Veritas in Christo

 Opinión

LA VERDAD EN CRISTO: RECONDUCCIÓN FILOSÓFICA A LA LUCHA CONTRA EL NATURALISMO

UN ENFOQUE ARISTOTÉLICO-TOMISTA PARA LA RECUPERACIÓN DE LA VERDAD DIVINA

El hombre, en su incesante búsqueda del conocimiento, se ha visto arrastrado por corrientes que, en su afán por explicar la realidad a través de la razón y la experiencia empírica, han tendido a relegar la dimensión trascendental. En la modernidad, el resplandor de la ciencia y el subjetivismo de la razón instrumental propiciaron una fragmentación del saber que, si bien impulsó el avance tecnológico, privó a la humanidad de una visión integradora y de un fundamento último. La crítica que se ha levantado contra estos enfoques —que se concretan en el naturalismo, el materialismo y, en última instancia, en un deísmo que idolatra la razón en detrimento de la revelación divina— evidencia que la emancipación del pensamiento de la verdad encarnada en Cristo no se consigue a través de la exaltación desmedida de la autonomía humana.

La tradición escolástica, en especial en su vertiente aristotélico-tomista, constituye un método de indagación riguroso y sistemático que reconoce la limitación de la razón humana y la subordina a una verdad trascendente, aquella que se revela en la persona de Jesucristo. Para los verdaderos filósofos católicos, la tarea de pensar no es un ejercicio puramente abstracto, sino un compromiso de la mente con la Verdad que libera, una Verdad que se encarna en Cristo y se confirma en la enseñanza de la Iglesia. Este paradigma, que ha sido transmitido a lo largo de los siglos, invita a reorientar el pensamiento a la luz de la fe, sin renunciar al diálogo crítico con las corrientes contemporáneas. Así, se reconoce que, a pesar de que el materialismo crítico—como el de Gustavo Bueno—ofrece herramientas para detectar inconsistencias en las filosofías que reducen la realidad a meros procesos empíricos, ningún método puede desvirtuar el axioma fundamental de que la Verdad última es Cristo, cuya persona es el centro y la medida de toda realidad.

En la modernidad, el énfasis en la observación empírica y en la división del saber condujo a una ruptura con el pensamiento integrador del medievo. La separación entre fe y razón, aunque inicialmente propulsora de grandes avances científicos, dio paso a una cosmovisión en la que la verdad se reducía a lo medible y verificable, obviando la dimensión ontológica y espiritual del ser. Esta tendencia, que hoy se evidencia en los discursos naturalistas, conduce a una reducción de la existencia humana a un mero cúmulo de átomos en movimiento, incapaces de explicar la experiencia del misterio, la belleza y la trascendencia. En contraposición, la filosofía cristiana sostiene que la razón, por muy poderosa que sea, posee límites intrínsecos que solo pueden superarse al subordinarse a la revelación divina; es en Cristo donde se encuentra el fundamento último de toda verdad, y es en la Iglesia donde esta verdad se conserva y se transmite de generación en generación.

En la modernidad se produce un giro epistemológico fundamental, en el que la observación empírica y la experimentación se erigen como métodos privilegiados para alcanzar el conocimiento. Esta época se caracteriza por la fragmentación del saber, con la especialización de las disciplinas y la ruptura del enfoque integrador que predominaba en la tradición escolástica. La modernidad impulsa, además, un individualismo y un subjetivismo que separan la razón de cualquier anclaje trascendental, lo que finalmente conduce a la autonomía de la razón humana y a la concepción de un deísmo en el que Dios es relegado a una entidad distante. Este alejamiento de la síntesis entre fe y razón ha permitido grandes avances científicos, pero a costa de perder un fundamento unificador que dé sentido a la existencia humana en su totalidad.

La postmodernidad, a su vez, exacerbó la tendencia a despojar al saber de cualquier pretensión unificadora. El pluralismo y el relativismo epistemológico, al negarse a reconocer una única metanarrativa, han fragmentado aún más el pensamiento, produciendo una desconexión entre la experiencia individual y una visión global de la realidad. Sin embargo, esta aparente libertad, que en el discurso moderno se enaltece como emancipación del hombre, resulta paradójicamente un camino hacia la confusión y la pérdida del sentido último, pues al separar la razón de cualquier referencia trascendental se abre la puerta a la ilusión de la autonomía absoluta, en la que la razón se confunde con la verdad. Los errores del deísmo filosófico, que colocan a la razón como única árbitro de la existencia, se inscriben precisamente en esta trayectoria, apartando al hombre de la experiencia vital del encuentro con lo divino.

La postmodernidad lleva al extremo el relativismo y la deconstrucción de las metanarrativas. En este periodo se cuestiona la posibilidad misma de una verdad universal, pues se rechaza cualquier pretensión de objetividad absoluta en favor de una multiplicidad de perspectivas igualmente válidas. El énfasis se desplaza hacia el análisis del lenguaje, la crítica de las estructuras de poder y la fragmentación del discurso, lo que produce una pérdida del sentido ontológico y moral. La negación de una verdad trascendental despoja al individuo de criterios fijos para discernir lo verdadero de lo falso, generando una crisis existencial en la que la verdad se vuelve contingente y relativa, y donde la unión entre el pensamiento y la revelación se diluye en el pluralismo extremo.

La filosofía contemporánea, en la que confluyen múltiples corrientes—desde el análisis lingüístico hasta la deconstrucción—se enfrenta a la dificultad de articular un proyecto integrador. El exceso de especialización y el escepticismo radical han producido una proliferación de discursos que, en su afán por desmenuzar cada aspecto de la realidad, han olvidado que el conocimiento humano debe encaminarse hacia un fin último, que es la unión con Dios. El materialismo, en tanto que insiste en explicar el mundo en términos puramente empíricos, presenta un error ontológico fundamental: al negar la posibilidad de una verdad que trasciende lo visible, priva a la existencia humana de su dimensión espiritual y de su fin último. Aquí es donde la síntesis aristotélico-tomista se muestra como un camino privilegiado, pues, al integrar la experiencia sensible con un análisis riguroso de la esencia y de la finalidad del ser, permite al filósofo reconducir el pensamiento hacia la Verdad encarnada en Cristo.

En la filosofía contemporánea se constata una pluralidad de corrientes que, aunque enriquecen el debate intelectual, han contribuido a una notable fragmentación del saber. La influencia de la filosofía analítica, el giro lingüístico y las aproximaciones deconstruccionistas han desplazado el foco hacia la estructura interna del lenguaje y de los discursos, a menudo en detrimento de la dimensión trascendental del ser. Este exceso de especialización y la tendencia a reducir la realidad a procesos físicos y cuantificables generan un materialismo que niega la posibilidad de una verdad absoluta, entendida como algo que trasciende lo meramente empírico. Frente a ello, la reintroducción del paradigma aristotélico-tomista—integrado con elementos críticos modernos—ofrece una vía para reconstruir una visión del saber que recupere la unidad y reconozca que la Verdad última no es un constructo humano, sino una revelación divina encarnada en Cristo.

El verdadero escolástico contemporáneo, que aspira a ser fiel tanto a la tradición como a los retos del pensamiento moderno, debe abrazar la autocrítica y la revisión constante de los presupuestos doctrinales. Es imperativo que, al utilizar la dialéctica—herramienta característica de la escolástica—se evite caer en fórmulas cerradas y dogmáticas. La dialéctica, entendida en su sentido más genuino, es un método de confrontación de ideas que permite no solo la síntesis de opuestos, sino también la identificación de errores y la renovación del pensamiento. De esta manera, el método dialéctico se subordina a la primacía de la fe, pues toda argumentación debe ser evaluada en función de su coherencia con la revelación divina y con la tradición inmutable de la Iglesia.

La crítica materialista de Gustavo Bueno, aunque limitada por su partida desde un postulado estrictamente materialista, ofrece elementos valiosos para detectar aquellos vestigios del naturalismo y del deísmo que han contaminado el pensamiento moderno. Su insistencia en la necesidad de fundamentar toda explicación en la realidad empírica contrasta con la amplitud de la revelación cristiana, que reconoce que el ser no puede reducirse a lo meramente observable. Sin embargo, el aporte de dicha crítica se puede aprovechar para señalar cómo los sistemas filosóficos que excluyen la dimensión trascendental fracasan en su intento de abarcar la complejidad del ser humano. Así, el escolástico moderno puede emplear esta herramienta de forma selectiva, integrándola en un marco que siempre reconozca la autoridad última de Cristo y la Verdad que Él encarna.

El naturalismo y el materialismo se erigen como corrientes que reducen la explicación de la realidad a sus aspectos físicos y mensurables, relegando o incluso negando cualquier dimensión metafísica o espiritual. El naturalismo insiste en que sólo aquello que es observable forma parte de la realidad, mientras que el materialismo eleva la materia a la condición de sustancia primordial, dejando de lado los valores, el significado y la finalidad última del ser humano. Ambas corrientes, al desvincular la razón de una referencia trascendental, abren la puerta a interpretaciones de la existencia que terminan por subordinarse a la mera autonomía de la razón, conduciendo a un deísmo en el que Dios es concebido como un ente distante. Este error epistemológico, que priva al hombre de un fundamento sólido para la moral y la existencia, es precisamente lo que la filosofía cristiana, en su síntesis aristotélico-tomista, busca corregir, reafirmando que la Verdad última reside en Cristo, fuente inagotable de sabiduría y amor.

La verdad, en este sentido, no es un constructo relativo ni una mera construcción del pensamiento humano, sino el don revelado por Dios en su Hijo. Cristo, como Verdad y Luz, se impone como el criterio absoluto al que deben someterse todas las interpretaciones y todos los sistemas de conocimiento. La filosofía católica, lejos de ofrecer un retroceso a esquemas premodernos, se presenta como una opción renovada y necesaria en un mundo que, a pesar de los avances científicos, sigue anhelando un fundamento último que dé sentido a la existencia. No es posible, por tanto, que el pensamiento se agote en la celebración de datos empíricos sin que se interroguen las grandes preguntas del ser, del fin y del bien. La integración de la razón y la fe constituye, en efecto, el reto insoslayable de nuestro tiempo.

Resulta, pues, imprescindible que el filósofo que se adentre en este camino desarrolle una formación profunda en la tradición aristotélico-tomista, pero sin perder la capacidad de diálogo con las corrientes críticas modernas. Debe aprender a utilizar la dialéctica no como un arma de disputas cerradas, sino como un instrumento de autocrítica y de síntesis que permita revelar las limitaciones de los discursos naturalistas y materialistas. En este proceso, el compromiso con la Verdad, que es Cristo, exige que cada reflexión y cada argumento se sometan a un escrutinio que trascienda lo puramente racional y se abra a la revelación divina. La sabiduría cristiana no se agota en los textos antiguos, sino que vive en la praxis de la Iglesia y en la experiencia vital de la fe, que se renueva a lo largo de los siglos sin perder su esencia.

Los errores de la modernidad, de la postmodernidad y de la filosofía contemporánea se pueden detectar cuando se examina el punto de partida de cada corriente. La modernidad, al privilegiar la autonomía de la razón, olvidó la necesidad de someterla a un fin último que solo se encuentra en la relación del hombre con Dios. El naturalismo que proliferó en este periodo llevó a una concepción de la realidad fragmentada y a una pérdida del sentido trascendental. En la postmodernidad, la negación de una verdad universal dio lugar a un relativismo que, lejos de emancipar al individuo, lo dejó desorientado y sin un criterio fijo para discernir entre lo verdadero y lo falso. La filosofía contemporánea, con su exceso de especialización y su tendencia a la deconstrucción, se ha olvidado de que la búsqueda del conocimiento debe tener como horizonte la comunión con la Verdad revelada, y es precisamente en este punto donde la síntesis escolástica cobra su sentido.

En consecuencia, el proyecto de un escolástico moderno consiste en detectar, a través de una revisión crítica de los postulados contemporáneos, aquellas desviaciones que apartan al hombre de la senda de la Verdad. Para ello es indispensable integrar en el análisis dialéctico no solo los avances de la filosofía moderna, sino también las críticas que señalan los vacíos de los sistemas materialistas y naturalistas. El filósofo cristiano debe, pues, asumir la tarea de reorientar el pensamiento hacia el cumplimiento de su fin último: la unión con Cristo, quien es la Verdad y la Luz. Esta tarea no es meramente teórica, sino que se traduce en la vida práctica del creyente, que se llama a discernir en cada aspecto del saber y de la cultura los signos de la verdad revelada.

La correcta orientación del pensamiento requiere, además, un compromiso ético y una constante autocrítica, evitando caer en el dogmatismo o en el relativismo. Se trata de construir un puente entre el rigor de la tradición escolástica y la necesidad de enfrentarse a los retos que impone el mundo moderno, sin renunciar a la fuente inmutable de toda sabiduría, que es Cristo. Así, el verdadero escolástico contemporáneo no se contenta con la mera transmisión de un legado medieval, sino que lo reinterpreta a la luz de los desafíos actuales, haciendo de la Verdad encarnada el criterio para evaluar cualquier teoría filosófica.

En definitiva, la tarea del filósofo cristiano consiste en discernir entre las propuestas que, al privar al ser humano de su dimensión trascendental, conducen a una visión fragmentada y reduccionista, y aquellas que, al integrarse en un sistema de pensamiento basado en la fe y la razón, ofrecen una perspectiva coherente y liberadora. Los errores del naturalismo y del materialismo se manifiestan cuando la razón se eleva a sí misma como única autoridad, olvidando que su fin último es la unión con Dios. Por ello, toda argumentación debe someterse al escrutinio de la revelación, que no es un obstáculo para el avance del conocimiento, sino su fundamento y su culminación.

La filosofía católica se erige, en consecuencia, como una invitación permanente a la contemplación del misterio de la fe y a la integración del saber en un marco que sitúa a Cristo en el centro. No es posible concebir la libertad del hombre sin reconocer que ésta encuentra su perfección únicamente al someterse a la ley divina, la cual se manifiesta en la Palabra de Dios y en la enseñanza de la Iglesia. Este paradigma, que ha sido expuesto en documentos como Libertas Praestantissimun o Quas Primas, permanece como la respuesta necesaria ante las ilusiones del deísmo y del relativismo, recordándonos que la verdadera libertad consiste en la obediencia amorosa a Dios, fuente y fin de toda existencia.

Así, el camino hacia la auténtica sabiduría implica, en última instancia, el reconocimiento de que la razón humana, por más aguda que sea, debe encontrar su plenitud en la Verdad que se ha revelado en Jesucristo. Sólo así se podrá reconstruir un orden del saber que no se limite a los datos efímeros de la experiencia, sino que abrace la totalidad del ser, integrando la ciencia, la filosofía y la fe en una síntesis que libere al hombre de las cadenas del error. Este es el proyecto de un escolástico moderno que, sin abandonar los métodos críticos y dialécticos, se subordina incondicionalmente a la Verdad encarnada, y por ello no puede, en ningún caso, contradecir las enseñanzas de los Papas en enciclicas como Libertas Praestantissimun (León XIII) o Quas Primas (Pio XI).

En suma, la recuperación de una filosofía verdaderamente cristiana exige una doble tarea: por un lado, profundizar en la tradición aristotélico-tomista para comprender en toda su riqueza la realidad del ser y la esencia de la Verdad; y, por otro, someter cualquier explicación al filtro de la revelación, que es la Verdad suprema en Cristo. Este esfuerzo, que requiere rigor, humildad y constante diálogo con la modernidad, se erige como el único camino para detectar y corregir los errores que han ensombrecido el pensamiento occidental, reorientando así la cultura hacia el fin último de la existencia humana: la comunión con Dios, la Verdad eterna. La filosofía católica, por ello, se presenta no como una mera tradición del pasado, sino como la respuesta viva y necesaria a los desafíos de nuestro tiempo, invitando a cada hombre a descubrir en la Palabra de Dios la luz que disipa las sombras del error y le conduce a la verdadera libertad.

Cada reflexión, cada análisis, debe ser una invitación a la conversión del pensamiento, a la integración de lo racional con lo revelado, para que el espíritu humano pueda, por fin, encontrar en Cristo la fuente inagotable de sabiduría, amor y verdad. Esta es la misión del filósofo cristiano, que ha de ser testigo incansable de la Verdad y un faro que ilumine el camino en medio de las confusas corrientes de la modernidad, la postmodernidad y la filosofía contemporánea. Solo así, en el diálogo entre la razón y la fe, se podrá restablecer el orden del saber y recuperar la unidad del ser, proclamando sin titubeos que la Verdad no es producto de la mera razón humana, sino el don inefable que Dios ha revelado en su Hijo Jesucristo, la Verdad que nos hace verdaderamente libres.

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