La Democracia
Opinión
La democracia, en su sentido más genuino, es entendida como el gobierno del pueblo, según la clásica definición aristotélica de la politeia, un régimen mixto que equilibra los intereses de las mayorías con los principios de justicia y bien común. Aristóteles, en su Política, distingue entre una democracia ordenada, que respeta la virtud y el mérito, y una democracia degenerada, que degenera en demagogia y tiranía de la mayoría. Santo Tomás de Aquino sigue esta línea aristotélica y afirma en la Summa Theologiae que el gobierno más adecuado es aquel que armoniza la participación popular con la dirección de la sabiduría y la justicia, encontrando en la monarquía mixta una solución superior a la pura democracia. La democracia moderna, sin embargo, ha abandonado este ideal clásico, convirtiéndose en un sistema donde el número prevalece sobre la calidad, y donde la voluntad popular se erige como principio absoluto sin referencia a un orden natural o trascendente. Gustavo Bueno, desde su materialismo filosófico, reconoce que la democracia, sin una estructura sólida basada en una tradición cultural fuerte como el catolicismo en el mundo hispano, degenera en un sistema vacío, susceptible de manipulación por las élites políticas y económicas. Así, la democracia, lejos de ser un fin en sí mismo, debe estar subordinada a principios más altos, como la justicia y el bien común, sin los cuales se convierte en una mera tiranía del número.
La democracia moderna no solo se ha convertido en una forma de gobierno, sino en un mito sacralizado. El acto de votar, que Aristóteles consideraría solo una parte de la vida política y no su esencia, se ha transformado en un ritual casi litúrgico. Gustavo Bueno advierte contra la idolatría de la democracia cuando deja de ser un sistema político evaluable y se convierte en un "valor absoluto", un fetiche ideológico que impide su crítica racional. ¿Pero qué es un valor? Desde la perspectiva tomista, los valores no existen en sí mismos sino que son participaciones del bien. Santo Tomás, en la Suma Contra Gentiles, explica que el bien no es subjetivo ni convencional, sino que se fundamenta en el orden natural creado por Dios. Una democracia que se presenta como valor absoluto sin referirse al bien objetivo es, por tanto, una construcción ideológica vacía. De este modo, el mito de la democracia absoluta niega su propia naturaleza política y se convierte en una pseudo-religión secular que no permite discusión. Aristóteles y Santo Tomás nos enseñan que la política debe estar subordinada a la ética y al bien común; cuando la democracia se convierte en un fin en sí misma, desligada de estos principios, deja de ser un gobierno legítimo para convertirse en un simulacro.
Las formas de gobierno pueden clasificarse según la tipología aristotélica, que distingue entre gobierno de uno, de pocos o de muchos. En su sentido puro, la monarquía es el gobierno de uno solo orientado al bien común; la aristocracia, el gobierno de los mejores, entendidos como los más virtuosos y sabios; la democracia, el gobierno de la mayoría con el fin de preservar la justicia y la equidad. Cada una de estas formas puede degenerar: la monarquía en tiranía cuando el monarca gobierna en su propio beneficio; la aristocracia en oligarquía cuando un grupo de poderosos se sirve del Estado para su propio provecho; la democracia en demagogia y luego en oclocracia, cuando las decisiones se rigen por la manipulación de las masas y el desorden. Santo Tomás de Aquino, en su comentario a Aristóteles, señala que la peor forma de gobierno es la tiranía, pues el poder se concentra sin freno en un solo individuo, y la mejor es una combinación de monarquía, aristocracia y participación democrática, en lo que podríamos llamar una monarquía mixta o república equilibrada.
En este sentido, términos como "república" o "reino" no designan una forma de gobierno en sí misma, sino la estructura del cuerpo político. "República", en su sentido clásico, significa simplemente "cosa pública", lo que implica cualquier forma de gobierno que busque el bien común, ya sea monárquica, aristocrática o democrática. Del mismo modo, un "reino" puede tener una monarquía absoluta o constitucional, y su esencia radica en la unidad de la comunidad política bajo un principio rector. La polis griega, equivalente a la ciudad-estado, es un antecedente de la nación moderna, pero con una diferencia fundamental: en la polis, la política era inseparable de la virtud y la participación directa de los ciudadanos, mientras que en el Estado moderno, el poder se institucionaliza y se aleja del contacto directo con la comunidad. En cualquier sistema, el peligro radica en la absolutización del poder, pues toda forma de gobierno, si no es limitada por principios trascendentes y racionales, tiende a degenerar en tiranía, que es la corrupción última del orden político.
La democracia actual ha devenido en un rito que perpetúa un mito porque su ejercicio ya no se fundamenta en una deliberación racional orientada al bien común, sino en una liturgia vacía donde el acto de votar sustituye la auténtica participación política. Aristóteles nos advierte en la Política que la democracia puede degenerar cuando se absolutiza la voluntad de la mayoría sin considerar la virtud ni el orden natural. Gustavo Bueno señala que la democracia moderna se ha convertido en un fetiche ideológico que no admite crítica, funcionando como un dogma secular. Se trata de un mito porque se presenta como un ideal absoluto que justifica cualquier decisión tomada en su nombre, sin importar si efectivamente conduce a la justicia o al bien común. El rito de la votación, que en principio debería ser un mecanismo dentro de un sistema político más amplio, ha sido elevado a la categoría de legitimación suprema, como si el mero acto de elegir otorgara validez moral y política a cualquier resultado. De este modo, la democracia se convierte en un simulacro en el que se mantiene la apariencia de participación mientras el poder real permanece en manos de élites económicas y mediáticas.
Montesquieu, en El espíritu de las leyes, propuso la división tripartita del poder en ejecutivo, legislativo y judicial como un mecanismo para evitar la concentración del poder. Sin embargo, este esquema, lejos de lograr un equilibrio, ha conducido a una fragmentación extrema del gobierno. En la práctica, la separación de poderes ha generado una proliferación de órganos autónomos, agencias reguladoras, organismos supranacionales y poderes fácticos que escapan al control del pueblo y de la propia estructura estatal. Así, los tres poderes clásicos han derivado en una multitud de instancias de poder—burocracias, tribunales constitucionales, bancos centrales, organismos internacionales—que operan con autonomía y sin verdadera responsabilidad política. En este sentido, la democracia no solo no ha logrado evitar la concentración de poder, sino que ha multiplicado las esferas de influencia hasta el punto de hacer inoperante el control ciudadano.
Además, la democracia encierra contradicciones estructurales que no pueden ser corregidas dentro de su propio sistema. La primera es la paradoja de la mayoría: si la voluntad de la mayoría es el principio supremo, entonces, en última instancia, podría votar por la supresión de la propia democracia. Platón ya advertía este problema en La República, señalando que la democracia tiende a engendrar su propia destrucción al caer en la demagogia y en la tiranía del deseo popular desordenado. La segunda contradicción es la igualdad política frente a la desigualdad natural: la democracia parte de la premisa de que todos los ciudadanos tienen igual capacidad para decidir sobre asuntos políticos, cuando en realidad las diferencias en conocimiento, virtud y preparación hacen que no todas las decisiones sean igualmente válidas. Aristóteles, en la Ética Nicomáquea, distingue entre justicia distributiva y justicia igualitaria, señalando que tratar como iguales a quienes no lo son es, en sí mismo, una injusticia. Finalmente, la democracia presupone que el poder emana del pueblo, pero en la práctica el poder es ejercido por una minoría organizada que controla los recursos políticos, económicos y mediáticos. Este es el fundamento de la crítica de Pareto y Mosca, quienes sostienen que, en toda sociedad, una élite gobierna sobre las masas, y que la democracia solo disfraza esta realidad con mecanismos formales de representación.
Estas contradicciones no son meros déficits corregibles, sino elementos estructurales de la democracia moderna. Al no estar fundada en un principio superior como el bien común o el orden natural, la democracia termina devorándose a sí misma, generando tiranías tecnocráticas o el caos de la oclocracia. La solución no pasa por una corrección interna del sistema, sino por una redefinición radical del concepto de gobierno, en la línea aristotélico-tomista, donde el poder político debe subordinarse a la justicia, la virtud y la razón natural.
La monarquía cristiana católica es el sistema de gobierno más perfecto porque se fundamenta en un principio superior e inmutable: la ley divina, de la cual emanan las leyes humanas, garantizando un orden político basado en la justicia objetiva y no en el arbitrio de los hombres. Santo Tomás de Aquino, en la Summa Theologiae, distingue entre la lex aeterna, que es el orden racional establecido por Dios, la lex naturalis, que es su reflejo en la naturaleza humana, y la lex humana, que debe derivarse de la ley natural sin contradecirla. Esto significa que la monarquía católica no es absolutista, sino que está limitada por un marco jurídico trascendente que impide la arbitrariedad del monarca y de los gobernantes. En contraste, la democracia moderna, al no reconocer un principio trascendente, cae en el relativismo legislativo, donde la ley no es expresión de la justicia, sino del consenso momentáneo de las mayorías o de los grupos de poder.
El primado de Pedro y el papel del Papa como Vicario de Cristo imponen un freno esencial al poder temporal, asegurando que la monarquía católica no derive en cesaropapismo o en una tiranía política. La Iglesia, como depositaria de la verdad moral, cumple un rol de guía y límite para el gobernante, impidiendo que la autoridad terrenal se extravíe en abusos o injusticias. Gustavo Bueno, desde su materialismo filosófico, reconoce que el catolicismo ha sido el fundamento cultural e identitario de la Hispanidad, proporcionando un marco ético y normativo que trasciende las meras relaciones de poder. Si bien Bueno no acepta la existencia de Dios, su análisis del catolicismo como "máquina de poder" en la configuración del mundo hispánico nos permite plantear la monarquía católica no solo como un ideal teológico, sino como una estructura política funcional, que ha demostrado históricamente su capacidad de cohesionar sociedades enteras bajo un mismo orden moral y jurídico.
Un elemento fundamental de la monarquía católica es el principio de no contradicción, que impide la imposición de leyes contrarias a la naturaleza humana y a la justicia objetiva. A diferencia de la democracia, que con su método apagógico (por reducción al absurdo) justifica cualquier ley con tal de no caer en una aparente contradicción interna dentro del sistema, la monarquía católica se rige por una coherencia externa con la ley natural. Este principio evita aberraciones legislativas como la legalización del aborto, la ideología de género o la disolución de los vínculos familiares, que son promovidas en las democracias modernas bajo el argumento del "consenso" o la "evolución de los derechos". En la monarquía católica, el monarca no puede decretar leyes que vayan contra el orden natural, porque su poder no es absoluto, sino delegado por Dios y limitado por la ley divina y la doctrina de la Iglesia.
Desde una perspectiva histórica y geopolítica, la democracia es perniciosa para la Hispanidad porque ha fragmentado y debilitado sus naciones, destruyendo la unidad política y cultural que garantizaba el Imperio Español bajo la monarquía católica. La proliferación de repúblicas en el mundo hispano ha llevado a una inestabilidad crónica, donde los intereses de oligarquías locales y de potencias extranjeras han prevalecido sobre el bien común. En cambio, la restauración monárquica y la unión federativa de los pueblos hispánicos permitirían recuperar la cohesión perdida, reconstruyendo un orden político basado en la tradición, la justicia y la soberanía compartida. Esta restauración no implica una simple vuelta al pasado, sino la aplicación de los principios perennes de la política aristotélico-tomista en un contexto moderno.
Incluso desde una perspectiva secular, un ateo o un republicano puede reconocer que la monarquía católica, como sistema de gobierno, es superior en términos de estabilidad, cohesión social y continuidad histórica. Gustavo Bueno, aunque materialista, comprendía que el catolicismo no era una mera creencia religiosa, sino el núcleo estructurante de la identidad hispánica. De la misma manera, la monarquía católica no es solo una forma de gobierno, sino el principio ordenante de una civilización. La democracia, al ser un sistema basado en la inestabilidad y en la manipulación de las masas, es incompatible con la conservación y el fortalecimiento de la Hispanidad. Solo a través de una restauración monárquica católica y una federación hispánica basada en principios sólidos y trascendentes se podrá garantizar la supervivencia de nuestro legado cultural y político frente a la disolución que impone la modernidad democrática.