Una Crítica Teológico-Filosófica a la Modernidad

 Análisis

Introducción

La Modernidad, como etapa histórica y filosófica, se ha caracterizado por un rechazo sistemático de la cosmovisión cristiana, que reconoce a Dios como fuente de la verdad y del orden moral. Este rechazo ha dado lugar a un conjunto de ideologías y prácticas que han desfigurado tanto el orden natural como el sobrenatural. Entre ellas destacan la normalización de la sodomía, la exacerbación de los pecados de la carne, y la promoción de la llamada teoría del género

"Y ahora, abarcando con una sola mirada la totalidad del sistema, ninguno se maravillará si lo definimos afirmando que es un conjunto de todas las herejías." (Pascendi Dominici Gregis, 38,2. 1907)


El objetivo de este análisis es triple: (1) explorar la diferencia entre inmoralidad y amoralidad desde una perspectiva filosófica y teológica; (2) evidenciar la insuficiencia de las ideologías contemporáneas para guiar a la sociedad; y (3) presentar cómo restaurar una sociedad cristiana desde las familias y las parroquias, combatiendo el modernismo como la raíz de estas desviaciones.

1. La Diferencia entre Inmoralidad y Amoralidad

La distinción entre inmoralidad y amoralidad es esencial para comprender no solo el modo en que la Modernidad ha erosionado el sentido del bien y del mal, sino también para articular una respuesta coherente desde la tradición filosófica y teológica. Mientras la inmoralidad implica el reconocimiento —y la transgresión— de un orden moral objetivo, la amoralidad lo niega radicalmente, erosionando la misma posibilidad de un juicio ético.

1.1. Inmoralidad: transgresión consciente del orden moral

Definición y fundamento teológico

La inmoralidad consiste en desobedecer deliberadamente un precepto que la razón y la revelación divina presentan como vinculante. En la tradición católica, este orden moral se fundamenta en la ley eterna de Dios, accesible al hombre mediante la ley natural y completada por la revelación sobrenatural (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1954–1960). 

1954. El hombre participa de la sabiduría y la bondad del Creador que le confiere el dominio de sus actos y la capacidad de gobernarse con miras a la verdad y al bien. La ley natural expresa el sentido moral original que permite al hombre discernir mediante la razón lo que son el bien y el mal, la verdad y la mentira:

«La ley natural [...] está inscrita y grabada en el alma de todos y cada uno de los hombres porque es la razón humana que ordena hacer el bien y prohíbe pecar. Pero esta prescripción de la razón humana no podría tener fuerza de ley si no fuese la voz y el intérprete de una razón más alta a la que nuestro espíritu y nuestra libertad deben estar sometidos» (León XIII, Carta enc. Libertas praestantissimum).

1955 La ley divina y natural (GS 89) muestra al hombre el camino que debe seguir para practicar el bien y alcanzar su fin. La ley natural contiene los preceptos primeros y esenciales que rigen la vida moral. Tiene por raíz la aspiración y la sumisión a Dios, fuente y juez de todo bien, así como el sentido del prójimo en cuanto igual a sí mismo. Está expuesta, en sus principales preceptos, en el Decálogo. Esta ley se llama natural no por referencia a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón que la proclama pertenece propiamente a la naturaleza humana:

«¿Dónde, pues, están inscritas [estas normas] sino en el libro de esa luz que se llama la Verdad? Allí está escrita toda ley justa, de allí pasa al corazón del hombre que cumple la justicia; no que ella emigre a él, sino que en él pone su impronta a la manera de un sello que de un anillo pasa a la cera, pero sin dejar el anillo» (San Agustín, De Trinitate, 14, 15, 21).

La ley natural «no es otra cosa que la luz de la inteligencia puesta en nosotros por Dios; por ella conocemos lo que es preciso hacer y lo que es preciso evitar. Esta luz o esta ley, Dios la ha dado al hombre en la creación. (Santo Tomás de Aquino, In duo pracepta caritatis et in decem Legis praecepta expositio, c. 1).

1956 La ley natural, presente en el corazón de todo hombre y establecida por la razón, es universal en sus preceptos, y su autoridad se extiende a todos los hombres. Expresa la dignidad de la persona y determina la base de sus derechos y sus deberes fundamentales:

«Existe ciertamente una verdadera ley: la recta razón, conforme a la naturaleza, extendida a todos, inmutable, eterna, que llama a cumplir con la propia obligación y aparta del mal que prohíbe. [...] Esta ley no puede ser contradicha, ni derogada en parte, ni del todo» (Marco Tulio Cicerón, De republica, 3, 22, 33).

1957 La aplicación de la ley natural varía mucho; puede exigir una reflexión adaptada a la multiplicidad de las condiciones de vida según los lugares, las épocas y las circunstancias. Sin embargo, en la diversidad de culturas, la ley natural permanece como una norma que une entre sí a los hombres y les impone, por encima de las diferencias inevitables, principios comunes.

1958 La ley natural es inmutable (cf GS 10) y permanente a través de las variaciones de la historia; subsiste bajo el flujo de ideas y costumbres y sostiene su progreso. Las normas que la expresan permanecen substancialmente valederas. Incluso cuando se llega a renegar de sus principios, no se la puede destruir ni arrancar del corazón del hombre. Resurge siempre en la vida de individuos y sociedades:

«El robo está ciertamente sancionado por tu ley, Señor, y por la ley que está escrita en el corazón del hombre, y que la misma iniquidad no puede borrar» (San Agustín, Confessiones, 2, 4, 9).

1959 La ley natural, obra maravillosa del Creador, proporciona los fundamentos sólidos sobre los que el hombre puede construir el edificio de las normas morales que guían sus decisiones. Establece también la base moral indispensable para la edificación de la comunidad de los hombres. Finalmente proporciona la base necesaria a la ley civil que se adhiere a ella, bien mediante una reflexión que extrae las conclusiones de sus principios, bien mediante adiciones de naturaleza positiva y jurídica.

1960 Los preceptos de la ley natural no son percibidos por todos, sin dificultad, con firme certeza y sin mezcla alguna de error. En la situación actual, la gracia y la revelación son necesarias al hombre pecador para que las verdades religiosas y morales puedan ser conocidas “de todos y sin dificultad, con una firme certeza y sin mezcla de error” (Concilio Vaticano I:  DS 3005; Pío XII, enc. Humani generis: DS 3876). La ley natural proporciona a la Ley revelada y a la gracia un cimiento preparado por Dios y armonizado con la obra del Espíritu.

La ley natural constituye el cimiento moral sobre el que se asienta toda la ética cristiana y, en última instancia, la convivencia humana. No se trata de un mero conjunto de normas impuestas externamente, sino de la luz de la razón inscrita por el Creador en el corazón de cada persona, que le capacita para discernir el bien del mal y ordenar sus actos al fin último, que es Dios mismo.

Desde el Magisterio de la Iglesia, el Catecismo enseña que el hombre participa de la sabiduría y la bondad del Creador, quien le confiere la libertad y la responsabilidad de gobernar sus acciones hacia la verdad y el bien (CIC 1954). La ley natural no es, pues, un invento humano, ni un conjunto de convenciones sociales variables, sino “la razón humana que ordena hacer el bien y prohíbe pecar” porque es “la voz y el intérprete de una razón más alta” (León XIII, Libertas praestantissimum) .

1.1.1. Inscripción divina de la ley natural

El Concilio Vaticano II afirma que la ley divina y natural revela al hombre el camino para practicar el bien y alcanzar su fin (GS 89) . Esa ley contiene “los preceptos primeros y esenciales que rigen la vida moral”: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Tales principios, profundizados en la Revelación y resumidos en el Decálogo, no proceden de la naturaleza irracional, sino de la naturaleza humana, dotada de razón y libertad. San Agustín lo explica con la imagen del sello y el anillo: la ley justa está “escrita toda en el libro de esa luz que se llama la Verdad” y deja su impronta en el corazón humano “a la manera de un sello que de un anillo pasa a la cera, pero sin dejar el anillo” (De Trinitate 14, 15, 21) . Es decir, Dios no transmite una ley ajena al hombre, sino que pone en su interior la capacidad de conocer y amar lo que Él mismo ha querido que el ser humano sea y haga. Santo Tomás de Aquino sintetiza esta idea al definir la ley natural como “la luz de la inteligencia puesta en nosotros por Dios; por ella conocemos lo que es preciso hacer y lo que es preciso evitar” (In duo praecepta caritatis, c. 1) . No se trata de una norma arbitraria, sino de la participación de la criatura en la razón divina, que orienta al hombre hacia su perfección.

1.1.2. Universalidad e inmutabilidad

La autoridad de la ley natural se extiende “a todos y cada uno de los hombres” sin excepción (CIC 1956). Como observa Cicerón, “existe una verdadera ley: la recta razón, conforme a la naturaleza, extendida a todos, inmutable, eterna, que llama a cumplir con la propia obligación y aparta del mal que prohíbe” (De Republica 3, 22, 33). Aunque la aplicación de sus preceptos pueda variar según las circunstancias históricas y culturales —como reconoce el propio Catecismo (CIC 1957)—, los principios fundamentales de la ley natural permanecen invariables. Incluso cuando las sociedades intentan renegarlos o relativizarlos, la ley natural “no puede ser contradicha, ni derogada en parte, ni del todo” (Cicero) y resurge siempre en la vida de los individuos y de las comunidades. San Agustín lo ilustra en sus Confesiones (2, 4, 9): “El robo está ciertamente sancionado por tu ley, Señor, y por la ley que está escrita en el corazón del hombre, y que la misma iniquidad no puede borrar”.

1.1.3. Relación con la ley civil y la Revelación

La ley natural ofrece “los fundamentos sólidos sobre los que el hombre puede construir el edificio de las normas morales” y, a su vez, la base necesaria para la ley civil, que debe adherirse a ella, extrayendo sus conclusiones o añadiendo preceptos positivos legítimos (CIC 1959). Cuando la legislación civil se aparta de la ley natural —por ejemplo, promoviendo el aborto o la eutanasia—, deja de proteger la dignidad humana y el bien común, convirtiéndose en injusta.

Asimismo, la gracia y la Revelación divina perfeccionan la ley natural. El hombre, herido por el pecado, no alcanza siempre por sí solo la claridad necesaria para conocerla “con firme certeza y sin mezcla de error” (CIC 1960). Por ello Dios ha querido revelarse y conceder la gracia sacramental, para que la ley natural, la ley revelada y la acción del Espíritu Santo formen un conjunto armónico que guíe al creyente hacia la santidad.

1.1.4. Ley natural y derechos humanos

Los derechos fundamentales de la persona descansan en la ley natural. Al reconocer en todo hombre la igual dignidad derivada de su ser creado a imagen de Dios (Gen 1, 27), la ley natural impone deberes y reconoce derechos inalienables, como el derecho a la vida, a la libertad de conciencia y a la integridad física.

La Declaración Universal de Derechos Humanos, aunque no mencione explícitamente la ley natural, refleja su contenido: el principio de igualdad, la prohibición de la esclavitud, el derecho a la libertad de pensamiento y de religión, etc., derivan de la ley inscrita en la naturaleza misma del ser humano.

1.1.5. Desafíos contemporáneos

En nuestra época, el relativismo moral y el subjetivismo amenazan la conciencia de la ley natural. Ideologías que promueven la “autonomía” radical del sujeto o que reducen la ética a meras preferencias culturales —como ciertos desarrollos de la “teoría del género”— desvirtúan la noción misma de un orden moral objetivo.

Frente a ello, el magisterio recuerda que la ley natural no es una “opinión” más, sino la voz de Dios en la creación, que el hombre no puede ignorar sin perder su propia identidad y dignidad (León XIII; Vaticano II) . Reafirmar la ley natural equivale a defender la humanidad del ser humano y la cohesión de la sociedad.

La ley natural es la primera escuela de la virtud, donde la razón discierne el bien y el mal en la luz de la razón divina. Inmutable y universal, orienta al hombre hacia su fin último y sustenta los derechos humanos y el bien común. Aunque las circunstancias históricas exijan aplicaciones diversas, sus principios esenciales —amar a Dios y al prójimo— permanecen válidos en todas las épocas. Restaurar el respeto por la ley natural no es un acto de nostalgia, sino una necesidad urgente para sanar la cultura contemporánea, desfigurada por el relativismo y la amoralidad. Solo reconociendo que en cada conciencia humana resuena la voz de Dios podremos edificar un orden social justo y verdaderamente humano.

Todo acto que contradiga ese orden objetivo —por ejemplo, la sodomía o cualquier vicio contra la naturaleza— es inmoral, pues desordena la voluntad y el apetito respecto a su fin verdadero, que es la unión con Dios. San Pablo denuncia con severidad los “actos contrarios al uso natural” (Rom 1, 26–27), como expresión de una voluntad que, aunque reconoce el bien, lo rechaza por concupiscencia . Santo Tomás de Aquino identifica la sodomía como el más grave de los pecados contra la naturaleza porque atenta contra la finalidad procreativa del acto venéreo y contra el orden racional inscrito en la creación (ST II‑II, q. 154, a. 11) .

Fundamento filosófico: el bien supremo y la orientación de la voluntad

En la tradición aristotélico‑tomista, todo ente natural tiende a un telos, un fin propio inscrito en su esencia; en el hombre, este fin se llama eudaimonía, o felicidad, que equivale al florecimiento de la persona en virtud y contemplación (Ética a Nicómaco I, 7) . Santo Tomás de Aquino retoma este concepto para identificar a Dios como el summum bonum, el bien supremo que otorga plenitud a todas las cosas y al cual la voluntad humana debe orientarse mediante el amor (ST I‑II, q. 2, a. 8) .

La virtud de la phronesis, o prudencia práctica, es la capacidad de discernir los medios adecuados para alcanzar ese fin, integrando el conocimiento de los principios morales con la elección deliberada de las acciones correctas. Aristóteles distingue la praxis—la acción moral por su propio valor—de la poiesis, que produce un objeto externo; en la praxis, la phronesis armoniza la intención, el objeto y las circunstancias, evitando la akrasia, o debilidad de voluntad, que surge cuando el apetito se deja arrastrar por bienes aparentes .

Con el advenimiento de la Modernidad, Immanuel Kant reformula la ética en torno a la autonomía de la voluntad: el summum bonum ya no es un fin trascendente, sino la ley moral que la razón práctica impone a sí misma, expresada en el imperativo categórico (“obra solo según aquella máxima que puedas querer universal”) . Esta inversión formalista, al desligar la moral de un contenido objetivo, vacía la ética de la concreción de los fines y de la complementariedad entre razón y afecto.

El utilitarismo, desarrollado por Jeremy Bentham y John Stuart Mill, propone como criterio moral el mayor placer para el mayor número, convirtiendo la ética en un cálculo de consecuencias. Al reducir el bien al balance cuantitativo de placer y dolor, este consecuencialismo ignora la dignidad intrínseca de la persona y la irreductible importancia de los principios ( Utilitarianism 1863) .

Friedrich Nietzsche, en la Genealogía de la Moral (1887), desafía toda noción de summum bonum universal proclamando la voluntad de poder como fuerza motriz de la vida. Su crítica a la “moral de esclavos” socava la idea misma de virtud objetiva, sustituyéndola por la afirmación de la fuerza individual y la transvaloración de todos los valores .

El positivismo de Auguste Comte, heredero del éxito de las ciencias naturales, reduce la validez del conocimiento a lo empíricamente verificable, excluyendo la metafísica y la teología como meras “estadios” superados de la conciencia humana ( Cours de Philosophie Positive 1830–1842) . Esta exclusión de las preguntas últimas fragmenta el saber y margina al hombre de su dimensión trascendente.

En la Posmodernidad, Michel Foucault muestra cómo las moralidades se construyen en complejas relaciones de poder/​saber, y cómo las instituciones disciplinarias moldean subjetividades ( Vigilar y castigar 1975) . Jacques Derrida, por su parte, deconstruye las “metanarrativas” y revela la indeterminación del lenguaje ( De la Grammatologie 1967), minando la pretensión de un discurso estable sobre el bien y el mal .

Frente a esta multiplicidad de relecturas, Karl Marx y Friedrich Engels acuñaron el término “ideología” como falsa conciencia: un sistema de ideas que oculta las verdaderas relaciones de poder y sirve a los intereses de clase (La ideología alemana, 1846) . Antonio Gramsci amplió la noción al de hegemonía cultural, donde la ideología dominante se naturaliza en la sociedad. Louis Althusser, a su vez, definió las Ideological State Apparatuses como instituciones que reproducen la ideología dominante.

En la esfera posmoderna, Jean‑François Lyotard describe la ideología como meta‑narrativa que legitima el poder, mientras Jean Baudrillard ve la sociedad contemporánea sumida en la simulación, donde lo real y lo imaginario colapsan (Simulacros y simulación, 1981) ​.

La teoría del género, tal como la expone Judith Butler en Gender Trouble (1990), afirma que el género no es una realidad biológica o metafísica, sino una construcción social performativa: una serie de actos repetidos que constituyen la identidad de género, desligada del sexo biológico . Al presentar el género como completamente fluido y subjetivo, esta hipótesis ignora las evidencias biológicas (cromosomas, hormonas, desarrollo neurológico) que influyen en el cuerpo y la psique de varones y mujeres (Baron‑Cohen, The Essential Difference, 2003) .

Así, la teoría del género ejemplifica la amoralidad posmoderna: al rechazar toda base objetiva, se convierte en un proyecto ideológico que busca transformar las estructuras sociales según agendas políticas, más que en un esfuerzo por descubrir la verdad sobre la naturaleza humana.

La ideología de género se inscribe en el panorama posmoderno como una de las metanarrativas que pretenden redefinir la realidad humana desde una perspectiva subjetivista y utilitarista. En su formulación más influyente, Judith Butler sostiene que el género no es un atributo objetivo del ser humano, sino el resultado de una performatividad social: un conjunto de actos reiterados que construyen identidades sin referencia a ninguna base biológica o metafísica . Este enfoque, lejos de ajustarse a criterios de verificabilidad y coherencia interna propios de una teoría científica, se asemeja más a una ideología en sentido marxista, es decir, a una “falsa conciencia” que sirve a agendas culturales y políticas específicas .

Al negar la existencia de un summum bonum —un fin último objetivo hacia el cual debe orientarse la voluntad—, y sustituir la phronesis aristotélica por un relativismo de preferencias individuales, la ideología de género rompe la unidad teleológica del ser humano, creado a imagen de Dios (Gen 1, 27). Según el Catecismo, “la unidad del cuerpo y el alma es esencial para la identidad humana” (CIC 2333), pues sólo así el sujeto puede discernir, mediante la razón natural, lo que es verdadero bien y lo que es mal . Al disociar la corporalidad de la espiritualidad, esta ideología genera una alienación existencial que se manifiesta en confusión, disforia y angustia, especialmente en los jóvenes, tal como documenta Abigail Shrier en Irreversible Damage (2020), donde se evidencia un aumento exponencial de casos de disforia de género y de tratamientos médicos irreversibles de los que muchos se arrepienten.

La familia, definida por la Revelación como la comunión estable entre un hombre y una mujer abierta a la procreación y a la educación de los hijos (Ef 5, 31‑32), es la célula básica de la sociedad. La ideología de género la ataca al sustituir este modelo teleológico por un constructo basado en preferencias individuales, debilitando los lazos de amor y de responsabilidad mutua. Este proceso de desintegración familiar —que Aristóteles y Santo Tomás veían como esencial para el bien común— desencadena efectos sociales graves: aumento de la pobreza infantil, crecimiento de la delincuencia juvenil y erosión de la solidaridad comunitaria.

Al destruir la noción de una verdad objetiva sobre la naturaleza humana, la ideología de género socava también los fundamentos éticos del bien común. La Doctrina Social de la Iglesia afirma que éste se basa en el respeto a la dignidad de la persona, la promoción de la justicia y la búsqueda de la verdad (Compendio n. 164) . Sin esos principios, la sociedad queda expuesta al relativismo moral, donde el poder y la utilidad determinan las normas, y la cohesión social se fragmenta en intereses contrapuestos.

Es crucial, sin embargo, reconocer que muchos adoptan la ideología de género en un contexto de confusión y sufrimiento, a menudo sin formación adecuada en la ley natural ni en la Revelación divina. La verdadera caridad —distinta de la “falsa compasión” que confirma al otro en su error— exige proclamar la verdad con amor, recordando que la dignidad humana no depende de construcciones sociales, sino de la creación “a imagen y semejanza de Dios” (CIC 357) .

La Iglesia, como guardiana de la verdad revelada, está llamada a acompañar pastoralmente a quienes sufren esta alienación, ofreciendo formación doctrinal, apoyo espiritual y, cuando sea necesario, intervenciones terapéuticas que respeten la unidad cuerpo‑alma inscrita en la ley natural. Solo así podrá contrarrestarse el proyecto ideológico de género y restaurar un orden moral fundado en la verdad objetiva, indispensable para superar la crisis social y espiritual que aqueja a nuestras sociedades.

La restauración de una sociedad cristiana desde las familias y las parroquias

En una época marcada por la secularización acelerada, el relativismo moral y la proliferación de ideologías que niegan la existencia de una verdad objetiva, la reconstrucción del orden moral y social exige una vuelta decidida a los principios perennes del Evangelio. Esta renovación no puede emanar de estructuras estatales ni de los grandes centros de influencia cultural, sino que debe germinar desde las realidades más fundamentales de la vida: las familias y las parroquias. Ambas constituyen las células vivas del Cuerpo de Cristo y los pilares desde los cuales puede edificarse, de nuevo, una civilización enraizada en la verdad, el bien y la belleza reveladas por Dios.

La familia: iglesia doméstica y semillero de civilización cristiana

En la visión cristiana, la familia no es simplemente una unidad afectiva, sino una institución natural elevada a la dignidad sacramental, donde se transmiten la fe, las virtudes y el sentido del orden moral. El Concilio Vaticano II, en Lumen Gentium (n. 11), la define como "Iglesia doméstica", pues es allí donde se inicia la vida cristiana y se vive en plenitud la comunión. En este espacio, padres e hijos descubren su vocación a la santidad, aprenden a discernir el bien del mal, y se preparan interiormente para resistir las presiones culturales e ideológicas contemporáneas.

El deber de transmitir la fe y la moral natural corresponde primariamente a los padres. Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2223)...

"2223 Los padres son los primeros responsables de la educación de sus hijos. Testimonian esta responsabilidad ante todo por la creación de un hogar, donde la ternura, el perdón, el respeto, la fidelidad y el servicio desinteresado son norma. La familia es un lugar apropiado para la educación de las virtudes. Esta requiere el aprendizaje de la abnegación, de un sano juicio, del dominio de sí, condiciones de toda libertad verdadera. Los padres han de enseñar a los hijos a subordinar las dimensiones “materiales e instintivas a las interiores y espirituales” (CA 36). Es una grave responsabilidad para los padres dar buenos ejemplos a sus hijos. Sabiendo reconocer ante sus hijos sus propios defectos, se hacen más aptos para guiarlos y corregirlos: «El que ama a su hijo, le corrige sin cesar [...] el que enseña a su hijo, sacará provecho de él» (Si 30, 1-2). «Padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino formadlos más bien mediante la instrucción y la corrección según el Señor» (Ef 6, 4)."

...ellos son los primeros educadores de sus hijos en la fe. En una cultura que promueve una antropología fragmentaria —como la que sustenta la ideología de género—, los padres están llamados a ser testigos valientes de la verdad, enseñando a sus hijos que el ser humano no se autodiseña, sino que se recibe como don: creado varón o mujer, llamado al amor oblativo y destinado a la comunión eterna.

Esta formación ha de ir más allá de lo intelectual, abarcando la totalidad de la vida familiar, profundamente enraizada en la oración, la liturgia y las obras de caridad. La práctica cotidiana del Rosario, la participación dominical en la Eucaristía, la confesón frecuente y el testimonio de la caridad concreta constituyen el humus donde florece una espiritualidad encarnada y resistente a las deformaciones ideológicas del tiempo presente.

La parroquia: comunidad de gracia, verdad y misión

La parroquia, extensión comunitaria de la Iglesia doméstica, es el lugar donde se cultiva y profundiza la vida cristiana recibida en el hogar. En ella, las familias se integran como miembros de un solo cuerpo que celebra la fe, la enseña y la vive. La parroquia es el espacio donde la enseñanza del magisterio se hace accesible, donde la liturgia renueva las almas y donde la caridad se organiza en servicio eclesial.

La liturgia, en particular la Eucaristía, constituye el centro de la vida parroquial. Como recuerda el Concilio en Lumen Gentium (n. 11), es "fuente y culmen de toda la vida cristiana". Benedicto XVI, en Deus Caritas Est, afirma que en "la liturgia de la Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes" es donde se experimenta el amor de Dios y se aprende a reconocer su acción en la vida cotidiana (n. 17). La liturgia, celebrada con reverencia, belleza y fidelidad a la tradición, no es solo un acto interior, sino un dinamismo que transforma al creyente, purifica la cultura y eleva la comunidad. Es, en sí misma, un acto contracultural: una proclamación visible de esperanza ante el nihilismo reinante.

Esta dimensión cultual se prolonga necesariamente en la diaconía, el servicio ordenado al prójimo. En los Hechos de los Apóstoles (6, 1-6), se narra la institución de los primeros siete diáconos, hombres "llenos de sabiduría y del Espíritu Santo", para el "servicio de la mesa". Benedicto XVI interpreta este episodio como la expresión de que el servicio de la caridad, enraizado en la liturgia y la Palabra, forma parte esencial de la estructura misma de la Iglesia (DCE, n. 21).

Junto a esta dimensión cultual y caritativa, la parroquia debe ser también una escuela permanente de formación doctrinal. En un tiempo donde se diluyen los contenidos esenciales de la fe, la catequesis no puede reducirse a una preparación puntual para los sacramentos, sino que debe ser integral, profunda, apologética y capaz de confrontar las narrativas dominantes, incluyendo la ideología de género y otras expresiones del relativismo moral. Del mismo modo, la parroquia es espacio de acogida y acompañamiento. Muchas personas llegan heridas, confundidas por promesas de libertad que derivaron en nuevas esclavitudes interiores. Allí, iniciativas como Courage (para personas con atracción al mismo sexo), grupos de apoyo para padres, talleres de afectividad cristiana o retiros de sanación espiritual deben encarnar la misericordia de Cristo sin claudicar en la verdad del Evangelio.

Sinergia entre familias y parroquias: reconstruir desde lo pequeño

La reconstrucción de una sociedad cristiana no será resultado de reformas institucionales, sino fruto de una alianza viva entre familias y parroquias que operan en comunión. Las familias encarnan la fe; las parroquias la iluminan y fortifican. Esta colaboración se plasma en programas de catequesis conjunta, grupos familiares, misiones barriales, espacios de discernimiento y una pastoral integradora que tenga en cuenta todas las etapas de la vida.

Este modelo de sinergia eclesial permite reconstruir desde lo pequeño una cultura centrada en Cristo. En ese tejido vital de relaciones restauradas se gesta una nueva civilización, donde el testimonio coherente de la verdad se entrelaza con la belleza y el amor al prójimo.

Una resistencia cultural con rostro cristiano

Frente a un orden cultural cada vez más hostil a la fe, la respuesta cristiana no puede limitarse a una defensa teórica. Es necesaria una resistencia cultural encarnada, que una la proclamación de la verdad con la irradiación de la belleza y la práctica constante de la caridad.

  • Defensa de la verdad: mediante la formación en doctrina social, la participación activa en el ámbito público y el testimonio de una vida coherente en los espacios de educación, medios y política.

  • Promoción de la belleza: recuperando el arte sacro, la música litúrgica, la arquitectura cristiana y las fiestas populares como expresiones vivas de una estética evangelizadora.

  • Testimonio de la caridad: desplegado en obras concretas de misericordia, atención a los vulnerables y compromiso social animado por el amor cristiano.

Solo desde esta renovación integral, anclada en la sinergia entre familias y parroquias, podrá emerger una cultura de vida que resista las ideologías disolventes y proponga con credibilidad el rostro luminoso de la civilización del amor.

El Modernismo como Herejía Generadora: Aspectos Históricos y Científicos

El modernismo, designado por San Pío X como "síntesis de todas las herejías" en Pascendi Dominici Gregis (1907), representa una fractura doctrinal y cultural que socava las bases mismas de la verdad revelada, la razón natural y la identidad civilizatoria cristiana. No se trata únicamente de una desviación teológica, sino de un cambio de paradigma que afecta a la totalidad del saber y de la praxis humana. El modernismo niega la posibilidad de una verdad objetiva, rechaza la existencia de un orden moral universal, y reemplaza el principio de autoridad por el imperio de la subjetividad. Es, por tanto, una herejía generadora, pues de ella brotan las múltiples ideologías contemporáneas que atomizan al hombre, relativizan su naturaleza, y desarraigan las culturas. 

Históricamente, el modernismo nace en el seno de una modernidad ilustrada que absolutiza la razón separada de la fe, reduciendo el conocimiento a lo mensurable y relegando lo trascendente al plano de lo ilusorio o meramente simbólico. El racionalismo cartesiano y el empirismo anglosajón convergen en una visión del mundo en la que solo lo observable tiene valor cognoscitivo. Esta exclusión de lo metafísico lleva al cientificismo, que —como bien observa Gustavo Bueno— no construye una ciencia integral sino una versión amputada de la realidad. En esta perspectiva, el ser humano ya no es imagen de Dios, sino un objeto entre objetos, susceptible de manipulación técnica y programación ideológica.

En el ámbito de la historiografía, esta racionalidad desmitificadora se proyecta contra la historia de la Cristiandad, dando lugar a narrativas deformadas como la leyenda negra. Se reinterpreta la obra evangelizadora de la Monarquía Católica como colonialismo opresor, ignorando la dimensión jurídica, espiritual y cultural de las Leyes de Indias y del modelo hispánico de civilización. Elvira Roca Barea y Julián Juderías han mostrado con claridad cómo estas construcciones historiográficas tienen un trasfondo ideológico que busca erosionar la identidad hispánica e imponer un relato secularizado, funcional a los intereses geopolíticos de las potencias protestantes y liberales.

Las ciencias sociales, impregnadas de este modernismo metodológico, abandonan la noción de naturaleza humana para abrazar un relativismo cultural que impide discernir entre lo verdadero y lo falso, lo justo y lo injusto. La antropología deja de buscar una comprensión integral del hombre para convertirse en una taxonomía de diferencias. Así se consagra una visión fragmentaria del sujeto, que abre la puerta a construcciones ideológicas como la teoría del género. Esta perspectiva niega que la corporeidad tenga un significado ontológico, reduciendo el cuerpo a un instrumento neutro susceptible de resignificación infinita. El resultado es una crisis antropológica que afecta no solo a la moral individual, sino a los fundamentos mismos del orden social.

La situación en Iberoamérica es especialmente paradigmática. Allí, el modernismo ha penetrado en las instituciones educativas y culturales, promoviendo un proceso de secularización acelerado que ha vaciado de contenido trascendente a las naciones. En lugar de reconocer su raíz hispano-católica, muchas sociedades iberoamericanas han asumido como propias las categorías ideológicas importadas de Europa y Norteamérica, debilitando su cohesión interna y su misión universal. Esta desconexión de la herencia católica no ha traído progreso auténtico, sino mayor fragmentación, polarización política y pérdida del sentido del bien común.

Ante este panorama, la respuesta no puede limitarse a una crítica parcial. Es necesaria una restauración profunda, que parta de la verdad como categoría metafísica, histórica, antropológica y teológica. Filosóficamente, es urgente volver al realismo clásico, especialmente al pensamiento de Santo Tomás de Aquino, que reconoce la capacidad de la razón humana para alcanzar verdades objetivas y universales. Teológicamente, se debe reafirmar la inmutabilidad del depósito de la fe, rechazando cualquier forma de evolucionismo dogmático que subordine la Revelación a las modas del momento. Como enseña el Concilio Vaticano I en Dei Filius, la doctrina revelada no es fruto de un desarrollo histórico, sino un don divino confiado a la Iglesia para ser custodiado y transmitido fielmente.

Además, la Iglesia debe restaurar una auténtica síntesis entre fe y razón. Como afirma Benedicto XVI en Ratisbona (2006), cuando la fe se separa de la razón, cae en el fideísmo; y cuando la razón se separa de la fe, se autolimita. Solo una integración armónica de ambas puede ofrecer una visión completa del ser humano, capaz de responder a las grandes preguntas de nuestro tiempo. Esta restauración debe reflejarse también en la educación: universidades, escuelas y centros culturales han de formar no solo técnicos, sino hombres y mujeres conscientes de su dignidad trascendente, llamados a vivir en comunión con la verdad.

La restauración de la verdad en todos los niveles del conocimiento y de la vida social no es un proyecto de nostalgia, sino una exigencia de justicia y una condición para la libertad auténtica. En un mundo debilitado por el relativismo, el nihilismo y el hedonismo, la Iglesia tiene el deber de anunciar con claridad y caridad la verdad que salva. La Hispanidad, como expresión histórica de esta síntesis católica entre fe y cultura, no debe ser vista como un anacronismo, sino como un patrimonio espiritual capaz de ofrecer al mundo un modelo alternativo de civilización.

Superar el modernismo no es simplemente desenmascarar sus errores, sino proponer una visión integral del hombre y de la historia iluminada por la luz de Cristo. Esta tarea requiere intelectuales formados, pastores valientes y comunidades cristianas vivas. La verdad no se impone, pero se ofrece con autoridad y belleza. Y solo la verdad —como afirma el Evangelio— puede hacernos verdaderamente libres (cf. Jn 8,32).

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