II Domingo de Adviento
La paz de nuestro Señor Jesucristo esté con todos nosotros.
Hermanos y hermanas en Cristo, este II Domingo de Adviento nos llama a profundizar en el sentido de la esperanza, esa virtud que, anclada en la promesa divina, nos impulsa a caminar hacia el cumplimiento del plan de salvación. Además, esta semana se enriquece con la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, el 9 de diciembre, un recordatorio de la fidelidad de Dios a su pueblo y de la intercesión maternal de María en nuestra vida de fe. El Adviento es precisamente este tiempo de transformación. A veces, evitamos confrontar nuestras derrotas, ya sea en el ámbito espiritual o moral. Sin embargo, el profeta nos llama a dejar atrás el luto, ese estado de desaliento, para revestirnos con la esperanza que brota de Dios. Jerusalén es un símbolo de la Iglesia, pero también de cada uno de nosotros. Dios no nos abandona, sino que nos eleva, restaurándonos como “príncipes reales”. Comenzamos este II Domingo de Adviento con las luces de las Escrituras que nos guían en este tiempo de espera y esperanza. En medio del trajín del mundo, que con frecuencia busca distraernos de la preparación espiritual, la Iglesia nos llama a detenernos y reflexionar. Hoy, la liturgia nos presenta un mensaje claro: la promesa de Dios se cumple en Jesucristo, y estamos invitados a responder con fe, conversión y una renovada confianza en el Señor.
La primera lectura del libro de Baruc nos habla de un cambio radical en el destino de Jerusalén: “Despojate de tus vestidos de luto y aflicción, y vístete para siempre con el esplendor de la gloria que Dios te da.” Este pasaje es una invitación a dejar atrás el pasado de derrota, el pecado y el exilio espiritual, y revestirnos de la justicia y la gloria que vienen de Dios. Jerusalén, aquí representada como una figura femenina, simboliza a la Iglesia, pero también a cada uno de nosotros. Esta llamada a la transformación no es solo poética; es profundamente real. Dios interviene para restaurar la dignidad de su pueblo. Así como Jerusalén es invitada a levantarse y mirar hacia la reunión de sus hijos, nosotros somos llamados a levantar la mirada, a ver más allá de nuestras preocupaciones inmediatas, y contemplar la obra de Dios que reúne, consuela y eleva a su pueblo. La lectura también alude a un camino preparado por Dios, donde los valles serán rellenados y las colinas abatidas. Esta imagen prefigura el mensaje de Juan Bautista en el Evangelio, pero también es un recordatorio de que nuestra conversión personal es parte de este allanamiento. Dios quiere que nuestros corazones sean un terreno fértil donde su gloria pueda habitar.
El salmo 125 responde a la primera lectura con un canto de júbilo: “Grandes cosas has hecho por nosotros, Señor.” Este salmo nos enseña la actitud de gratitud que debe acompañar nuestra fe. Los judíos que regresaban del exilio en Babilonia cantaban este himno como expresión de su confianza en la fidelidad de Dios. Nosotros también, al vivir el Adviento, somos llamados a recordar las “grandes cosas” que Dios ha hecho en nuestras vidas. ¿Qué mayor motivo de esperanza tenemos que la encarnación de Jesucristo, quien asumió nuestra humanidad para rescatarnos del pecado? Sin embargo, este cántico no ignora las lágrimas ni el esfuerzo: “Al ir, iban llorando, cargando la semilla; al regresar, cantando vendrán con sus gavillas.” Es un recordatorio de que nuestra peregrinación terrena implica sacrificios y trabajos, pero con la certeza de que el Señor corona nuestros esfuerzos con frutos abundantes.
Tanto en el vetus ordo como en el novus ordo San Pablo nos recuerda, en la carta a los Romanos que todo lo que fue escrito en las Escrituras tiene un propósito: “Que, a través de nuestra paciencia y del consuelo que dan las Escrituras, mantengamos la esperanza.” Aquí vemos cómo la Palabra de Dios es fuente de fortaleza, especialmente en tiempos de adversidad. Pablo nos exhorta a vivir en unidad y a glorificar a Dios “a una sola voz.” Esta unidad no significa uniformidad de pensamiento, sino comunión en Cristo. En el Novus Ordo, la lectura de Filipenses subraya el amor que debe abundar entre nosotros, un amor que crece en conocimiento y discernimiento para que podamos “escoger siempre lo mejor.” Este amor no es meramente sentimental; es práctico y transformador.
En el Evangelio según San Mateo, Jesús responde a la pregunta de Juan el Bautista con hechos: “Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios.” Estos signos no son solo milagros; son la evidencia de que el Reino de Dios está irrumpiendo en la historia. Jesús también elogia a Juan como más que un profeta, el mensajero que prepara el camino del Señor. Aquí, nuevamente, resuena la llamada al testimonio valiente en medio de las adversidades. Juan fue encarcelado por proclamar la verdad, y nosotros, como Iglesia, estamos llamados a ser esa voz que clama en el desierto moderno. En el Novus Ordo, el Evangelio de Lucas nos invita a “preparar el camino del Señor.” Este camino comienza en el corazón de cada uno. El Adviento nos desafía a examinar nuestras vidas, identificar los “valles” de desánimo y pecado, y las “colinas” de orgullo y autosuficiencia, para allanarlos con la ayuda de la gracia divina.
Conclusión
Los dos primeros párrafos del
libro de Baruc, que leemos hoy, son especialmente poderosos, tanto intelectual
como espiritualmente. El profeta nos invita a Jerusalén: "Despojate de tus
vestidos de luto y aflicción, y vístete para siempre con el esplendor de la
gloria que Dios te da". Esta exhortación nos conecta con una realidad que
a menudo evitamos: nuestra derrota en el mundo. Esta no es una derrota de
desesperanza, sino un reconocimiento de que nuestra lucha por vivir el
Evangelio en un mundo que parece ir en contra de esos valores puede sentirse, a
veces, como un combate arduo.
No se trata de vernos a nosotros
mismos como vencidos por el pecado, sino de reconocer la fragilidad humana y la
necesidad de la gracia divina. En este Adviento, debemos reflexionar sobre
nuestras luchas y renovar nuestra esperanza, pues, como nos enseña la Iglesia,
la gloria de Dios nos espera.
Baruc nos llama a revestirnos del
esplendor de esa gloria. No se trata de un esplendor mundano, sino de una
gloria espiritual que Dios nos otorga, como un don inmerecido, un faro de
esperanza en medio de nuestras batallas diarias.
En el segundo párrafo de Baruc,
encontramos una visión de esperanza y restauración: "Ponte de pie,
Jerusalén, sube a la altura, levanta los ojos y contempla a tus hijos, reunidos
de oriente y de occidente, a la voz del espíritu". Este pasaje nos
recuerda que la nueva Jerusalén no es solo una ciudad física, sino una realidad
espiritual que se extiende a todo el pueblo de Dios.
La Jerusalén de la que habla
Baruc es la Iglesia, la nueva esposa del Cordero, que se levanta de sus caídas
y luchas. Como seres humanos, hemos sido llevados al "exilio"
por el enemigo, el diablo, que nos arrastra a la desesperanza y el pecado.
Pero, al igual que Dios regresó a Jerusalén con gloria, nos devuelve a su
gracia, y nos ofrece la restauración en Cristo.
Este retorno no es solo
individual, sino colectivo. La Iglesia, el Pueblo de Dios, es llamado a
levantarse de las dificultades del pasado y abrazar la esperanza de un futuro
lleno de la gloria de Dios. Cada uno de nosotros, como "príncipes
reales", estamos llamados a ser testigos de esta gloria, que no
depende de nuestra perfección humana, sino de la gracia transformadora de Dios.
El Salmo nos invita a alabar a
Dios por las grandes cosas que ha hecho por nosotros. "Grandes cosas
has hecho por nosotros, Señor". Esta proclamación no es solo un
recordatorio de las bendiciones pasadas, sino también un llamado a reconocer
que, a pesar de nuestra indignidad, Dios sigue actuando en nosotros.
Ninguno de nosotros es digno por
sí mismo, todos hemos pecado y nos hemos desviado del camino. Sin embargo, Dios
no nos abandona. Él, por su misericordia, nos llama a la salvación, y es esta
misma misericordia la que debemos celebrar.
La Iglesia, como cuerpo místico
de Cristo, se reconoce como hija de David, y por extensión, como hija del mismo
Dios Padre. Al ser miembros del Cuerpo de Cristo, compartimos una dignidad y un
honor infinitos, no porque lo merezcamos, sino por la gracia de Dios.
En el Adviento, somos llamados a
prepararnos para la venida de Cristo, no con nuestras propias fuerzas, sino con
las fuerzas que Dios nos da. El Evangelio nos recuerda la necesidad de preparar
el camino del Señor, no con nuestra sabiduría o poder, sino confiando en la
guía divina. En este tiempo de espera, el Señor nos invita a hacer rectos los
senderos de nuestro corazón, a suavizar nuestras durezas, y a abrir nuestro ser
a su gracia.
Este es el tiempo para
reflexionar sobre nuestra vida y reconocer las áreas en las que necesitamos un
cambio, no solo de acciones, sino de corazón. No se trata de esperar solo una
celebración externa de Navidad, sino de prepararnos para el Reino de Dios, que
debe transformar y ordenar todo en nosotros, para que podamos vivir como
verdaderos "príncipes cristianos" en su Reino.
Al final de nuestras reflexiones,
es inevitable enfrentar la realidad de nuestra propia lucha y fracaso. Muchos
de ustedes, confesores algunos, parientes otros, puede que me acusen, y razón
no les falta, y pido a Dios que no les tome en cuenta este juicio sobre mí,
pues lo merezco, de no vivir completamente según creo, predico, proclamo o siento.
Con claridad y veracidad, me dirán sigues siendo esclavo de tus propios errores
y pecados. Pero debo recordar que la obra de nuestra conversión no depende de
nuestras fuerzas, sino de la obra continua de Dios en nosotros. San Pablo nos
recuerda: "Estoy convencido de que aquel que comenzó en ustedes esta
obra, la irá perfeccionando siempre hasta el día de la venida de Cristo Jesús".
No es nuestra labor el perfeccionarnos por nuestros propios méritos, sino
permitir que Dios lo haga en nosotros, de ahí las obras, y los méritos de estas,
finalmente se dirigirán a Dios, pues “La fe sin obras, está muerta”.
Por eso, al igual que San Pablo,
debemos orar para que el amor de Cristo siga creciendo en nosotros, llevando a
un mayor conocimiento y sensibilidad espiritual. Que el Señor nos haga limpios
e irreprochables, llenos de los frutos de la justicia que solo provienen de
Cristo.
Hermanos y hermanas, estamos en
un tiempo de espera, pero no es un tiempo pasivo. Es un tiempo activo de
preparación. Debemos prepararnos para la venida del Señor, no con nuestras
propias fuerzas, sino con la gracia que Él nos ofrece. En este Adviento, como
"príncipes cristianos", nuestra misión es vivir de acuerdo con
la ley de Dios y colaborar en la edificación de su Reino.
Que cada uno de nosotros, al
igual que San Juan Bautista, prepararemos el camino del Señor en nuestros
corazones, y que la gracia de Dios nos acompañe para vivir según Su voluntad,
en espera de la venida gloriosa de Cristo.
Que el Dios de la esperanza nos
llene de alegría y paz, y que, por la fuerza del Espíritu Santo, podamos ser
testigos de su gloria en el mundo.
Amén.