Sobre las Lecturas de la Misa

 Opinion

Los dos primeros párrafos del libro de Baruc de la lectura prescrita para hoy domingo 8 de diciembre son sumamente tentadores, tanto intelectual como espiritualmente. "Jerusalén, despójate de tus vestidos de luto y aflicción, y vístete para siempre con el esplendor de la gloria que Dios te da;" He aquí, en estas palabras, la intención de la Santa Iglesia, como Maestra y Madre, de ofrecernos claras reminiscencias, que evocan el mensaje del profeta Baruc. Esta invitación es una reflexión dirigida a los fieles que siguen el rito latino de acuerdo al Misal de San Pablo VI, confirmando en el profeta la proclamación de Nuestro Señor como el Mesías, como también lo expresará Simeón en su cántico, al referirse a Jesús como "la Gloria de tu Pueblo Israel."

Es importante no dejar de escuchar con claridad estas palabras, porque los días de luto cayeron sobre Jerusalén, esa ciudad que, en su tiempo, se encontraba atrapada por los fariseos y saduceos, por una estructura religiosa pervertida que no comprendió la llegada del Mesías. En el contexto de la Judea santa —un concepto que, como recordamos, no implica necesariamente la perfección moral o espiritual que a menudo asociamos con la santidad, sino una comunidad marcada por la lucha y la esperanza de la llegada del Salvador— surge la figura de Jesús, nacido de una primogénita levita (probablemente por línea materna) y descendiente de David (por línea paterna). Jesús, al nacer de esta familia, cumple con la profecía que anticipaba que el Mesías debía surgir del linaje de David. Esta doble genealogía —que integra el sacerdocio levítico y la realeza davídica— se cumple en la persona de Cristo, quien, paradójicamente, permite la destrucción de Jerusalén en el año 70 d.C. por parte de las legiones romanas, en un acto de juicio divino.

En el segundo párrafo de la lectura, encontramos el llamado de "Ponte de pie, Jerusalén, sube a la altura, levanta los ojos y contempla a tus hijos, reunidos de oriente y de occidente, a la voz del espíritu, gozosos porque Dios se acordó de ellos." Este pasaje se comprende a la luz de la Nueva Jerusalén, la cual, como dice Jesucristo a través de San Juan, es celestial en su fundación, porque su cimiento es Cristo, quien reside en el Cielo. La Nueva Jerusalén tiene también una dimensión terrenal, representada por San Pedro, la primera piedra sobre la que se asienta la Iglesia. La Iglesia, que es el Nuevo Israel, es ahora el Pueblo de Dios, compuesto no solo por los descendientes de los judíos, sino también por los gentiles que, por la gracia de Dios, se han convertido al cristianismo, y son reunidos de todos los rincones del mundo, como un solo pueblo bajo la acción del Espíritu Santo. Este proceso de conversión, que va de la caída de Adán hasta la resurrección gloriosa de Cristo, tiene como consecuencia la restauración definitiva de la humanidad. Jerusalén, en su figura femenina, es ahora el símbolo de la restauración, ya no como Eva caída, sino como María, la nueva Eva, y la Iglesia, su hija y esposa del Cordero, que se pone en pie para luchar, como los hijos de Israel que, aunque salieron a pie y fueron llevados cautivos por los enemigos, ahora son devueltos por Dios llenos de gloria, como príncipes reales. Este es el mensaje de redención y restauración, que no se puede entender en el marco del antiguo pacto, sino solo en el contexto del nuevo y definitivo pacto que Cristo ha sellado con su sacrificio.

La figura de los "príncipes cristianos" que se mencionan en la liturgia es esencial para entender esta perspectiva: el pueblo de Dios no está sometido a un poder terreno, sino que está constituido por aquellos que viven según las leyes del Reino de Cristo. Y aquí, debo hacer una reflexión: la derrota que sufrimos como Iglesia, la crisis que vemos en la sociedad, no es ajena a nuestra falta de conversión personal. No se puede esperar que el mundo se convierta si nosotros, los cristianos, no comenzamos por transformar nuestras vidas. Y esto no es algo que podamos lograr por nuestra cuenta, sino solo a través de la gracia de Dios.

De acuerdo con el pensamiento de San Pablo, "Estoy convencido de que aquel que comenzó en ustedes esta obra, la irá perfeccionando siempre hasta el día de la venida de Cristo Jesús." Es decir, la obra de conversión y redención no depende de nuestras fuerzas, sino de la acción de Dios en nosotros. San Pablo, en su carta a los Filipenses, nos invita a permitir que el amor de Dios siga creciendo en nosotros, para que podamos vivir de acuerdo con sus mandamientos y prepararnos para la venida de Cristo. Esta es la tarea de todo cristiano: vivir en conformidad con las leyes de Dios, que son las mismas que Él reveló a Moisés en el Sinaí, que fueron ratificadas por el mismo Cristo y proclamadas como ley universal por la Iglesia.

Este es el contexto en el que la liturgia de hoy nos invita a reflexionar sobre la venida de Cristo, no solo como un evento festivo, sino como el cumplimiento de la promesa de redención. Estamos en el tiempo de Adviento, un tiempo de espera y preparación, pero una espera activa, no pasiva. No podemos preparar el camino del Señor con nuestras propias fuerzas, sino con la gracia de Dios. Solo a través de esa gracia podremos ser los "príncipes cristianos" llamados a vivir en conformidad con las leyes divinas y, así, reflejar la gloria de Dios en nuestras vidas.

Finalmente, en el evangelio del Misal de 1962, parece que San Juan Bautista duda del Mesías. Sin embargo, entendemos que esta duda no es más que una última tentación del diablo, un desafío profético que marca el final de su misión. Al confirmar la identidad de Cristo, San Juan Bautista no solo testifica al Mesías, sino que también señala a sus discípulos la necesidad de seguirlo, en lugar de seguir a un líder terrenal. Esto nos invita a profundizar en la misión que Cristo ha encomendado a su Iglesia, que es vivir en verdad, justicia y misericordia, y preparar el camino del Señor, haciendo rectos sus senderos, como nos recuerda el profeta Isaías.

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