6.1. La falacia de la evolución doctrinal absoluta

Muchos partidarios de un catolicismo LGBT argumentan que la moral sexual ha cambiado en la historia (p. ej., la Iglesia ya no aprueba la esclavitud, etc.), y que del mismo modo debe evolucionar en materia de homosexualidad. Sin embargo, se confunde el desarrollo de la comprensión de las circunstancias con la modificación de verdades objetivas. La esclavitud no se consideró nunca un bien moral intrínseco, y en todo caso, la Iglesia luchó por su desaparición al reconocer la dignidad humana esencial. En cambio, la licitud o ilicitud de la conducta homosexual ha sido juzgada de manera uniforme como intrínsecamente contraria al orden natural y divino, sin excepción.

6.2. Argumento bíblico: la reinterpretación relativista

Se alega que los textos bíblicos se refieren a contextos históricos distintos, donde la homosexualidad estaba vinculada a abusos o prostitución sagrada, y que hoy en día las relaciones homosexuales basadas en el amor y la fidelidad serían moralmente distintas. La exégesis católica responde que el sentido literal y los textos paulinos no distinguen entre tipos de relaciones homosexuales: el acto mismo se califica de “contra natura”. Además, la Tradición unánime confirma esa interpretación, y no existe indicio alguno de que la Escritura admita como legítima una unión homosexual.

6.3. Argumento psicológico-científico

Se sostiene que la ciencia moderna habría demostrado que la homosexualidad no es patológica, sino una variante normal de la sexualidad. La Iglesia no niega que existan causas complejas (genéticas, hormonales, psicosociales) en la orientación sexual, y ha suavizado discursos que la tachaban de enfermedad. Sin embargo, la moral católica no se basa en el criterio de patología, sino en el orden objetivo de la sexualidad. Que algo sea “común” o “natural” en términos estadísticos no lo hace moralmente bueno. La moral cristiana llama a la conversión de todo aquello que se opone al fin natural y sobrenatural de la sexualidad.

6.4. Argumento de la misericordia y la no discriminación

Algunos teólogos usan el argumento de la “misericordia” para pedir que la Iglesia acepte y bendiga relaciones homosexuales o identidades trans. Sin embargo, la verdadera misericordia no anula la verdad moral. No discriminar injustamente a la persona no implica aprobar su conducta si ésta es contraria al plan de Dios. El acompañamiento pastoral debe buscar la salvación del alma y la santidad de vida, no una simple condescendencia que legitime el pecado.

7. PASTORAL INTEGRAL PARA PERSONAS CON ATRACCIÓN HOMOSEXUAL

7.1. Principios rectores

  1. Respeto incondicional a la dignidad: La Iglesia rechaza toda violencia, burla o señal de odio contra personas con inclinación homosexual.
  2. Verdad integral: La ayuda pastoral ha de anunciar sin ambigüedades la llamada a la castidad. No hay “excepción” moral para la relación homosexual.
  3. Gracia y sacramentos: La confesión y la Eucaristía brindan fuerza para vivir la continencia y, de ser necesario, para levantarse tras caídas.
  4. Acompañamiento psicológico-espiritual: En ciertos casos, la terapia psicológica (no coercitiva) puede ayudar a clarificar heridas afectivas o traumas. La Iglesia no canoniza un modelo único de “terapia reparativa”, pero sí aboga por la posibilidad de una integración de la sexualidad cuando es objeto de desorden.
  5. Comunidad eclesial: Nadie debe ser marginado si desea sinceramente seguir a Cristo. Sin embargo, el servicio en ministerios o responsabilidades eclesiales requiere coherencia con la moral, por lo que no se admite a candidatos con tendencias fuertemente arraigadas y no superadas al sacerdocio (Documento de 2005 de la CEC).

7.2. Testimonios de santidad y continencia

A lo largo de la historia y en la actualidad, hay fieles católicos con atracción por el mismo sexo que viven la castidad y dan testimonio de alegría y libertad interior. Muchos participan en apostolados como Courage, que propone un camino de amistad, oración y sacramentos para crecer en la virtud. El testimonio de quienes, habiendo vivido antes una vida homosexual activa, se han convertido y hallan plenitud en Cristo, confirma que la gracia opera eficazmente.

7.3. Confrontación de las desviaciones pastorales

La pastoral auténtica no debe ceder a presiones culturales que exigen la normalización de la homosexualidad o la transexualidad como algo legítimo ante Dios. No corresponde a la Iglesia exaltar la “autoidentificación LGBT”; su misión es llevar a cada persona al encuentro con Cristo, a la santidad de vida y al amor conforme al designio creador.

COMPARACIÓN CON LA PASTORAL CONTEMPORÁNEA

En las últimas décadas, la pastoral católica ha experimentado cambios sustanciales en su forma de acoger a las personas que viven situaciones diversas, en particular a quienes se identifican como LGBT+. Por un lado, surgen iniciativas como la que propone Fiducia supplicans, documento hipotético o simbólico que aboga por un enfoque muy inclusivo y abierto, invitando a la Iglesia a "caminar" y "dialogar" con las personas homosexuales, independientemente de su voluntad de adherirse a la doctrina tradicional sobre la sexualidad. Por otro lado, la Instrucción de la Congregación para la Educación Católica (2005) sobre los criterios de discernimiento vocacional en relación con las personas de tendencias homosexuales (en adelante, "la Instrucción") subraya unos límites claros: si un candidato practica la homosexualidad o presenta tendencias homosexuales profundamente arraigadas, no puede ser admitido al seminario ni a las sagradas órdenes. De forma inmediata, se advierte la tensión entre una pastoral de acogida –que busca minimizar restricciones y acercar a todos a la Iglesia sin condiciones– y una perspectiva disciplinaria que, sin negar la dignidad de la persona, enfatiza la imposibilidad de ordenar sacerdotes con inclinaciones homosexuales sólidas.

Para comprender esta aparente contraposición, es importante situar el asunto en el contexto más amplio de la crisis eclesial y cultural: la Iglesia católica no actúa en el vacío, sino que responde a cambios sociales que demandan una actitud más empática hacia las minorías sexuales, al tiempo que enfrenta escándalos de abusos y cuestionamientos sobre la integridad y la formación del clero. Fiducia supplicans (al menos como lo describen algunos teólogos y agentes pastorales) asumiría que la Iglesia debe “dialogar con la psicología” y las corrientes contemporáneas, reconociendo la homosexualidad como una condición afectiva que puede integrarse en la vida clerical. Por ende, la comunidad eclesial debería –según esa postura– no sólo acoger a los candidatos homosexuales, sino también ofrecerles un ambiente propicio para desarrollar su vocación sacerdotal.

La Instrucción de 2005, en cambio, se fundamenta en la idea de que la madurez afectiva y sexual es esencial para el ejercicio del ministerio sacerdotal, y que las tendencias homosexualesc fuertemente arraigadas podrían obstaculizar “una correcta relación con hombres y mujeres". Si bien no se extiende en un análisis teológico exhaustivo sobre la homosexualidad –al contrario, se limita a la idoneidad vocacional–, su mensaje es claro: la Iglesia, responsable del discernimiento, ha de excluir a quienes tengan esa orientación con firmeza, en aras del bien del clero y de la comunidad. Así, el principio de “acogida pastoral” no se traduce en la admisión incondicional de cualquier candidato, sino en la responsabilidad de garantizar que los futuros sacerdotes gocen de la madurez afectiva necesaria para la entrega total a Cristo y a la Iglesia.

La tensión entre la pastoral de acogida y la disciplina vocacional refleja, en gran medida, la división interna que se observa en la Iglesia acerca de la homosexualidad. Por un lado, hay sectores que consideran que la doctrina tradicional debería revisarse, sosteniendo que “las ciencias psicológicas actuales” y la “experiencia vivida” indican que un hombre con inclinación homosexual puede vivir perfectamente el celibato y servir con eficacia al Pueblo de Dios. Por otro lado, hay quienes sostienen que, si la Iglesia se aparta de las normas establecidas, corre el riesgo de traicionar su propia identidad e incurrir en contradicciones con la enseñanza moral y teológica inmutable.

Es pertinente destacar que esta división no sólo se da en el ámbito clerical, sino también en la base de los fieles laicos, especialmente en sociedades occidentales cada vez más abiertas a la diversidad sexual. El aparente choque se plasma en debates eclesiales en sínodos, conferencias episcopales y foros académicos. Mientras la pastoral contemporánea, influida por la sensibilidad postmoderna, insiste en el lenguaje de la inclusión y la no discriminación, la Instrucción subraya la necesidad de la prudencia y del respeto a la tradición milenaria. En última instancia, la doctrina católica no se opone a la acogida, sino que la supedita a la verdad antropológica y moral que la Iglesia defiende.

Además, cabe preguntarse si dicha tensión sugiere una dinámica que, con el paso del tiempo, se incline más hacia la “inclusión” total o reafirme las barreras disciplinares. Algunos argumentan que la historia de la Iglesia demuestra que ciertas posturas disciplinarias pueden cambiar (como la prohibición de la comunión a ciertos grupos en diferentes épocas), pero la pregunta es si se trata de un asunto disciplinario o de un núcleo teológico-moral más profundo. Si, como sostiene la Instrucción, la inclinación homosexual profundamente arraigada afecta la “relación correcta con hombres y mujeres”, entonces la dificultad es de orden antropológico y teológico, no meramente disciplinar. Por ende, no cabría un viraje futuro que contradiga este diagnóstico, a no ser que la Iglesia se desdijera de su concepción de la sexualidad inscrita en la naturaleza humana.

En otro nivel, la oposición entre la visión más “inclusiva” y la restricción vocacional podría explicarse, también, por la distinta prioridad que cada postura otorga. Fiducia supplicans o corrientes semejantes se centran en el valor de la dignidad personal y el derecho del individuo a poner sus dones al servicio de la Iglesia, mientras que la Instrucción pone el acento en la responsabilidad institucional de asegurar que quienes acceden al sacramento del Orden posean las condiciones objetivas para vivir la castidad y ejercer la paternidad espiritual de forma adecuada. Esta paternidad espiritual incluye la posibilidad de relacionarse sin ambigüedades con fieles de ambos sexos y la libertad interior para un servicio pleno. La Iglesia, en efecto, no contempla el sacerdocio como un derecho individual sino como una vocación que debe ser discernida, y la existencia de criterios de admisión (no sólo para homosexuales, sino para múltiples situaciones) es parte natural de esa evaluación.

Así, la tensión entre pastoral y disciplina se revela, de fondo, como la tensión entre dos eclesiologías: una que ve en el diálogo con el mundo moderno el camino primordial –aun a costa de modificar ciertos aspectos tradicionales– y otra que, sin rechazar el diálogo, defiende con firmeza la tradición moral y sacramental. Desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia ha reafirmado la apertura al mundo, pero también ha mantenido la permanencia de la moral sexual tal como se ha transmitido. En consecuencia, la división interna no se debe a un mero capricho de la Curia o de un sector ultraconservador, sino que expresa la complejidad de integrar la praxis pastoral con la doctrina recibida, máxime en el contexto de fuertes presiones culturales a favor de la normalización de la homosexualidad.

En suma, la comparación entre una pastoral contemporánea (representada hipotéticamente por Fiducia supplicans o similares) y la Instrucción de 2005 pone de manifiesto el núcleo de la disputa: ¿es la Iglesia libre de redefinir los requisitos vocacionales para el sacerdocio en función de la “inclusividad”? ¿O, por el contrario, debe salvaguardar ciertos límites claros, arraigados en la visión católica del orden natural y del ministerio presbiteral? Hasta ahora, la respuesta oficial se inclina por lo segundo, como atestigua la Instrucción, la cual insiste en que no se trata de rechazar o marginar a las personas con inclinación homosexual, sino de preservar la identidad y la misión del sacerdocio. Mientras, quienes abogan por una pastoral más inclusiva sienten que la Iglesia reacciona defensivamente y no aprovecha la riqueza y diversidad de experiencias de todos los fieles. Tal es la contraposición que, lejos de resolverse fácilmente, seguirá marcando el debate interno durante los próximos años. 

CONEXIÓN CON EL PENSAMIENTO DE SANTO TOMÁS DE AQUINO 

La instrucción eclesial de 2005, en la que se excluye del sacerdocio a quienes presenten “tendencias homosexuales profundamente arraigadas”, encuentra su soporte en una visión antropológica y moral que, de un modo u otro, se remonta a la tradición tomista. Santo Tomás de Aquino (1225-1274) formuló una ética anclada en la ley natural y la recta razón, considerando la homosexualidad –a la que denomina "pecados contra naturam"– como un acto que contraviene el fin unitivo-procreativo de la sexualidad. Para Tomás, la estructura ontológica de la sexualidad varón-mujer está al servicio de la perpetuación de la especie y del mutuo auxilio, de modo que las relaciones homosexuales se desvían de la finalidad querida por el Creador.

No obstante, el análisis tomista se centra en la moralidad de los actos más que en la idoneidad para el sacerdocio. En su época, la cuestión de admitir varones homosexuales al clero no estaba planteada en los mismos términos que hoy. La disciplina eclesial medieval contemplaba sanciones penales para los clérigos que incurrían en sodomía, pero no existía un documento que excluyera, ab initio, a quienes sintieran esa inclinación. Dicho esto, la lógica subyacente en Santo Tomás –según la cual la homosexualidad entraña un desorden contra la ley natural– serviría de fundamento para una postura prudencial que encamine a la Iglesia a impedir el acceso al sacerdocio de quienes padezcan esa tendencia muy arraigada. La pregunta que emerge es si la Instrucción de 2005 sigue estrictamente la línea tomista o si adopta elementos psicológicos y pastorales propios de la modernidad.

En primer lugar, la postura de la Instrucción se califica de “pragmática” en el sentido de que no se limita a declarar que la homosexualidad es un pecado grave, sino que considera las repercusiones afectivas y relacionales que la tendencia arraigada podría tener en la vida de un sacerdote. Santo Tomás, en su tiempo, no disponía de la ciencia psicológica moderna, pero sí asumía que los vicios arraigados dificultan la virtud y, por tanto, pueden incapacitar a la persona para desempeñar ciertos oficios eclesiásticos. La Iglesia medieval era muy consciente de los escándalos que provocaban los clérigos disolutos, y la tradición canónica estableció criterios para la pureza de costumbres de los candidatos a las órdenes. Desde esta óptica, la Instrucción actúa en sintonía con la noción tomista de la virtus como hábito bueno que requiere el ejercicio continuo y la ausencia de impedimentos graves.

Sin embargo, un sector de la teología moral contemporánea discute si la etiqueta de “contra naturam” usada por Tomás en su Suma Teológica (II-II, q.154) puede proyectarse sin matices sobre la realidad psicológica que hoy llamamos “orientación homosexual”. Se argumenta que Tomás, en su contexto, no distinguía con precisión entre actos esporádicos, tendencias profundas y otros matices modernos. Desde luego, la Iglesia actual, inspirada en el tomismo, pero también en desarrollos ulteriores, diferencia la inclinación en sí (no pecaminosa) de los actos homosexuales. Aun así, el calificativo “objetivamente desordenada” (CIC, n.2358) para la inclinación deriva de la misma lógica: la meta de la sexualidad es la unión conyugal entre hombre y mujer, y un deseo que se orienta a otro fin se desvía del plan natural.

Si bien Santo Tomás no habla explícitamente de la idoneidad sacerdotal en este contexto, su principio de que “lo que se aparta del fin natural es pecado” (S.Th., II-II, q.154, a.11) sustenta la concepción de que la homosexualidad representa un obstáculo moral. La Instrucción, por su parte, da un paso adicional al proponer un criterio institucional: no se puede ordenar a quien presente esa inclinación, no por una condena global a la persona, sino porque, según este documento, la homosexualidad afectaría la configuración psicológica necesaria para la paternidad espiritual. Tomás, teóricamente, sí reconocía la paternidad espiritual como esencial al ministerio de la cura de almas: el sacerdote, alter Christus, debe relacionarse con la comunidad como un padre, y ello presupone un orden afectivo en sintonía con la ley natural.

Ahora bien, ¿se justifica desde la perspectiva tomista esta exclusión preventiva? Algunos críticos señalan que tal exclusión podría ser desproporcionada, pues un hombre con inclinación homosexual podría, apoyado por la gracia, vivir en perfecta castidad. La respuesta que podría ofrecer un tomista estricto es que la Iglesia, como mater et magistra, debe ejercer prudencia para evitar que un vicio arraigado ponga en riesgo la santidad del ministerio. Del mismo modo que hay otros impedimentos (p. ej., graves problemas psíquicos, dependencia de sustancias, etc.), la inclinación homosexual fortemente establecida se convertiría en un impedimento práctico para el recto ejercicio del sacerdocio. No se trata únicamente de la moralidad del acto, sino de la estabilidad psico-afectiva. Esa perspectiva, en cierto modo, va más allá de la ortodoxia doctrinal y penetra en el campo psicológico, algo que Tomás no exploró en detalle. Por eso, se puede afirmar que la Instrucción introduce consideraciones pastorales y psicológicas contemporáneas, sin romper con la esencia de la ética tomista.

Además, se aprecia que la Instrucción no califica directamente la inclinación homosexual como pecado personal; usa un lenguaje de “incompatibilidad” con el ministerio. Esto, de nuevo, resulta cercano al tomismo en cuanto reconoce que hay realidades objetivas que pueden malograr la virtud de la castidad y la eficacia pastoral. El realismo antropológico de Santo Tomás sugiere que la virtud necesita una base de recta afectividad; si las pasiones se hallan desordenadas, la prudencia, la templanza y la fortaleza se verían comprometidas.

En cuanto a si la postura de la Instrucción se corresponde con la integralidad del pensamiento tomista, es innegable que hay un desarrollo histórico. El mismo Santo Tomás no contempló la psiquiatría, ni mucho menos las teorías del inconsciente. Sin embargo, la moral católica postconciliar y posterior a la revolución sexual se ha nutrido de elementos de la psicología para comprender mejor la dinámica de la afectividad. Así, la Instrucción bebe de la modernidad en su aproximación práctica, evaluando la estabilidad emocional y la sana relación con hombres y mujeres como requisitos. Pero la base conceptual –la idea de que la homosexualidad es contraria a la ley natural y dificulta la virtud– es claramente tomista, aunque con un matiz pastoral y psicológico.

Por último, cabe señalar que Santo Tomás veía la vocación sacerdotal como una elevación por encima de la simple vida laical, requiriendo un grado especial de santidad y virtud. La Iglesia, pues, al exigir en la Instrucción que el candidato no porte una inclinación homosexual arraigada, se sitúa en la misma línea de exigencia en la que se pedía evitar irregularidades y defectos graves que perjudicaran la vida clerical (según la teología sacramentaria del siglo XIII). De modo que la lógica interna no se contradice con el tomismo, sino que lo aplica de forma diferenciada a la realidad de la formación sacerdotal actual.

En definitiva, la Instrucción puede entenderse como un heredero prudente de la perspectiva de Santo Tomás de Aquino, aunando la premisa de que la homosexualidad se opone a la ley natural con la constatación de que las tendencias afectivas pueden obstaculizar la madurez necesaria en un ministro ordenado. No se trata de una mera adaptación superficial, sino de una profundización en la línea tomista, adecuada a los desafíos de nuestro tiempo. Sin embargo, el énfasis psicológico y la metodología pastoral de hoy no estaban en el foco de Tomás, lo que muestra que la Iglesia, si bien anclada en la tradición, también responde a la realidad moderna para articular su disciplina. 

RELACIÓN CON EL TRATAMIENTO DE LA HOMOSEXUALIDAD EN DANTE

La Divina Comedia de Dante Alighieri (1265-1321) es uno de los textos literarios más influyentes del Medievo y de la tradición cristiana en general. En su obra, Dante refleja la concepción teológica y moral de su época, si bien con matices personales y poéticos. La homosexualidad, o sodomía, aparece especialmente en el Infierno (canto XV y XVI) y en el Purgatorio (canto XXVI). La presentación de estos personajes y la gradación de la culpa muestran, según algunos intérpretes, una evolución en la visión del poeta: en el Infierno se describe a los sodomitas como condenados por su pecado violento contra la naturaleza, mientras que en el Purgatorio se les ubica entre quienes pecaron por excesos en la concupiscencia. No se revoca la idea de que sea un pecado, pero se introducen matices de compasión y comprensión.

Según la lectura tradicional, Dante cataloga la sodomía como un pecado grave, una “violencia” contra Dios y su creación, por contradecir el fin natural del acto sexual. Sin embargo, en el Purgatorio, los homosexuales aparecen junto a los lujuriosos heterosexuales, distinguiéndose únicamente por marchar en dirección contraria en la séptima cornisa. Allí, se percibe que Dante otorga una suerte de atenuante: la sodomía se equipara a un amor excesivo e indebido, pero no se insiste tanto en la dimensión de violencia como en el Infierno. Este contrapunto indica la complejidad con que Dante abordó el tema.

En contraste, la Instrucción de 2005 no distingue grados ni tipos de homosexualidad en relación con la vocación sacerdotal: cualquier candidato con tendencias homosexuales arraigadas es excluido. Desde la perspectiva dantesca, podría argumentarse que no todos los homosexuales están “en el anillo más profundo” (por analogía) y que puede haber casos menos graves o con menor adscripción voluntaria. Dante muestra un avance desde la concepción de la sodomía como un pecado contranatura (Infierno) hacia la idea de un exceso amoroso que requiere purificación (Purgatorio). La Iglesia actual, sin embargo, no está evaluando la gradación moral del pecado en términos literarios, sino que determina la idoneidad para el sacerdocio desde criterios disciplinares.

¿Ofrece Dante un modelo alternativo de comprensión de la homosexualidad? En parte, sí, porque su obra, pese a la firmeza en la condena del acto, deja espacio para la empatía con quienes lo practicaron. El encuentro de Dante con Brunetto Latini y con los tres florentinos (Infierno XVI) evidencia un profundo respeto por la persona del maestro o de los compatriotas, aun en la condenación eterna que sufren. Este respeto y admiración humana contrastan con el veredicto inapelable que la teología de su época dictaba sobre el acto sodomítico. El poeta revela un conflicto moral: la repulsión por el pecado versus la estima por el pecador. En el Purgatorio, el conflicto se matiza con la presentación de la posibilidad de expiar ese pecado si se acoge la gracia divina.

No obstante, la Comedia no implica que Dante aceptara la legitimidad de las relaciones homosexuales. Siguiendo la doctrina de su tiempo, Dante ubica a los sodomitas como pecadores. La diferencia con la Instrucción radica en que esta no describe un “gradiente de culpa” o la posibilidad de purgación, sino que establece una norma de acceso al ministerio ordenado. En Dante, la homosexualidad se plantea como un pecado personal que, tras la muerte, merece castigo o purificación. En la Instrucción, la cuestión se enfoca antes de la ordenación, buscando prevenir problemas en el ejercicio del ministerio.

Por otra parte, la mirada “evolutiva” de Dante (Infierno vs. Purgatorio) podría interpretarse como un reflejo de la complejidad pastoral que, siglos después, se discute en la Iglesia. Hoy algunos sugieren que la Iglesia tome un enfoque más “purgatorial”, distinguiendo situaciones, valorando las intenciones y la sincera búsqueda de Dios en las personas con orientación homosexual. Pero la Instrucción se mantiene en la línea de la prevención: no se juzga la “buena intención” del individuo, sino que se considera la tendencia homosexual arraigada un obstáculo objetivo, independientemente de la voluntad subjetiva o la calidad moral de la persona.

Además, la relación de Dante con la homosexualidad contiene un elemento literario y cultural: la Florencia medieval tenía una reputación de tolerancia o difusión de esa práctica, y no pocos personajes ilustres la habían practicado. El poeta, orgulloso de su ciudad, se debate entre el cariño hacia sus conciudadanos y el horror al pecado. La Instrucción, por su parte, se redactó en el contexto de la modernidad tardía, en la que las sociedades occidentales se vuelcan hacia la normalización jurídica y social de la homosexualidad, y se pide a la Iglesia una postura acorde a esa evolución. La respuesta eclesial, sin embargo, no se ha ablandado en la doctrina, aunque sí ha adoptado un lenguaje más pastoral que el de épocas anteriores.

En lo referente al sacerdocio, Dante no aborda el tema de la vocación homosexual de forma directa; el suyo es un texto sobre la salvación o condenación de las almas después de la muerte. Pero su tratamiento literario del pecado sodomítico indica que el genio toscano comprendía la dimensión compleja de la atracción homosexual: un amor excesivo, desviado de su finalidad natural, pero no siempre igual en su culpabilidad subjetiva. La Instrucción, en cambio, opera en clave disciplinar, un campo distinto al literario: no pretende poetizar la homosexualidad, sino prevenir la ordenación de quienes, a su juicio, no reúnen las condiciones.

En conclusión, la visión de Dante no contradice la doctrina católica tradicional sobre la homosexualidad, pero ofrece una perspectiva matizada sobre el pecado. La Instrucción de 2005, en cambio, es más tajante al excluir del sacerdocio a toda persona con tendencias homosexuales profundamente arraigadas. Así, no existe una apertura a las “gradaciones” del pecado homosexual que Dante insinúa entre Infierno y Purgatorio. Si se quisiera utilizar a Dante como modelo alternativo de comprensión, se podría argumentar que la Iglesia debería ver la homosexualidad con mayor matiz, permitiendo a algunos candidatos con inclinaciones moderadas la posibilidad de vivir un proceso de purificación. Sin embargo, la prudencia institucional de la Instrucción apunta a evitar cualquier riesgo, postura que, por su lógica, no encuentra contradicción frontal con Dante, pero sí difiere en la forma de acercarse al fenómeno.

Impacto en la crisis del clero y los escándalos sexuales 

La Instrucción de 2005 insinúa que la homosexualidad puede obstaculizar “una correcta relación con hombres y mujeres” y tiene “consecuencias negativas” para la vida sacerdotal. Si bien el texto no entra en detalles, existe un trasfondo evidente: en el marco de la crisis de abusos sexuales que ha sacudido a la Iglesia, una parte significativa de los casos implica a menores varones y a adolescentes del mismo sexo, lo que ha suscitado investigaciones sobre la proporción de abusos cometidos por sacerdotes con inclinaciones homosexuales. Por ello, algunos observan en esta norma vocacional una reacción preventiva para alejar a candidatos con riesgo de incurrir en conductas escandalosas.

Fray Nelson, en sus análisis sobre la presencia de homosexuales en el clero, plantea que una parte de los escándalos por abusos a menores, o incluso la formación de “lobbies gays” en ciertos ambientes eclesiásticos, está vinculada a la homosexualidad activa tolerada en seminarios y casas religiosas. Desde esta perspectiva, la restricción vocacional se ve como una medida legítima para proteger la santidad del ministerio y evitar que se reproduzcan círculos de encubrimiento o complicidad. Así, se argumenta que la homosexualidad no sólo es “una tentación más”, sino que podría acarrear dinámicas de poder y afectividad más complejas en la vida clerical.

Quienes critican la Instrucción como “reacción desproporcionada” argumentan que no todos los abusadores son homosexuales y que la mayoría de las personas con esta orientación no cometen delitos. Por tanto, excluir preventivamente a todo candidato con tendencias homosexuales arraigadas sería injusto y discriminatorio, pudiendo privar a la Iglesia de potenciales sacerdotes virtuosos. Además, los críticos señalan que la pedofilia y la efebofilia constituyen desórdenes específicos, distintos de la orientación homosexual adulta. La Instrucción, sin embargo, no equipara automáticamente la homosexualidad con el abuso, sino que insinúa un problema de “desajuste sexual” que impide la madurez del futuro sacerdote.

Para comprender el impacto de esta postura en la crisis del clero, conviene distinguir varios niveles:

  1. Formación afectiva en seminarios: Una de las causas señaladas en los escándalos fue la formación deficiente en la vida afectiva y sexual de los seminaristas. Se hallaron casos de rectores permisivos o negligentes, tolerancia de conductas homosexuales, etc. La Instrucción de 2005 aparece para establecer un criterio claro: si alguien manifiesta una tendencia homosexual arraigada o milita en la “cultura gay”, no debe ser admitido. De esta manera, se busca evitar la perpetuación de redes o ambientes donde la praxis homosexual se normalice, y con ello, reducir la probabilidad de abusos.
  2. Disciplina eclesiástica: En varios países se comprobó que obispos encubrieron a clérigos abusadores, lo cual desató fuertes críticas a la jerarquía. Con la norma vocacional, se intenta también reforzar la responsabilidad episcopal: el obispo, al llamar a las órdenes, debe asegurarse de que el candidato no presente esa tendencia incompatible. Esto supone un control más estricto de la idoneidad sexual-psicológica del seminarista. Claro que no todos los obispos la aplican con igual rigor, generando disparidad en las líneas pastorales.
  3. Percepción pública: La opinión pública, a menudo, relaciona los escándalos con el celibato y, en algunos casos, con la homosexualidad. Ante esto, la Iglesia, con la Instrucción, envía el mensaje de que no es el celibato en sí el problema, sino la inmadurez afectiva o la inclinación homosexual arraigada de algunos sacerdotes. Así, se intenta recuperar credibilidad mostrando que se toman medidas concretas para prevenir futuros escándalos. Sin embargo, para ciertos sectores, esta respuesta suena a “chivo expiatorio”, al culpar a la homosexualidad en lugar de reconocer otros factores.
  4. Distorsiones pastorales: No faltan quienes interpretan la Instrucción como una “cacería de brujas” contra seminaristas con inclinación homosexual, sin distinguir casos. Tal distorsión puede generar temor y falta de honestidad en la confesión de la propia realidad afectiva, con el efecto contrario al deseado. Se exige un acompañamiento sensato, capaz de discernir la verdadera madurez y no sólo la orientación.

Comparado con el análisis de Fray Nelson, la motivación de la Iglesia para excluir a candidatos homosexuales se refuerza con argumentos de índole sociológica y moral: la afectividad homosexual activa en el clero produce o puede producir dinámicas de poder, relaciones secretas y chantajes que erosiona la rectitud sacerdotal. Este debate no es nuevo: ya en la Edad Media se deploraban escándalos de sodomía en monasterios, y la solución era la disciplina estricta. La novedad es que hoy existe una cultura global que considera la homosexualidad legítima y promueve la inclusión, por lo que la postura de la Instrucción se ve contracorriente y es acusada de discriminatoria.

En definitiva, la restricción vocacional podría considerarse una respuesta “legítima” si se asume que la Iglesia tiene no sólo el derecho, sino la obligación de garantizar la idoneidad de sus ministros. El sacerdocio no es un derecho humano, sino una vocación eclesial. Si la jerarquía, a la luz de su experiencia histórica, concluye que la homosexualidad arraigada es incompatible con la configuración sacerdotal, se trataría de un juicio prudencial que la comunidad eclesial debe respetar. Por otro lado, si algunos estiman que la medida generaliza y demoniza la homosexualidad, convendría profundizar en la causa precisa que la Instrucción ve como incompatible: ¿es la mera inclinación homosexual o su arraigo que impide la independencia afectiva exigida por el celibato?

Además, la Instrucción no niega la posibilidad de que existan hombres con atracción homosexual que vivan en castidad y tengan cualidades espirituales, sino que considera que su ordenación implicaría riesgos y conflictos relacionales. Desde un punto de vista teológico, se arguye que el sacerdote debe ser icono de Cristo Esposo, y la homosexualidad sería un obstáculo para encarnar ese signo esponsal con la Iglesia. En la crisis de abusos, esta signatividad nupcial se ha visto erosionada, y la Iglesia pretende restaurarla salvaguardando la figura varonil orientada naturalmente a la donación a la Iglesia-Esposa.

En conclusión, el impacto de la Instrucción en la crisis del clero y los escándalos sexuales es doble: por un lado, busca brindar una respuesta a los abusos y a la desconfianza hacia la formación sacerdotal, ofreciendo un criterio claro para la admisión; por otro lado, genera debate sobre si es excesiva la generalización que equipara toda inclinación homosexual arraigada a un riesgo objetivo. El análisis de Fray Nelson y otros autores sugiere que hay una correlación significativa entre la presencia de una cultura homosexual en ciertos seminarios y los abusos, si bien no es la única causa. La Iglesia, a través de la Instrucción, opta por una postura conservadora y preventiva, coherente con su doctrina moral y su necesidad de erradicar escándalos. Otros, en cambio, critican la medida al considerarla discriminatoria y no necesariamente eficaz para evitar abusos, dado que la pedofilia y la efebofilia son fenómenos distintos a la homosexualidad adulta. Sea como fuere, la norma sigue vigente y representa la respuesta oficial a un problema que combina aspectos teológicos, pastorales y de integridad eclesial.

REFLEXIONES

Los análisis desarrollados en torno a los errores contemporáneos en la Iglesia –particularmente la pretendida validación de una identidad “LGBT católica”– ponen de relieve que la cuestión central no es únicamente lo que el individuo practica, sino también lo que proclama y defiende como enseñanza. En otras palabras, la Iglesia ha insistido en que el bautizado, llamado a configurarse con Cristo, debe alinear su pensamiento con el Evangelio, aun cuando su condición humana sea frágil y proclive al pecado. Quien cae en pecado puede levantar la mano y recurrir a la misericordia divina, pero siempre reconociendo su error y evitando la justificación del acto o la actitud.

La auténtica doctrina católica sobre la sexualidad parte de la premisa de que existen actos objetivamente desordenados (entre ellos la práctica homosexual), sin por ello negar la posibilidad de conversión ni la dignidad de la persona. Se subraya que la raíz del conflicto no es la tentación o la inclinación en sí, sino la postura que se adopta frente a ella. Así, alguien que, por debilidad, recae en un comportamiento contrario al Evangelio, pero permanece consciente de su error y busca la gracia y la corrección, se sitúa en un ámbito de posible reconciliación. Por el contrario, si una persona declara públicamente su orgullo de vivir en un estado o “identidad” contraria a la ley de Cristo, asume, de facto, la condición de “pecador público” que no desea cambiar.

Este criterio se aplica también a la distinción entre quien vive “en el closet” por respeto al orden social cristiano –reconociendo que sus caídas o tendencias requieren conversión– y quien demanda a la Iglesia modificar su doctrina para adaptarla a su propia visión. La postura católica enfatiza la necesidad de profesar la verdad que Cristo enseña, más allá de las debilidades personales. De ahí que el conflicto con el llamado “LGBT católico” no radique solo en la conducta, sino en la pretensión de imponer una mentalidad opuesta a la antropología cristiana.

En suma, la Iglesia no exige la perfección absoluta antes de admitir la comunión eclesial, sino la voluntad sincera de adherirse al pensar y al obrar de Jesucristo, reconociendo los pecados personales y evitando su justificación pública como si fueran legítimos. 

CONCLUSIÓN

A lo largo de las reflexiones que hemos expuesto en este extenso desarrollo —cubriendo elementos filosóficos, teológicos, históricos y pastorales— se ha intentado iluminar el trasfondo y las repercusiones de los errores contemporáneos en torno a la homosexualidad en la Iglesia católica, la postura que algunos denominan “LGBT católica” y la forma en que el naturalismo y otras corrientes han permeado la teología, generando posturas potencialmente heréticas o al menos contrarias a la enseñanza constante de la Tradición. A continuación, presento unas conclusiones integradoras, que buscan articular la síntesis final de todo lo expuesto.

1. El trasfondo filosófico: del naturalismo al subjetivismo

Uno de los ejes transversales que explican la atmósfera cultural en la que surgen las reivindicaciones “LGBT católicas” es la herencia del naturalismo, entendida como la doctrina que reduce la realidad a su dimensión puramente inmanente, negando o relativizando lo sobrenatural. Este naturalismo ha experimentado variantes, como el cientificismo, el materialismo y un racionalismo que, al irrumpir en la modernidad, transformó la noción de la ley natural en un mero producto cambiante de la historia y la sociedad. Dentro de la historia del pensamiento católico, ciertos movimientos —por ejemplo, el escotismo, el ockhamismo y posteriormente ciertas tendencias del luteranismo— propiciaron la erosión de la gran síntesis tomista que buscaba armonizar la naturaleza y la gracia, la ley eterna y la ley natural, la verdad revelada y la razón.

En el mismo sentido, la Reforma protestante introdujo el “libre examen” y un tipo de subjetivismo teológico que, con los siglos, permeó la cultura occidental, generando una concepción de la moral cada vez más volcada a la autonomía individual. El jansenismo, si bien parecía riguroso en lo moral, se apoyaba en un antropologismo pesimista que, paradójicamente, terminaría facilitando la posterior ruptura con la idea de que la naturaleza humana puede recibir la gracia para obrar el bien. Por su parte, corrientes teológicas modernas como el rahanerinismo plantearon una apertura antropocéntrica que, en ciertos extremos, minusvalora el criterio objetivo de la ley natural y se centra en la experiencia existencial del individuo.

El subjetivismo resultante se tradujo en la idea de que la Iglesia podría modificar su enseñanza acerca de la sexualidad (incluyendo la homosexualidad) en virtud de nuevos datos científicos o de cambios socioculturales. Sin embargo, la doctrina católica sobre la sexualidad, anclada en la concepción de la naturaleza humana y la Revelación, sostiene que las normas morales no dependen de la evolución cultural sino de la verdad objetiva inscrita por Dios en la creación. Negar esto implicaría abrazar un relativismo moral incompatible con el corazón de la fe católica.

2. Raíces teológicas y la centralidad de la Revelación y la Tradición

Desde una perspectiva teológica, la Iglesia no fundamenta su enseñanza sexual en meras convenciones históricas, sino en la Palabra de Dios y la Tradición viva. En la Escritura, concretamente en textos como Gén 1-3, Rom 1, 1 Co 6, etc., se advierte que la práctica homosexual se considera contraria al orden divino. Los Padres de la Iglesia y la escolástica medieval (cfr. Santo Tomás de Aquino, especialmente) lo configuraron como un “pecado contra natura”, en cuanto la orientación sexual masculina-femenina es un diseño creador con fines unitivo-procreativos. Más aún, la Iglesia ha interpretado de manera uniforme, a lo largo de siglos, que la sodomía —o actos homosexuales— contradicen la recta razón y la ley natural, lo cual dista de ser un mero tabú cultural.

La hipótesis de que la moral puede “evolucionar” hasta legitimar la práctica homosexual arrastra la concepción protestante de la mutabilidad doctrinal según el “progreso histórico”. Sin embargo, el magisterio católico, especialmente desde Pablo VI con Humanae Vitae, Juan Pablo II con la Teología del Cuerpo, Benedicto XVI con su énfasis en la verdad y la caridad, y el Papa Francisco reafirmando la imposibilidad de bendecir uniones homosexuales, deja claro que no es posible una “revolución moral” en la Iglesia que convalide el acto homosexual. Puede cambiar la pastoral y el tono de acogida, pero no la sustancia doctrinal. En este sentido, la dimensión teológica reitera la distinción entre la persona (siempre digna y amada por Dios) y la conducta desordenada, que la Iglesia no puede aprobar.

Asimismo, a lo largo de los debates contemporáneos se constata que el discurso teológico divergente —por ejemplo, el que apoya un “matrimonio igualitario” o la supuesta licitud de la identidad “LGBT católica”— a menudo no se apoya en los fundamentos de la Revelación ni en la Tradición, sino en interpretaciones extrínsecas: la psicología actual, la sensibilidad cultural o la demanda de no discriminar. Pero la enseñanza católica ya reconoce la no discriminación a la persona sin por ello cambiar la moral. Dicho de otro modo, la Iglesia no niega la compasión y la acogida a quien tiene tendencias homosexuales, pero rechaza equiparar esas tendencias a una “identidad alternativa” moralmente buena.

3. El problema de los “postulados heréticos o erróneos” sobre la identidad “LGBT católica”

El eje crítico, reiterado en varias secciones, radica en la autoidentificación como “LGBT católico” que, por un lado, reivindica la plena adhesión a la doctrina católica (al menos nominalmente) y, por otro, propone un cambio sustancial: la normalización de la conducta homosexual o la autopercepción de género divergente. Esto incurre en múltiples “postulados erróneos”, y en ciertas formulaciones, en tesis heréticas que contradicen la antropología cristiana y la soteriología. Entre tales postulados se encuentran:

  1. La afirmación de que la Iglesia habría malinterpretado las Escrituras y la Tradición en relación con la homosexualidad, y que el verdadero sentido bíblico no condenaría las relaciones amorosas entre personas del mismo sexo.
  2. La demanda de que el magisterio católico revoque su juicio moral milenario y reconozca el amor homosexual como una forma legítima de amor cristiano.
  3. La presunción de que la experiencia subjetiva (la “conciencia personal” o la “cultura”) pueda imponerse por encima de la norma objetiva, desvirtuando la noción misma de ley natural y de la universalidad de la moral católica.
  4. El llamado a modificar la disciplina de los sacramentos, sobre todo el del Orden, para que los candidatos homosexuales profundamente arraigados sean admitidos al sacerdocio sin cuestionamientos sobre su orientación.

Estos postulados muestran la infiltración de un naturalismo secular —que ve las pulsiones y la autopercepción como inapelables— y un cierto “libre examen” en la teología, con similitud a las tesis protestantes que fracturaron la unidad eclesial en el siglo XVI. Cuando este discurso se asume dentro de la Iglesia, se produce una tensión no solo pastoral, sino doctrinal, dado que se confunde la bondad intrínseca de la persona con la legitimidad de actos contrarios al orden querido por Dios.

4. La cuestión pastoral: acogida y disciplina

Uno de los debates clave es la aparente contraposición entre una “pastoral inclusiva” y la disciplina eclesial que establece límites. Sin duda, la Iglesia católica, especialmente desde el Concilio Vaticano II, ha intensificado el lenguaje de la misericordia y la cercanía con quienes viven en situaciones difíciles. Se insiste en que nadie debe ser objeto de vejaciones ni insultos por su orientación sexual, y que la Iglesia rechaza la discriminación injusta. Sin embargo, esto no implica homologar las relaciones homosexuales con el matrimonio ni bendecir uniones del mismo sexo.

Respecto al sacerdocio, la Instrucción de 2005 —que excluye del seminario y de las órdenes sagradas a quienes tengan tendencias homosexuales profundamente arraigadas— no se erige en antagonismo con la pastoral, sino que se presenta como una salvaguarda de la misma. Dado que el sacerdote debe encarnar la figura de Cristo Cabeza y Esposo, la Iglesia juzga que la inclinación homosexual arraigada dificulta objetivamente esa configuración esponsal, además de plantear posibles desajustes afectivos y problemas relacionales. El criterio, por supuesto, ha sido criticado por algunos como “discriminatorio”, pero la Iglesia defiende su derecho y deber de discernir la idoneidad vocacional a la luz de la antropología cristiana.

En tal sentido, la pastoral católica equilibrada no consiste en aprobar o bendecir el pecado, sino en acompañar a la persona con la verdad y la caridad. La caridad auténtica exige advertir sobre la gravedad de los actos homosexuales —u otros pecados— y orientar hacia la conversión, la castidad o, en su caso, la continencia total. Para la Iglesia, no basta con “aceptar” al otro en su condición; se quiere la salvación de su alma, lo que implica integrarlo en la gracia y ayudarlo a acoger la cruz del autodominio. Por eso se subraya que la acogida no es condescendencia, sino acompañamiento esperanzador.

5. Reflexiones sobre Dante, Santo Tomás y el contexto literario

La aproximación literaria de Dante Alighieri en la Divina Comedia, donde la sodomía aparece condenada en el Infierno y matizada en el Purgatorio, ilustra que la cuestión de la homosexualidad se ha considerado pecado en la tradición cristiana, pero no niega la diversidad de matices a la hora de entender la responsabilidad subjetiva y la posibilidad de conversión. Aun así, la Iglesia no extrae su magisterio de la ficción literaria, sino de la Revelación y la interpretación teológica a lo largo de los siglos. La resonancia con Dante sugiere que siempre ha existido una tensión entre la condena objetiva del acto y la compasión por la persona; el catolicismo promueve ambos aspectos, sin ceder en su doctrina.

Por otro lado, Santo Tomás de Aquino representa la referencia principal de la ética católica, al consolidar la noción de pecado contra natura y fundamentar la moral sexual en la ley natural y la recta ratio. Este bagaje tomista subyace en las posiciones contemporáneas del Magisterio, que, aun incorporando consideraciones psicológicas modernas, no revoca la verdad esencial: la inclinación homosexual contradice el fin natural de la sexualidad. Por ello, se califica de “objetivamente desordenada”. La Iglesia, fiel a esa visión, no puede decretar lo opuesto a la tradición que la sostiene.

6. La dimensión disciplinar y la crisis del clero

El contexto de los escándalos sexuales ha agudizado el debate en torno a la admisión de varones con inclinación homosexual al sacerdocio. Diversas voces, como Fray Nelson, han vinculado la alta incidencia de abusos a menores varones con la infiltración de un “lobby gay” en ciertos seminarios. Otros, en cambio, niegan la correlación automática entre la homosexualidad y la pederastia, y ven la Instrucción de 2005 como una reacción desproporcionada. De todos modos, la Iglesia esgrime un argumento no meramente punitivo o basado en la causalidad de abusos, sino un argumento teológico: la homosexualidad afectaría la madurez afectiva y la simbología esponsal del sacerdote. En definitiva, la postura de la Iglesia se enmarca en su potestad de discernir a quién confiere el ministerio sagrado.

Por tanto, este aspecto disciplinar alude a la identidad sacerdotal y a la configuración con Cristo Cabeza y Esposo de la Iglesia. En la Iglesia católica, el sacerdote no ejerce un oficio meramente funcional, sino que representa sacramentalmente a Cristo. Esto conlleva una serie de requisitos, entre ellos la recta afectividad. Para la Iglesia, la restricción no es una discriminación en el sentido secular, sino la aplicación de su criterio pastoral y su doctrina antropológica. Se podrá discutir la proporcionalidad, pero no se puede negar la coherencia teológica con la visión católica de la sexualidad y del orden sagrado.

7. Último horizonte: la necesidad de una proclamación valiente de la verdad

Vistas las múltiples facetas de la cuestión —filosófica, teológica, pastoral, disciplinaria—, se desprende que la Iglesia necesita proclamar con valentía la verdad sobre la sexualidad, al tiempo que muestra la misericordia de Cristo a todos los pecadores. La confusión actual radica, en buena medida, en la dificultad para mantener un lenguaje claro en un entorno cultural hostil o reacio a la noción de pecado. El catolicismo no rechaza a las personas con tendencias homosexuales; las invita a la santidad, ofreciendo la gracia para la continencia y la amistad con Dios. Pero tampoco niega la existencia de actos gravemente desordenados ni la incompatibilidad de un estilo de vida homosexual con la vocación sacerdotal o con la vida conyugal católica.

Se enfatiza que el foco del cristianismo no está en “perfeccionarse a uno mismo” según la carne, sino en dejarse transformar por Cristo. Todos somos pecadores y estamos llamados a la conversión. Cuando alguien promueve “orgullosamente” su estado de vida homosexual y, además, pretende que la Iglesia lo avale, se coloca en un plano contradictorio al Evangelio que invita a “arrepentirse y creer” (Mc 1,15). De ahí que la Iglesia califique a quien se proclama “LGBT y católico” en el sentido de normalizar su conducta, sin voluntad de cambio, como un “pecador público” que defiende su pecado, equiparable a otras situaciones de exhibición de grave desorden moral.

8. Conclusión final y mirada a futuro

En definitiva, las reflexiones aquí reunidas convergen en un núcleo de conclusiones:

1. La perspectiva católica sobre la sexualidad —incluida la homosexualidad— está arraigada en la ley natural, la Revelación bíblica y la Tradición, sintetizadas por la gran teología escolástica, en especial la de Santo Tomás de Aquino. Pese a los desarrollos pastorales y la sensibilidad contemporánea, esa enseñanza esencial no puede cambiar sin que la Iglesia traicione su propia identidad.

2. La “identidad LGBT católica” se ve como contradictoria cuando pretende normalizar la práctica homosexual o negar su carácter desordenado. El problema no es sólo la conducta en sí, sino la pretensión de que la Iglesia transforme su doctrina o bendiga ese modo de vida.

3. Las corrientes naturalistas y subjetivistas, nutridas del cientificismo moderno y la ideología de género, han penetrado ciertos ambientes eclesiales y han generado confusión. Pero la respuesta de la Iglesia sigue firme: la moral objetiva no se sujeta a mayorías sociológicas ni a avances seudocientíficos que descartan la dimensión trascendente del hombre.

4. La pastoral de acogida debe distinguir entre la persona (a la que se ama y se respeta) y los actos o estilos de vida que contradicen la ley divina. Por ello, la Iglesia rechaza la discriminación injusta, mas no la disciplina legítima que excluye actos y relaciones contrarias a la moral evangélica. En la formación sacerdotal, el principio de prudencia conduce a no admitir a quienes tengan tendencias homosexuales arraigadas.

5. A nivel disciplina-responsabilidad eclesial, la instrucción de 2005 sobre el sacerdocio se concibe como un modo de proteger la integridad del ministerio y prevenir escándalos o desórdenes. Su fundamento no es meramente histórico o reactivo, sino teológico-pastoral, relacionado con la identidad nupcial del sacerdocio y la necesidad de plena madurez afectiva.

6. Las posturas heréticas o potencialmente heréticas emergen en cuanto se exige que la Iglesia reinterprete la Escritura, la Tradición y su propia antropología para convalidar la homosexualidad. Asimismo, la autosuficiencia de quienes declaran orgullosamente un estilo de vida contrario a la moral, pretendiendo ser “buenos católicos”, roza la herejía en la medida en que rehúsa la corrección que nace de la fe y de la ley divina.

7. Mirando al futuro, la Iglesia previsiblemente seguirá enfrentando presiones para “modernizar” su enseñanza. No obstante, la solidez de la doctrina católica, que ve en la sexualidad varón-mujer un plan divino inmutable, impide un cambio de paradigma. El desafío pastoral será acompañar con mayor delicadeza y amor a las personas con tendencias homosexuales, brindándoles un camino de santificación, pero sin diluir la verdad moral.

8. Por último, la coherencia interna exige armonizar lo que se profesa y lo que se vive. El católico no puede servirse de la retórica de la inclusión para legitimar un pecado; al contrario, la misericordia de Cristo invita a la conversión y a la escucha de la Iglesia. El hombre, en su estado de naturaleza caída, es indigno, pero la gracia lo dignifica si se somete al señorío de Cristo y a la ley de la Iglesia. El que alardea de su pecado y se niega a cambiar asume una postura opuesta al Evangelio.

En conclusión, el consenso de toda la tradición católica, amparado por la coherencia filosófica y teológica que se remonta a los Padres y a Santo Tomás, y aplicado en la disciplina contemporánea, deja claro que la Iglesia no puede asimilar las demandas de una cultura que presenta la homosexualidad como identidad legítima y busca equipararla al matrimonio. Se mantiene la distinción entre pecado y pecador, la no discriminación de la persona y la exclusión de la conducta. La postura católica actual no se reduce a defender la moral de siempre por inercia, sino que encarna la convicción de que el plan de Dios para la sexualidad humana trasciende las modas históricas y, lejos de ser un yugo, es una luz para la auténtica libertad y realización del hombre. Por consiguiente, lo que se reclama no es la perfección previa del individuo, sino su asentimiento intelectual y de voluntad a la forma de pensar y vivir que el Evangelio enseña, aun en medio de la fragilidad. Así, la Iglesia conserva su identidad y ofrece un testimonio de verdad y misericordia a un mundo necesitado de orientación y esperanza.

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