Ecclesia est

 Apología

La Iglesia es el Israel de Dios, el nuevo Pueblo elegido no según la carne, sino según el Espíritu, no por la descendencia de Abraham según la carne, sino por la fe en Cristo, en quien se cumple toda la promesa (cf. Gál 3,7.29). Constituida como “linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido por Dios” (1 Pe 2,9), la Iglesia ha sido fundada por el mismo Cristo como signo eficaz de salvación y como cuerpo viviente que prolonga su presencia en la historia. Ella es simultáneamente visible e invisible, jerárquica y carismática, humana y divina, pues en ella se entrelaza la economía de la gracia con la historia de los hombres. Esta realidad misteriosa, anunciada desde antiguo en figuras como el Arca, el Templo, la Jerusalén celestial y la Esposa del Cantar, se realiza en plenitud en la Iglesia, cuyo origen está en el costado traspasado de Cristo (cf. Jn 19,34), del que brotan sangre y agua, signos del Bautismo y la Eucaristía. Así como Eva fue formada del costado de Adán dormido, la Iglesia nace del nuevo Adán en el sueño de la muerte redentora.

La Iglesia es el Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12,27), en el cual cada miembro tiene una función específica y necesaria, pero todos están unidos bajo una misma Cabeza (cf. Ef 4,15-16). Esta unión no es meramente moral o sociológica, sino ontológica y sacramental: por el Bautismo, el creyente es injertado en Cristo y participa de su vida; por la Eucaristía, se alimenta del mismo Cuerpo y Sangre del Señor; por la Confirmación, recibe el sello del Espíritu que lo incorpora plenamente al Pueblo de Dios. En ella se cumple la promesa de Cristo: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20), pues la Iglesia no es sólo una institución fundada por Él, sino su presencia continuada, su obra permanente, su Esposa y su Cuerpo. Ella no subsiste por sí misma, sino que vive de Cristo y para Cristo, y fuera de Él no tiene sentido, misión ni destino.

Por su misma constitución divina, la Iglesia es santa, no por los méritos humanos de sus miembros, sino por la santidad de Aquel que la fundó y santifica. “Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla” (Ef 5,25-26), y esa santificación es continua, constante, dinámica, porque el pecado de sus miembros no anula la acción del Espíritu, sino que exige conversión y penitencia. La santidad de la Iglesia se manifiesta en los medios que Cristo le ha confiado: la Palabra viva de Dios, los sacramentos eficaces de la gracia, la oración que eleva el alma y une a los fieles en comunión con el Padre. A través de estos dones, la Iglesia guía a los suyos por el camino de la perfección cristiana, llamándolos cada día a “renovarse en el espíritu de la mente” (Ef 4,23) y a revestirse “del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdadera” (Ef 4,24).

La Iglesia es una sociedad perfecta, no en el sentido de impecabilidad de sus miembros, sino por la suficiencia de los medios que posee para alcanzar su fin último: la gloria de Dios y la salvación de las almas. Ella no necesita de elementos externos para cumplir su misión esencial, pues ha recibido del Señor todo cuanto es necesario para transmitir la fe, santificar a los fieles y gobernar al Pueblo de Dios. Esta perfección no anula su historicidad ni su necesidad de reforma, sino que subraya su origen divino y la coherencia interna de su ser. En un mundo fragmentado por el relativismo y el nihilismo, donde el hombre se disgrega en la exaltación del yo o en la sumisión al colectivo, la Iglesia aparece como signo de unidad que reconcilia libertad y verdad, persona y comunidad, razón y fe.

Como Sacramento de salvación, la Iglesia es al mismo tiempo signo e instrumento: signo visible de la unión con Dios y de la unidad de la humanidad, e instrumento por el cual esa gracia se comunica eficazmente. “El Reino de Dios está entre ustedes” (Lc 17,21), y ese Reino se hace presente en la Iglesia, aunque todavía no plenamente manifestado. Toda la estructura eclesial, desde los sacramentos hasta la liturgia, desde la predicación hasta la caridad, es ordenada a comunicar la vida divina, haciendo presente entre los hombres la realidad del Reino que viene. Por eso, todo acto verdaderamente eclesial tiene una dimensión escatológica: la Iglesia camina hacia la Jerusalén celestial, hacia la “ciudad que tiene fundamentos y cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Hb 11,10), y en su peregrinación va anticipando ya en signos visibles lo que será consumado en la gloria.

El sacerdocio en la Iglesia participa del único sacerdocio de Cristo, el eterno y verdadero Sumo Sacerdote, que ofreció de una vez para siempre un sacrificio perfecto (cf. Hb 10,12). Por el Bautismo, todos los fieles son consagrados como “casa espiritual y sacerdocio santo” para ofrecer sacrificios espirituales (cf. 1 Pe 2,5), haciendo de su vida una oblación agradable a Dios. Pero entre ellos, Cristo ha querido instituir un sacerdocio ministerial, que actúa en su nombre y hace presente su acción salvífica. Quienes reciben el sacramento del Orden son configurados con Cristo Cabeza y Pastor, para predicar la Palabra, celebrar los sacramentos y guiar a la comunidad en la caridad. Este ministerio no es fruto de la comunidad, sino don de lo alto, y su autoridad no proviene de un consenso humano, sino del mandato divino. En ellos se realiza visiblemente lo que Cristo prometió: “El que los escucha a ustedes, me escucha a mí; el que los rechaza a ustedes, me rechaza a mí” (Lc 10,16).

La fe de la Iglesia se apoya en un doble pilar inseparable: la Sagrada Escritura y la Tradición apostólica. Ambas proceden de la misma fuente divina y se interpretan a la luz del Espíritu Santo que guía al Magisterio. La Escritura, inspirada por Dios, es “útil para enseñar, para reprender, para corregir y para instruir en la justicia” (2 Tm 3,16), pero no puede ser leída al margen de la Tradición viva que la ha transmitido, custodiado y proclamado. La Tradición no es acumulación de costumbres humanas, sino la transmisión fiel de lo recibido desde los Apóstoles, y su dinamismo permite que la Iglesia, en cada época, pueda comprender con mayor profundidad el misterio de Cristo. “Nosotros no recibimos el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer lo que Dios nos ha dado” (1 Co 2,12), y ese conocimiento se desarrolla en la vida litúrgica, en el testimonio de los mártires, en los concilios, en la vida santa de los fieles y en el discernimiento del Magisterio, asistido por el mismo Espíritu que guio a los apóstoles.

En medio de un mundo secularizado, donde reina el desconcierto ético y la confusión espiritual, la Iglesia está llamada a ser luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5,13-14). No se acomoda al espíritu del tiempo, sino que lo interpela con la verdad que no pasa. El Evangelio no es una ideología, ni la Iglesia una ONG religiosa: es el Pueblo de Dios en camino, que lleva en vasos de barro el tesoro de la gracia (cf. 2 Co 4,7). Ella proclama que “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre” (Hb 13,8), y por eso su enseñanza moral y doctrinal no cambia con las modas ni se somete a los poderes del mundo. En su doctrina social, iluminada por el Evangelio, la Iglesia promueve la justicia, la paz, el respeto por la vida y la dignidad de toda persona humana, creada a imagen de Dios (cf. Gn 1,27), denunciando con valentía las estructuras de pecado que esclavizan al hombre y destruyen la comunión.

En su caminar hacia el Reino, la Iglesia está guiada por aquel a quien Cristo confió el primado: Pedro. El ministerio petrino, ejercido por el Papa como Sucesor de Pedro, garantiza la unidad y la fidelidad de la Iglesia a su Señor. “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18), y esa promesa no fue anulada ni por la triple negación del apóstol ni por las debilidades humanas de sus sucesores. La asistencia divina asegura que la Iglesia no será vencida por las puertas del infierno, y el carisma del primado permite mantener firme la fe de los hermanos (cf. Lc 22,32). El Papa no es un monarca terreno, sino un siervo de la verdad revelada, cuya misión es confirmar en la fe y preservar la unidad de todos los fieles en comunión con Cristo.

La Iglesia, fundada por Cristo, vivificada por el Espíritu y peregrina hacia el Padre, es el lugar donde se realiza la historia de la salvación. Ella acoge a los pecadores, forma a los santos, combate el error y anuncia la verdad. No es un proyecto humano ni un acuerdo entre voluntades: es el misterio de la Presencia divina que habita entre los hombres, la Esposa del Cordero que espera al Esposo con la lámpara encendida (cf. Mt 25,1-13). Su misión no concluirá hasta que Cristo vuelva en gloria, y entonces la Iglesia se presentará ante Él “sin mancha ni arruga, santa e inmaculada” (Ef 5,27), como ciudad celestial descendida del cielo, preparada como una esposa adornada para su esposo (cf. Ap 21,2).

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