¿A Divinis?

Reflexión

La práctica pastoral, particularmente en lo referido a la administración de sacramentales y la observancia de los ritos tradicionales, se ve a veces atravesada por situaciones donde la disciplina eclesiástica y la necesidad espiritual de los fieles entran en aparente tensión. Un caso ilustrativo es el de los sacerdotes suspendidos a divinis que son requeridos para bendecir agua y sal conforme a las fórmulas tradicionales de la Iglesia, cuando sacerdotes en plena comunión, pese a estar legítimamente habilitados, omiten o alteran de manera notable dichas fórmulas. Este escenario plantea cuestiones de orden teológico y canónico, en las que confluyen la validez de la acción sacramental, la licitud o ilicitud de la misma y el principio supremo del bien de las almas (salus animarum).

1. Carácter sacerdotal indeleble y validez de las bendiciones

En la teología católica, el sacramento del Orden confiere al sacerdote un carácter ontológico indeleble que lo configura para actuar in persona Christi, mediando entre Dios y los hombres. Ni el pecado personal ni las sanciones canónicas pueden anular esta impronta sacramental; así lo atestigua la tradición de la Iglesia, fundamentada en la sacramentología escolástica. Aun cuando un sacerdote sea suspendido a divinis, conserva la potestad —ontológicamente hablando— de conferir sacramentos y sacramentales, pues dicha potestad emana de la acción de Cristo, no de la condición personal ni disciplinaria del ministro.

Desde este punto de vista, las bendiciones realizadas por un sacerdote suspendido son válidas si se cumplen los elementos esenciales: la materia (por ejemplo, agua y sal), la forma (fórmulas aprobadas por la Iglesia) y la intención (querer hacer lo que la Iglesia hace). La eficacia de los sacramentales depende de la oración de la Iglesia y de la fe de los fieles, más que de la dignidad moral o disciplinaria del ministro. El poder de orden permanece activo en cuanto capacidad, aunque su ejercicio esté limitado jurídicamente.

2. La licitud de las acciones y los límites de la suspensión

No obstante, la validez teológica de la bendición no anula el hecho de que un sacerdote suspendido se encuentra bajo una prohibición canónica de ejercer actos propios del ministerio sacerdotal (c. 1333 CIC). La suspensión a divinis implica, entre otras cosas, la prohibición de celebrar la Eucaristía, administrar sacramentos y sacramentales, excepto en casos de necesidad urgente —como cuando peligra la vida de un fiel—. Por consiguiente, y en términos estrictamente jurídicos, las acciones litúrgicas u oracionales de un sacerdote suspendido son ilícitas, es decir, contrarias al derecho de la Iglesia.

La disciplina canónica salvaguarda la comunión eclesial y la obediencia al legítimo superior, de modo que la omisión de estas normas vulnera la ordenación jurídico-pastoral que regula el ejercicio del sacerdocio. Sin embargo, la misma ley reconoce que la suprema norma que guía la interpretación de cualquier disposición es el bien de las almas. En situaciones verdaderamente excepcionales, donde no existe otra posibilidad razonable de recibir una bendición conforme a los ritos establecidos, algunos teólogos y canonistas ponderan la posibilidad de una justificación moral —no legal—, sustentada en la caridad pastoral y la solicitud por la vida espiritual de los fieles.

3. El principio de necesidad pastoral y la caridad

En la reflexión teológica y canónica, se ha sostenido que el “bien de las almas” (salus animarum) es la razón última que inspira la norma y no ha de confundirse con una apelación personal al margen de la disciplina general. Si bien el sacerdote suspendido está objetivamente en rebeldía disciplinaria, podría haber casos muy puntuales donde, motivado por la caridad y sin pretender desafiar a la autoridad eclesiástica, actúe para subsanar una necesidad grave y real de los fieles. Aun entonces, su actuación no deja de ser ilícita, pero la intención caritativa podría atenuar su responsabilidad moral. Conviene subrayar que esta valoración no equivale a legitimar un proceder que ignore la autoridad del obispo o que favorezca una situación de cisma práctico, sino a examinar la complejidad de casos concretos desde la perspectiva pastoral.

4. El respeto a los ritos tradicionales y la fidelidad litúrgica

El origen de estas tensiones puede radicar, en parte, en la alteración o sustitución de las fórmulas tradicionales por parte de sacerdotes en comunión, quienes, a veces por desconocimiento, descuido o criterio personal, modifican los ritos aprobados por la Iglesia. Este proceder genera perplejidad y escándalo en ciertos fieles, que encuentran en las fórmulas tradicionales la expresión más evidente de la fe eclesial y el vínculo con la historia litúrgica. La Iglesia, al prescribir oraciones y rituales específicos, no busca un formalismo vacío, sino un lenguaje teológico y espiritual cuidadosamente custodiado que manifiesta la acción de Cristo a través de signos visibles. Ignorar o trivializar tales fórmulas puede llevar a los laicos a buscar la asistencia de ministros en situación irregular, confiados en que al menos allí se observa la tradición íntegra.

Por ende, se plantea la relevancia pastoral de reforzar la formación litúrgica y la obediencia a las normas por parte de los sacerdotes en plena comunión, pues el respeto a los ritos oficiales es un factor fundamental en la comunión eclesial y en la correcta transmisión de la fe.

5. Reflexión final

En síntesis, la validez de la bendición impartida por un sacerdote suspendido se funda en el carácter indeleble del Orden Sagrado y la acción de Cristo que trasciende las limitaciones humanas. Al mismo tiempo, su ilicitud se deriva de la prohibición canónica que pesa sobre el suspendido, cuyo incumplimiento se interpreta como un acto contra la disciplina de la Iglesia. Sin embargo, dada la prioridad absoluta del bien de las almas, cabe una consideración pastoral de las situaciones extraordinarias, sin perder de vista que dichas excepciones no anulan la exigencia de obediencia y comunión con la autoridad eclesiástica.

El correcto enfoque implica, por un lado, reconocer la legitimidad y valor de las fórmulas litúrgicas tradicionales que expresan la fe de la Iglesia; por otro, favorecer la formación y la disciplina de los ministros para que no den ocasión de escándalo ni empujen a los fieles a situaciones canónicamente irregulares. Finalmente, la conciencia de que el poder de Dios actúa en todo tiempo y lugar —incluso a través de ministros imperfectos o sancionados— no debe usarse como pretexto para desacreditar la dimensión institucional de la Iglesia, sino para recordarnos que la gracia divina coopera con la frágil libertad humana y se orienta siempre a la edificación espiritual de quienes buscan a Dios con corazón sincero.

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