La Restauración de la Monarquía Católica en un Sistema Federativo: Propuesta para el Futuro de las Sociedades Hispanas

 Tipo de artículo: Opinión. Disciplina: Ciencia Política, Derecho Constitucional, Teología Social.

La Restauración del Estado Monárquico-Católico: Un Camino Hacia una Sociedad Justa y Solidaria

Introducción

La propuesta de restaurar una monarquía católica dentro de un sistema federativo, que combine el gobierno de un monarca como jefe de Estado con la autonomía local para cada parte de la federación, representa una visión audaz y profundamente enraizada en la tradición política y social de los pueblos hispanos. Este proyecto no solo pretende un cambio de estructura política, sino también la revalorización de principios cristianos que han definido históricamente la identidad de las naciones hispánicas, sustentando una organización social y política orientada al bien común.

Bases Históricas

El concepto de la monarquía católica no es nuevo en la historia de España y los países de América Latina. Durante siglos, el monarca en las naciones hispanas ha sido visto no solo como el jefe del Estado, sino también como un defensor y protector de la fe católica. Este modelo se consolidó durante la Edad Media, cuando los monarcas se presentaban como los guardianes de la cristiandad, especialmente en el contexto de la Reconquista y la consolidación del reino cristiano frente a la invasión musulmana. La unión de la corona y la iglesia fue fundamental en la creación de una estructura política que no solo buscaba el bienestar material del pueblo, sino también la salvación espiritual.

En América Latina, los virreinatos españoles, como extensiones del Imperio Español, perpetuaron este modelo monárquico, que comprendía una jerarquía en la que el rey, como monarca, delegaba ciertas responsabilidades en sus representantes locales pero siempre manteniendo el vínculo estrecho con la Iglesia. Sin embargo, la emancipación y el posterior distanciamiento de las monarquías europeas marcaron una ruptura con este modelo, dando paso a sistemas democráticos que, a pesar de sus beneficios en términos de representatividad y democracia, han perdido muchas de las virtudes que la monarquía católica propugnaba, especialmente la moral y el orden social bajo principios cristianos.

Bases Jurídicas

Desde el punto de vista jurídico, la propuesta de restauración de la monarquía católica en una estructura federativa encuentra sustento en las constituciones que han regido los países hispanos a lo largo de la historia. En especial, las leyes fundamentales de los reinos españoles que establecían un modelo político centralizado con clara influencia del papado, y que en su mayor parte garantizaban la libertad religiosa y el compromiso de los gobernantes con el bienestar espiritual y material de sus súbditos. El derecho canónico, que fue la base del orden jurídico en muchos países hispanos, se considera un eje fundamental para la organización de la sociedad, subordinando los intereses políticos a los principios divinos.

Hoy en día, muchas naciones hispánicas, aunque constitucionalmente republicanas, aún mantienen elementos del antiguo sistema monárquico, como el principio de la primacía del derecho natural y de la moral cristiana en la legislación civil. La propuesta de restaurar una monarquía constitucional católica dentro de una federación de estados autónomos no contravendría los principios democráticos de estos países, ya que se trataría de un modelo híbrido que, más que abolir el sistema republicano, buscaría complementarlo y redirigirlo hacia la equidad social y la justicia moral.

Importancia y Justificación del Proyecto

La necesidad de una restauración de este modelo se fundamenta en varios factores. En primer lugar, el vacío moral y social que se ha evidenciado en las sociedades modernas, particularmente en los países hispanos, donde la secularización y el relativismo ético han minado la cohesión social y el sentido de identidad. La restauración de la monarquía católica tiene como objetivo reintegrar a la sociedad en un sistema que promueva los valores cristianos como la justicia, la solidaridad, el respeto por la familia, la vida humana y la dignidad de la persona.

La secularización de las estructuras políticas ha resultado en una pérdida de valores fundamentales que han llevado al desorden social, el debilitamiento de la familia y una creciente fragmentación cultural. El retorno a un sistema monárquico federativo, bajo los principios de la Iglesia Católica, sería un intento por restaurar no solo un orden político más justo, sino una moral común que permita el progreso de todos los ciudadanos, en armonía con los preceptos divinos.

El proyecto, por tanto, no debe verse solo como un regreso al pasado, sino como una propuesta visionaria que puede servir como modelo para la resolución de los desafíos contemporáneos, tales como la desigualdad económica, la falta de una educación de calidad y la crisis de los valores familiares. La estructura de una monarquía católica que actúe como un garante de la moral y el bien común, con una administración pública orientada a la justicia social, tiene la capacidad de ofrecer un enfoque más integrador y sostenible para las naciones hispánicas. 

Estructura del Gobierno Monárquico-Federativo:

La propuesta de un gobierno monárquico-federativo está profundamente enraizada en las tradiciones de la Cristiandad Hispana, en la cual el monarca no es un soberano absoluto, sino un líder moral y político que actúa como garante de la unidad y los valores cristianos que deben regir la sociedad. A diferencia de las monarquías absolutistas de otros períodos históricos, la monarquía propuesta no otorga al monarca un poder ilimitado o arbitrario; al contrario, su autoridad está sometida a una tradición de virtudes cristianas y principios morales que lo vinculan a un modelo de gobierno responsable, ético y al servicio del bien común.

El Monarca: Jefe Supremo del Estado, pero no Absoluto

El monarca, como jefe supremo del Estado, cumple un papel fundamental en la organización y conducción del gobierno. Sin embargo, este rol debe entenderse dentro de un marco de limitaciones morales y jurídicas. Su autoridad se deriva de su vocación de servicio a Dios y a la Cristiandad, por lo que su poder no es absoluto ni arbitrario, sino que está condicionado por el respeto a la ley natural, el derecho divino y la moral cristiana. En este sentido, el monarca es análogo al Papa en la Iglesia: aunque el Papa es el líder supremo de la Iglesia Católica, no ejerce una autoridad absoluta sobre todos los aspectos de la vida de los fieles; más bien, su autoridad se orienta a preservar la unidad de la Iglesia y la fe verdadera.

De la misma manera, el monarca católico debe ser un líder que no solo actúe como gobernante político, sino también como un modelo de virtud cristiana. La autoridad que ejerce está siempre al servicio de Dios, lo que implica una constante disposición a gobernar con justicia, prudencia, y piedad. Esta perspectiva del monarca como servidor de Dios y de su pueblo es esencial para entender su papel dentro de un sistema de gobierno monárquico-federativo.

La Educación del Monarca: Formación en la Moral y la Justicia

Uno de los aspectos fundamentales que diferencia a este modelo monárquico-federativo de otros sistemas es la educación del monarca. Desde su infancia, el futuro rey debe ser educado no solo en los aspectos prácticos de la política y la gobernanza, sino también en las virtudes cristianas que deben guiar su vida personal y política. La formación del monarca debe basarse en la moral cristiana, la justicia, la caridad, la humildad y la piedad, en lugar de centrarse únicamente en el ejercicio del poder político.

Esta educación debe ser integral, comenzando desde la niñez, y debe involucrar tanto la formación religiosa (en la doctrina de la Iglesia) como el aprendizaje de las virtudes que constituyen la verdadera sabiduría cristiana. El monarca no es solo un líder político, sino un líder moral cuyo ejemplo debe ser seguido por todos los ciudadanos, tanto en su vida personal como en la administración pública. De este modo, la estructura de gobierno no solo se fortalece por la figura de un monarca sabio y virtuoso, sino que se refuerza la identidad moral de toda la sociedad.

¿Qué es un Rey?

Un rey, en el contexto histórico y cristiano, es una figura que posee la autoridad para gobernar, pero esa autoridad no le pertenece por derecho propio, sino que es un don recibido de Dios para el bien de los súbditos. Un rey no es solo un gobernante, sino también un protector del orden moral y espiritual de su pueblo. En el cristianismo, el monarca es un “administrador” de los bienes divinos en la tierra, cuya misión es asegurar que el pueblo viva en armonía con los mandamientos de Dios. La realeza es entendida como un servicio a la comunidad, y el rey debe estar dispuesto a sacrificar sus propios intereses por el bienestar del pueblo.

Este entendimiento del rey se diferencia notablemente de la concepción moderna del poder soberano, que tiende a ver al monarca como el propietario del poder estatal. En la monarquía católica federativa propuesta, el rey es un líder temporal que tiene la responsabilidad de guiar y proteger la Cristiandad, pero siempre dentro del marco de los principios cristianos, cuya autoridad está en última instancia subordinada a la voluntad de Dios.

La Cristiandad Hispana: Unidad de Cristianos Libres

La Cristiandad Hispana no es solo una idea política, sino un concepto profundamente arraigado en la historia y la cultura de los pueblos hispanohablantes. La Cristiandad Hispana se entiende como la unidad de todos los cristianos que comparten la fe católica, bajo un sistema político y social que está marcado por los valores cristianos. El monarca debe presidir esta unidad de cristianos libres, actuando como un garante de la ortodoxia y la unidad espiritual, pero también como un protector de la libertad religiosa dentro de los límites del respeto a la ley moral divina.

El rey no debe ser un dictador ni un tirano, sino un defensor de los derechos de los cristianos libres, entendiendo que la libertad no es la ausencia de autoridad, sino la capacidad de vivir según la voluntad de Dios en una sociedad que promueve la justicia, la caridad y la solidaridad. La unidad de la Cristiandad Hispana debe ser entendida como un bien común, en el que cada parte del reino, ya sea un estado o una comunidad, se rige por las mismas normas morales y religiosas, pero con un grado de autonomía que respete las diferencias locales y culturales, bajo el principio de subsidiariedad.

El Monarca como Custodio de la Unidad Cristiana

El rey debe ser el custodio de la unidad de la Cristiandad, manteniendo la paz y la cohesión entre los diversos pueblos y comunidades que componen el reino. Esta unidad no es solo política, sino también espiritual, ya que la unidad de los cristianos es esencial para la supervivencia de la fe en el mundo. En este sentido, el monarca tiene la responsabilidad de garantizar que la sociedad se rija por los principios cristianos, promoviendo la justicia, el respeto a la vida y la dignidad humana, y fomentando una cultura que valore la familia, la educación cristiana y la moral tradicional.

Principios del Estado Social Católico

El Estado Social Católico es un modelo de organización política y social que tiene como base los principios fundamentales de la doctrina cristiana, con un énfasis particular en la dignidad humana, la justicia social y el bien común. Este modelo no busca solo la promoción de la libertad individual, sino que también se enfoca en el respeto por la ley moral natural y la autoridad moral de la Iglesia en los asuntos espirituales y sociales. Es, por tanto, un sistema que reconoce la autoridad de Dios sobre todas las esferas de la vida humana, tanto en lo individual como en lo colectivo.

1. La Dignidad Humana y el Bien Común

El primer principio fundamental del Estado Social Católico es el respeto por la dignidad humana. En la visión católica, cada persona es creada a imagen y semejanza de Dios, lo que le confiere una dignidad intrínseca que debe ser protegida y promovida en todo momento. Esta dignidad no depende de la condición social, económica o política de la persona, sino que es inherente a su naturaleza como hijo de Dios.

El Estado Social Católico debe ser un garante de esta dignidad, buscando siempre el bienestar integral de sus ciudadanos, lo cual implica no solo satisfacer sus necesidades materiales, sino también promover su crecimiento espiritual y moral. Este principio se extiende a todas las esferas de la vida social: desde la educación y la familia hasta el trabajo y la política.

El bien común es el segundo pilar esencial del Estado Social Católico. Mientras que en los sistemas liberales el bien común puede ser entendido como la suma de los intereses individuales, en el modelo católico, el bien común trasciende lo individual y se orienta hacia el beneficio colectivo en conformidad con la ley de Dios. Es la construcción de una sociedad justa, en la que todos los ciudadanos puedan vivir dignamente, en paz y armonía, cumpliendo su destino según los designios divinos. Este bien común, por tanto, no es negociable y debe prevalecer por encima de intereses particulares o grupales.

En el contexto de un Estado Social Católico (Societas), el bien común no es una mera suma de intereses individuales, sino que se fundamenta en principios de justicia, solidaridad y moralidad que buscan la prosperidad colectiva de la comunidad humana, guiada por la ley moral natural. Es el fin que se debe buscar a través de políticas públicas, leyes y principios que garanticen una sociedad donde todos los individuos puedan alcanzar su máximo desarrollo humano y espiritual. Sin embargo, dentro de este marco, surge un punto crucial: la tolerancia en una sociedad que debe lidiar con el mal y el pecado inherentes a la naturaleza humana caída.

La Tolerancia: La Coexistencia de lo Imperfecto en una Sociedad Cristiana

La tolerancia, en su sentido más profundo dentro de la tradición católica, no debe confundirse con la aceptación de lo pecaminoso ni con la promoción activa de lo que es moralmente incorrecto. En este sentido, la tolerancia en el Estado Social Católico implica la coexistencia respetuosa de las diferencias dentro de una sociedad que, en su conjunto, aspira a alcanzar el bien común. Es importante hacer una distinción entre tolerancia activa y tolerancia pasiva.

En la tolerancia activa, el Estado permite y respeta las libertades individuales, incluyendo aquellas acciones que son moralmente cuestionables según la doctrina católica, pero que no son de tal naturaleza que representen una amenaza directa a la cohesión social o al bienestar común. Este es el caso del concubinato, el divorcio y las uniones de personas del mismo sexo, que aunque toleradas en la ley civil, no son vistas como ideales para la sociedad. Se permite que estas realidades existan en el ámbito privado, pero el Estado no debe promoverlas ni protegerlas como instituciones de valor social.

Por otro lado, en la tolerancia pasiva, el Estado se abstiene de intervenir en la vida de los individuos, incluso cuando estos eligen vivir de acuerdo con principios que no son conformes a la moral cristiana. Sin embargo, es esencial que el Estado siga promoviendo el matrimonio y la familia en su sentido tradicional, basándose en la doctrina católica. En este sentido, la tolerancia en el Estado Social Católico está subordinada al principio de la virtud y el orden moral, reconociendo que algunas realidades, aunque permitidas, no son el ideal ni deben ser fomentadas.

El Matrimonio: Un Pilar de la Sociedad

El matrimonio es considerado un sacramento fundamental dentro de la doctrina católica, ya que no solo regula la relación entre el hombre y la mujer, sino que establece un vínculo sagrado que trasciende lo meramente humano, involucrando la cooperación con Dios en la creación de nuevas vidas. Es el modelo natural y sobrenatural de la unión conyugal, orientado no solo al amor y la procreación, sino también a la educación cristiana de los hijos y la transmisión de la fe.

Etimología del Matrimonio: El término matrimonio proviene del latín matrimonium, derivado de mater (madre) y monium (acción o estado). Es decir, el matrimonio es esencialmente el estado de ser madre, en el sentido de la creación de vida y la educación de los hijos. Esta etimología resalta el papel fundamental de la mujer en la familia, como madre y educadora, pero también implica la paternidad y la responsabilidad de los padres en el hogar.

El matrimonio, según la doctrina católica, es la institución natural que une a un hombre y a una mujer con el fin de establecer una familia. Es un compromiso solemne que está orientado a la creación de una familia estable y al bien común de la sociedad, ya que es en el seno del matrimonio donde se cultivan las virtudes cristianas y se prepara a la siguiente generación para asumir las responsabilidades sociales y espirituales.

La Traditio Romana y la Diferencia con la Tradición Civil

Desde la perspectiva jurídica y cultural, el matrimonio tiene una dimensión que está profundamente arraigada en la tradición romana. La traditio romana en su origen marcaba una distinción entre el matrimonio como un contrato social de carácter público y la concubina como una relación más privada. En la tradición romana, el matrimonio no solo representaba una unión de personas, sino también un vínculo con la familia extendida, y sobre todo, con la patria, pues el matrimonio estaba ligado a la idea de la preservación de la herencia patrimonial y la continuidad de la familia en la sociedad.

Por otro lado, la tradición civil moderna, influenciada por el liberalismo y la secularización de la sociedad, ha vaciado el matrimonio de su contenido moral y natural, transformándolo en un contrato privado que puede ser disuelto fácilmente y desvinculado de la procreación y educación de los hijos. Esta disolución del matrimonio en términos puramente civiles representa una grave amenaza para la estabilidad de la sociedad, pues niega la dimensión espiritual y trascendental de esta institución.

Por eso, el Estado Social Católico debe defender la tradición romana en cuanto al matrimonio y la familia, entendiendo que estos no son meros contratos civiles, sino instituciones naturales y sobrenaturales con un propósito divino, que son esenciales para la construcción de una sociedad cristiana. Al mismo tiempo, debe reconocer la libertad de las personas para vivir según sus propias elecciones, pero siempre bajo el principio de que el matrimonio, tal como lo define la doctrina cristiana, es el ideal para la organización de la sociedad.

La Tradición Apostólica y la Protección del Matrimonio

Desde la Tradición Apostólica, el matrimonio es considerado un sacramento indisoluble, cuyo vínculo no solo está formado por un pacto humano, sino por un acto divino. En este sentido, el matrimonio en el Estado Social Católico no debe ser considerado solo como una cuestión de leyes civiles, sino como una alianza sagrada entre el hombre, la mujer y Dios. Es una vocación divina para la creación y educación de nuevos cristianos, y debe ser protegido como tal por el Estado.

El derecho canónico de la Iglesia establece que el matrimonio es indisoluble, y el Estado debe reflejar esta indisolubilidad en su legislación, defendiendo la estabilidad y permanencia de la familia cristiana. La doctrina católica enseña que aunque el pecado y la debilidad humana pueden dar lugar a situaciones de mal y sufrimiento dentro de los matrimonios, la indisolubilidad del vínculo conyugal sigue siendo el ideal divino. Por ello, el Estado tiene la responsabilidad de promover este ideal, mientras tolera situaciones que no corresponden con él, pero que no deben ser vistas como el modelo a seguir.

En resumen, el Estado Social Católico se enfrenta al desafío de tolerar, en un contexto plural, situaciones que no se ajustan completamente al ideal cristiano, como el concubinato, el divorcio y las uniones del mismo sexo. Sin embargo, debe mantener como fundamento central la promoción del matrimonio natural y cristiano como la base de una sociedad sana y justa. Tolerar el mal, en este caso, no significa aceptarlo como ideal, sino permitir la coexistencia de realidades imperfectas en un contexto que siempre debe orientar a la sociedad hacia el bien común y la dignidad humana. La defensa del matrimonio tradicional como institución sagrada es fundamental para la continuidad de la familia cristiana y para la construcción de una sociedad justa, enraizada en los valores del Evangelio y la tradición apostólica.

2. La Subsidiariedad: La Familia como Pilar de la Sociedad

Otro principio esencial del Estado Social Católico es el de subsidiariedad, que sostiene que los problemas deben ser resueltos en el nivel más cercano a las personas, es decir, en el ámbito de la familia, la parroquia o la comunidad local, y solo debe intervenir el Estado cuando las instituciones inferiores no pueden hacerlo adecuadamente.

En el contexto de un Estado Social Católico, la familia ocupa un lugar central. La familia es el núcleo básico de la sociedad y, por lo tanto, debe ser protegida y promovida. En la enseñanza social católica, la familia es la primera escuela de virtudes, el lugar donde se cultivan los valores cristianos y se transmite la fe a las futuras generaciones. Es en el seno de la familia donde se experimenta la caridad, la justicia y la solidaridad, principios que deben regir toda la vida social y política.

El Estado debe crear condiciones para que las familias puedan cumplir con su misión, garantizando su estabilidad económica y protegiendo su libertad frente a intervenciones externas que puedan perjudicar su función natural. Por tanto, políticas que favorezcan el matrimonio, la maternidad, la educación en valores cristianos y el apoyo a los padres en el cuidado de los hijos son esenciales en un Estado Social Católico.

3. El Derecho Natural y la Ley Moral

El Estado Social Católico se fundamenta en el derecho natural, entendido como el conjunto de principios universales que rigen la conducta humana, accesibles a la razón humana y revelados por Dios a través de la naturaleza. Este derecho natural es la base para todas las leyes del Estado, ya que establece lo que es justo y bueno para el hombre, conforme a su naturaleza y destino divino.

Por esta razón, las leyes civiles no pueden contradecir la ley moral natural, ni mucho menos la ley divina. El Estado no tiene la facultad de promover leyes que vayan en contra de los principios morales establecidos por Dios, como en el caso de leyes que favorezcan el aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo, o la promoción de ideologías que atenten contra la moral cristiana.

Este principio también implica que la Iglesia juega un papel vital en la vida política, pues tiene la autoridad moral para señalar y enseñar lo que es justo, correcto y acorde con la voluntad de Dios. El Estado Social Católico debe, por tanto, asegurar una estrecha cooperación con la Iglesia, respetando su autoridad en los asuntos religiosos, morales y espirituales, sin que eso implique que la Iglesia ejerza un control directo sobre los asuntos temporales del Estado. Es una relación de respeto mutuo, donde el Estado valora el magisterio de la Iglesia y la Iglesia apoya la construcción de una sociedad justa.

4. La Solidaridad y la Justicia Social

La solidaridad es otro principio central del Estado Social Católico. Este principio sostiene que todos los miembros de la sociedad tienen una responsabilidad mutua de apoyarse, ayudarse y colaborar en la construcción del bien común. La solidaridad implica que el Estado debe garantizar que los más débiles y vulnerables de la sociedad reciban la protección y los cuidados necesarios para alcanzar una vida digna. Esto incluye el acceso a la educación, la salud, el trabajo y la seguridad social.

En este sentido, el Estado debe asegurarse de que no haya grandes desigualdades sociales, promoviendo una distribución equitativa de los bienes y recursos, sin caer en los excesos del igualitarismo que niega las legítimas diferencias sociales. La justicia social se traduce en una distribución justa de los recursos, donde cada quien recibe lo que le corresponde según su trabajo, sus méritos y sus necesidades, de manera que todos puedan llevar una vida digna y cumplir con su vocación cristiana.

5. La Defensa de la Fe y la Cultura Cristiana

Un principio esencial del Estado Social Católico es la defensa de la fe y la cultura cristiana. El Estado debe promover y proteger la libertad religiosa, garantizando que todos los ciudadanos puedan vivir y practicar su fe sin obstáculos. Asimismo, debe velar por la preservación de la cultura cristiana, que ha sido el motor histórico de la civilización occidental.

El Estado debe promover una educación que esté en consonancia con los valores cristianos, que enseñe a los jóvenes el respeto por la vida, la familia y la moral católica, y que los prepare para vivir en un mundo que respete la dignidad humana. La promoción de una cultura cristiana no significa imponer la religión a todos, sino garantizar que la moral cristiana sea el fundamento de la legislación y de las instituciones.

Conclusión del Segundo Punto

El Estado Social Católico no es un Estado confesional en el sentido de que se imponga una religión sobre todos los ciudadanos, sino que es un Estado cuyo marco político, social y económico está estructurado en torno a los principios del cristianismo, con el objetivo de promover el bien común y la justicia social, mientras se respeta la dignidad humana y se fomenta la solidaridad entre los miembros de la sociedad. En este tipo de Estado, la Iglesia tiene un papel esencial en la orientación moral y espiritual de la sociedad, pero el Estado también debe velar por el bienestar material de los ciudadanos, protegiendo los derechos fundamentales y promoviendo una cultura cristiana de paz, justicia y amor.

La Dignidad Humana y el Bien Común (Ampliación)

En el contexto de un Estado Social Católico, el bien común no es una mera suma de intereses individuales, sino que se fundamenta en principios de justicia, solidaridad y moralidad que buscan la prosperidad colectiva de la comunidad humana, guiada por la ley moral natural. Es el fin que se debe buscar a través de políticas públicas, leyes y principios que garanticen una sociedad donde todos los individuos puedan alcanzar su máximo desarrollo humano y espiritual. Sin embargo, dentro de este marco, surge un punto crucial: la tolerancia en una sociedad que debe lidiar con el mal y el pecado inherentes a la naturaleza humana caída.

La Tolerancia: La Coexistencia de lo Imperfecto en una Sociedad Cristiana

La tolerancia, en su sentido más profundo dentro de la tradición católica, no debe confundirse con la aceptación de lo pecaminoso ni con la promoción activa de lo que es moralmente incorrecto. En este sentido, la tolerancia en el Estado Social Católico implica la coexistencia respetuosa de las diferencias dentro de una sociedad que, en su conjunto, aspira a alcanzar el bien común. Es importante hacer una distinción entre tolerancia activa y tolerancia pasiva.

En la tolerancia activa, el Estado permite y respeta las libertades individuales, incluyendo aquellas acciones que son moralmente cuestionables según la doctrina católica, pero que no son de tal naturaleza que representen una amenaza directa a la cohesión social o al bienestar común. Este es el caso del concubinato, el divorcio y las uniones de personas del mismo sexo, que aunque toleradas en la ley civil, no son vistas como ideales para la sociedad. Se permite que estas realidades existan en el ámbito privado, pero el Estado no debe promoverlas ni protegerlas como instituciones de valor social.

Por otro lado, en la tolerancia pasiva, el Estado se abstiene de intervenir en la vida de los individuos, incluso cuando estos eligen vivir de acuerdo con principios que no son conformes a la moral cristiana. Sin embargo, es esencial que el Estado siga promoviendo el matrimonio y la familia en su sentido tradicional, basándose en la doctrina católica. En este sentido, la tolerancia en el Estado Social Católico está subordinada al principio de la virtud y el orden moral, reconociendo que algunas realidades, aunque permitidas, no son el ideal ni deben ser fomentadas.

El Matrimonio: Un Pilar de la Sociedad

El matrimonio es considerado un sacramento fundamental dentro de la doctrina católica, ya que no solo regula la relación entre el hombre y la mujer, sino que establece un vínculo sagrado que trasciende lo meramente humano, involucrando la cooperación con Dios en la creación de nuevas vidas. Es el modelo natural y sobrenatural de la unión conyugal, orientado no solo al amor y la procreación, sino también a la educación cristiana de los hijos y la transmisión de la fe.

Etimología del Matrimonio: El término matrimonio proviene del latín matrimonium, derivado de mater (madre) y monium (acción o estado). Es decir, el matrimonio es esencialmente el estado de ser madre, en el sentido de la creación de vida y la educación de los hijos. Esta etimología resalta el papel fundamental de la mujer en la familia, como madre y educadora, pero también implica la paternidad y la responsabilidad de los padres en el hogar.

El matrimonio, según la doctrina católica, es la institución natural que une a un hombre y a una mujer con el fin de establecer una familia. Es un compromiso solemne que está orientado a la creación de una familia estable y al bien común de la sociedad, ya que es en el seno del matrimonio donde se cultivan las virtudes cristianas y se prepara a la siguiente generación para asumir las responsabilidades sociales y espirituales.

La Traditio Romana y la Diferencia con la Tradición Civil

Desde la perspectiva jurídica y cultural, el matrimonio tiene una dimensión que está profundamente arraigada en la tradición romana. La traditio romana en su origen marcaba una distinción entre el matrimonio como un contrato social de carácter público y la concubina como una relación más privada. En la tradición romana, el matrimonio no solo representaba una unión de personas, sino también un vínculo con la familia extendida, y sobre todo, con la patria, pues el matrimonio estaba ligado a la idea de la preservación de la herencia patrimonial y la continuidad de la familia en la sociedad.

Por otro lado, la tradición civil moderna, influenciada por el liberalismo y la secularización de la sociedad, ha vaciado el matrimonio de su contenido moral y natural, transformándolo en un contrato privado que puede ser disuelto fácilmente y desvinculado de la procreación y educación de los hijos. Esta disolución del matrimonio en términos puramente civiles representa una grave amenaza para la estabilidad de la sociedad, pues niega la dimensión espiritual y trascendental de esta institución.

Por eso, el Estado Social Católico debe defender la tradición romana en cuanto al matrimonio y la familia, entendiendo que estos no son meros contratos civiles, sino instituciones naturales y sobrenaturales con un propósito divino, que son esenciales para la construcción de una sociedad cristiana. Al mismo tiempo, debe reconocer la libertad de las personas para vivir según sus propias elecciones, pero siempre bajo el principio de que el matrimonio, tal como lo define la doctrina cristiana, es el ideal para la organización de la sociedad.

La Tradición Apostólica y la Protección del Matrimonio

Desde la Tradición Apostólica, el matrimonio es considerado un sacramento indisoluble, cuyo vínculo no solo está formado por un pacto humano, sino por un acto divino. En este sentido, el matrimonio en el Estado Social Católico no debe ser considerado solo como una cuestión de leyes civiles, sino como una alianza sagrada entre el hombre, la mujer y Dios. Es una vocación divina para la creación y educación de nuevos cristianos, y debe ser protegido como tal por el Estado.

El derecho canónico de la Iglesia establece que el matrimonio es indisoluble, y el Estado debe reflejar esta indisolubilidad en su legislación, defendiendo la estabilidad y permanencia de la familia cristiana. La doctrina católica enseña que aunque el pecado y la debilidad humana pueden dar lugar a situaciones de mal y sufrimiento dentro de los matrimonios, la indisolubilidad del vínculo conyugal sigue siendo el ideal divino. Por ello, el Estado tiene la responsabilidad de promover este ideal, mientras tolera situaciones que no corresponden con él, pero que no deben ser vistas como el modelo a seguir.

Conclusión sobre Tolerancia, Matrimonio y Bien Común

En resumen, el Estado Social Católico se enfrenta al desafío de tolerar, en un contexto plural, situaciones que no se ajustan completamente al ideal cristiano, como el concubinato, el divorcio y las uniones del mismo sexo. Sin embargo, debe mantener como fundamento central la promoción del matrimonio natural y cristiano como la base de una sociedad sana y justa. Tolerar el mal, en este caso, no significa aceptarlo como ideal, sino permitir la coexistencia de realidades imperfectas en un contexto que siempre debe orientar a la sociedad hacia el bien común y la dignidad humana. La defensa del matrimonio tradicional como institución sagrada es fundamental para la continuidad de la familia cristiana y para la construcción de una sociedad justa, enraizada en los valores del Evangelio y la tradición apostólica.

2. La Subsidiariedad: La Familia como Pilar de la Sociedad

Otro principio esencial del Estado Social Católico es el de subsidiariedad, que sostiene que los problemas deben ser resueltos en el nivel más cercano a las personas, es decir, en el ámbito de la familia, la parroquia o la comunidad local, y solo debe intervenir el Estado cuando las instituciones inferiores no pueden hacerlo adecuadamente.

En el contexto de un Estado Social Católico, la familia ocupa un lugar central. La familia es el núcleo básico de la sociedad y, por lo tanto, debe ser protegida y promovida. En la enseñanza social católica, la familia es la primera escuela de virtudes, el lugar donde se cultivan los valores cristianos y se transmite la fe a las futuras generaciones. Es en el seno de la familia donde se experimenta la caridad, la justicia y la solidaridad, principios que deben regir toda la vida social y política.

El Estado debe crear condiciones para que las familias puedan cumplir con su misión, garantizando su estabilidad económica y protegiendo su libertad frente a intervenciones externas que puedan perjudicar su función natural. Por tanto, políticas que favorezcan el matrimonio, la maternidad, la educación en valores cristianos y el apoyo a los padres en el cuidado de los hijos son esenciales en un Estado Social Católico.

3. El Derecho Natural y la Ley Moral

El Estado Social Católico se fundamenta en el derecho natural, entendido como el conjunto de principios universales que rigen la conducta humana, accesibles a la razón humana y revelados por Dios a través de la naturaleza. Este derecho natural es la base para todas las leyes del Estado, ya que establece lo que es justo y bueno para el hombre, conforme a su naturaleza y destino divino.

Por esta razón, las leyes civiles no pueden contradecir la ley moral natural, ni mucho menos la ley divina. El Estado no tiene la facultad de promover leyes que vayan en contra de los principios morales establecidos por Dios, como en el caso de leyes que favorezcan el aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo, o la promoción de ideologías que atenten contra la moral cristiana.

Este principio también implica que la Iglesia juega un papel vital en la vida política, pues tiene la autoridad moral para señalar y enseñar lo que es justo, correcto y acorde con la voluntad de Dios. El Estado Social Católico debe, por tanto, asegurar una estrecha cooperación con la Iglesia, respetando su autoridad en los asuntos religiosos, morales y espirituales, sin que eso implique que la Iglesia ejerza un control directo sobre los asuntos temporales del Estado. Es una relación de respeto mutuo, donde el Estado valora el magisterio de la Iglesia y la Iglesia apoya la construcción de una sociedad justa.

4. La Solidaridad y la Justicia Social

La solidaridad es otro principio central del Estado Social Católico. Este principio sostiene que todos los miembros de la sociedad tienen una responsabilidad mutua de apoyarse, ayudarse y colaborar en la construcción del bien común. La solidaridad implica que el Estado debe garantizar que los más débiles y vulnerables de la sociedad reciban la protección y los cuidados necesarios para alcanzar una vida digna. Esto incluye el acceso a la educación, la salud, el trabajo y la seguridad social.

En este sentido, el Estado debe asegurarse de que no haya grandes desigualdades sociales, promoviendo una distribución equitativa de los bienes y recursos, sin caer en los excesos del igualitarismo que niega las legítimas diferencias sociales. La justicia social se traduce en una distribución justa de los recursos, donde cada quien recibe lo que le corresponde según su trabajo, sus méritos y sus necesidades, de manera que todos puedan llevar una vida digna y cumplir con su vocación cristiana.

5. La Defensa de la Fe y la Cultura Cristiana

Un principio esencial del Estado Social Católico es la defensa de la fe y la cultura cristiana. El Estado debe promover y proteger la libertad religiosa, garantizando que todos los ciudadanos puedan vivir y practicar su fe sin obstáculos. Asimismo, debe velar por la preservación de la cultura cristiana, que ha sido el motor histórico de la civilización occidental.

La identidad humana, tal como la concebimos desde la tradición cristiana, es una realidad profundamente arraigada en nuestra naturaleza, independientemente de nuestras inclinaciones personales, políticas, psíquicas o sexuales. En la historia de la humanidad, las revoluciones y cambios sociales que surgieron de intentos por redefinir la naturaleza del ser humano, su rol en la sociedad y el orden moral, han demostrado ser profundamente destructivos, no solo para las estructuras sociales que intentaban transformar, sino también para la misma dignidad humana que intentaban elevar. La Revolución Francesa, en particular, y sus raíces en el absolutismo borbónico y la revuelta luterana contra la Iglesia, ofrecen un contexto crucial para entender cómo el rechazo a una identidad humana trascendental y moralmente definida puede tener consecuencias catastróficas para el bien común.

El Colapso de la Revolución Francesa: Consecuencias de Rechazar una Identidad Moral Firme

La Revolución Francesa de 1789, marcada por el intento de erradicar las estructuras sociales y políticas tradicionales, fue el resultado directo del absolutismo Borbónico y su fracaso en cumplir con las necesidades espirituales y materiales de los ciudadanos. Luis XVI y su corte no supieron escuchar las voces del pueblo ni hacer frente a las injusticias que proliferaban bajo un sistema monárquico corrupto, creando una desconexión entre el gobernante y el gobernado. Esto desencadenó una revolución que, aunque al principio buscaba la libertad y la fraternidad, rápidamente se desvió hacia el terror y el caos, ya que la ideología que la sustentaba carecía de una visión moral común. En lugar de una búsqueda genuina de justicia, la revolución terminó sumiendo a la nación en una espiral de violencia, despersonalización y desmoronamiento de la estructura social.

El rechazo de los ideales tradicionales que daban forma a la identidad humana, como la ley moral natural y la doctrina cristiana, fue el germen de esta disolución. Los revolucionarios, al tratar de imponer una nueva moralidad que despojaba al ser humano de su dignidad inherente, sin un fundamento trascendental, crearon un vacío de poder y de identidad que la sociedad no supo llenar de manera adecuada. La identidad humana pasó a ser vista como algo maleable, sin un propósito divino claro, y la moral se fue disolviendo en una mera cuestión de voluntad política y de poder.

Lutero y la Revolución Espiritual contra el Papado: La Erosión de la Identidad Cristiana

En paralelo, el movimiento de Lutero en el siglo XVI, que cuestionó la autoridad papal y rechazó muchas de las enseñanzas tradicionales de la Iglesia, fue otro de los grandes acontecimientos que trastocó la identidad humana y su relación con Dios. Aunque Lutero se rebeló contra el abuso de poder dentro de la Iglesia, lo que resultó en la fragmentación del cristianismo, también abrió las puertas a una visión del ser humano centrada en la independencia individual y el rechazo de la autoridad moral universal de la Iglesia. En lugar de reconocer la identidad divina del ser humano, los reformadores favorecieron la autonomía personal como el principio rector de la vida cristiana.

Este rechazo a la autoridad eclesiástica y la ruptura con el Papado llevaron, en el largo plazo, a un debilitamiento de la comprensión de la identidad humana desde una perspectiva cristiana y teológica. En el mundo protestante, el énfasis en la salvación individual y el libre albedrío sin una tradición sólida para guiar a la humanidad hacia su fin último produjo una cultura que, a lo largo del tiempo, se desvinculó de una moral objetiva y de la concepción de la identidad humana como algo dado por Dios, con un fin trascendental y un deber moral que trasciende las preferencias personales.

La Ideología de Género y el Colapso de la Identidad Humana Tradicional

Hoy en día, la ideología de género se presenta como una de las consecuencias de esta erosión de la identidad humana objetiva. La idea de que el sexo y el género son cuestiones completamente maleables y que pueden ser definidos de manera subjetiva y socialmente construida, es un claro reflejo de la misma mentalidad que dio origen a la Revolución Francesa y que Lutero fomentó: la creencia de que el ser humano puede y debe definir su propia naturaleza, independientemente de las leyes naturales y morales que lo trascienden.

En este sentido, la ideología de género destruye la noción de identidad humana porque niega la dimensión objetiva y trascendental de la persona. Si la identidad humana no está determinada por principios que trascienden nuestra voluntad y nuestro contexto social, sino que depende únicamente de las decisiones individuales, el concepto de lo que es el "bien común" se diluye por completo. La identidad humana no puede ser vista como algo fluido y cambiante a conveniencia personal, sino que debe ser comprendida dentro de un orden natural y moral que protege el bien común.

El bien común no es solo el beneficio material o el bienestar individual de cada miembro de la sociedad, sino también la preservación de las estructuras que permiten a la humanidad vivir de acuerdo con su identidad trascendental. La familia tradicional, basada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, es el núcleo fundamental donde esta identidad se refleja y se preserva, transmitiendo valores, principios y virtudes que son esenciales para una convivencia armónica y ordenada.

Para entender el impacto de la Revolución Francesa y su rechazo a una identidad moral objetiva, basta recordar las palabras de figuras políticas y filósofos contemporáneos a la Revolución. Edmund Burke, uno de los principales filósofos conservadores, advirtió sobre las consecuencias de los cambios radicales en la sociedad sin una base moral sólida:

"Lo que los hombres ganan en la revolución, lo pierden en el orden. El orden es la base de la libertad, y la libertad es la base de la moralidad."

Burke argumentaba que los intentos de redefinir el orden social sin una moralidad basada en la tradición, la religión y la naturaleza humana terminan desmoronando la estructura misma de la libertad. De igual manera, el filósofo Friedrich Hayek también escribió sobre el peligro de la ideología individualista, que desmantela los pilares de la identidad colectiva que permiten la existencia de una sociedad funcional:

"La tradición es la sabiduría acumulada de la humanidad, y su destrucción es la destrucción de la propia humanidad."

Ambos pensadores coinciden en que cualquier intento por destruir una identidad común, ya sea política, moral o social, debilita el tejido mismo de la sociedad y pone en peligro el bien común. En cuanto a la ideología de género, su creciente aceptación en la sociedad actual debe ser vista, entonces, no solo como una cuestión de tolerancia hacia ciertas identidades, sino como un verdadero peligro para la estabilidad de la sociedad y la cohesión moral que permite la convivencia pacífica y el progreso humano.

La Libertad y la Romanidad: Fundamentos del Derecho Romano y su Relación con la Esclavitud y la Libertad Cristiana

La libertad, tal como la entendemos en la actualidad, tiene profundas raíces en la romanidad, en el sistema del Derecho Romano y, especialmente, en el Cristianismo. En su origen, el concepto de libertad estaba fuertemente ligado al derecho de los ciudadanos romanos a participar activamente en los asuntos del Estado y a vivir bajo las leyes de una sociedad que permitía tanto la esclavitud como la libertad en un marco jurídico que no cuestionaba estas prácticas como parte de su estructura social. El Derecho Romano, al ser una de las bases más formativas del orden legal occidental, no sólo definía a la libertad como un derecho cívico, sino que también la entendía en función de la relación entre el ciudadano y el Estado.

La Libertad en el Contexto Romano

En Roma, la libertad (libertas) se asociaba con el derecho a no ser esclavo y con el derecho a la participación política como ciudadano. El romano libre tenía la posibilidad de ser comerciante, soldado, o funcionario, entre otras cosas, lo que lo posicionaba dentro de un orden de participación y, por ende, de cierta dignidad humana ante la sociedad. Sin embargo, el Derecho Romano reconocía y aceptaba la esclavitud como una institución legítima dentro del marco social y económico. A pesar de que los esclavos eran considerados propiedad, la sociedad romana no veía la esclavitud como una injusticia en sí misma, sino como una condición legal que se daba por diversas circunstancias, como la guerra o la deuda.

Por tanto, el concepto de libertad en la antigua Roma no implicaba una lucha directa contra la esclavitud, sino más bien una diferenciación entre los derechos de los libres y los esclavos dentro de un sistema que aceptaba la desigualdad como una realidad estructural. La esclavitud se consideraba parte del orden natural y moral de la sociedad.

El Cristianismo y la Catapulta Hacia la Anulación de la Esclavitud

El Cristianismo, al surgir como una nueva revelación divina, trajo consigo una transformación radical en la comprensión de la libertad y de la dignidad humana. A diferencia del contexto romano, el Cristianismo comienza a proponer una visión radicalmente distinta sobre la naturaleza humana, que ubica a todos los seres humanos como iguales ante Dios. Esta igualdad ante la divinidad, que se presenta con fuerza en el Nuevo Testamento, tiene implicaciones profundas no sólo en la teología, sino también en la práctica social y política.

En los primeros siglos del cristianismo, la esclavitud no fue rechazada de manera inmediata, pero la ideología cristiana empezó a trastocar los cimientos sobre los cuales descansaba la legitimidad de la esclavitud. El Apóstol Pablo, en sus epístolas, por ejemplo, reconocía la existencia de la esclavitud, pero, al mismo tiempo, la transformaba espiritualmente. En la carta a Filemón, Pablo solicita a un esclavo fugitivo, Onésimo, que regrese a su amo no solo como esclavo, sino como hermano en Cristo. Esto representa un cambio importante, ya que, aunque no se aboga directamente por la abolición inmediata de la esclavitud, sí se introduce una visión de la hermandad cristiana que desafía la separación entre esclavos y libres ante Dios.

Por lo tanto, el cristianismo fue la catapulta hacia la anulación de la esclavitud, pues comenzó a establecer las bases de una visión más profunda y universal de la libertad humana, fundamentada no en el derecho político o jurídico, sino en la dignidad otorgada a cada individuo por Dios. Este cambio progresivo llevó a que, con el paso de los siglos, y a pesar de las resistencias sociales y políticas, la esclavitud fuera finalmente rechazada en gran parte del mundo cristiano.

La Identidad Humana y los Roles de la Sociedad en el Estado Social Católico

En este contexto, la identidad cristiana de la persona —entendida no solo como un ser social y político, sino como un ser trascendental, creado a imagen y semejanza de Dios— cobra una importancia fundamental en la organización de la sociedad. En el Estado Social Católico, la identidad humana se ve como algo mucho más profundo que un conjunto de derechos o roles asignados por el Estado. La sociedad no es una simple colección de individuos con intereses dispersos, sino una comunidad en la que los seres humanos, creados por Dios, deben vivir en armonía, reconociendo la complementariedad de sus diferencias.

La complementariedad entre el hombre y la mujer es uno de los pilares fundamentales de esta visión cristiana de la sociedad. El cristianismo no aboga por la igualdad absoluta en el sentido moderno de la palabra, sino por un orden natural en el cual ambos sexos tienen roles distintos pero igualmente importantes dentro de la estructura social. No se trata de una jerarquía de superioridad o subordinación, sino de una complementariedad natural que enriquece la unidad familiar y, por ende, la sociedad.

El Problema del Trabajo y la Esclavitud Moderna

Sin embargo, en las sociedades modernas, ya no existe la esclavitud legal, pero sí una forma de esclavitud económica que ha sido instaurada por los sistemas capitalistas y comunistas. A través de un sistema que promueve la explotación laboral y la deshumanización del trabajo, el ser humano se ve reducido a una mera fuerza de trabajo que no tiene control sobre su vida, siendo esclavo de la necesidad económica.

Este fenómeno es especialmente evidente en el caso de la mujer. La transición hacia un modelo social que obliga a la madre a trabajar fuera del hogar —no como una oportunidad, sino como una obligación— ha hecho que muchas familias vivan bajo una presión económica constante, lo que ha trastornado el equilibrio familiar y la verdadera libertad de los individuos. En lugar de proporcionar una dignidad social y económica a los seres humanos, los sistemas económicos modernos han convertido a las personas en esclavos del trabajo, desde el momento en que nacen hasta que mueren, con pocos recursos para disfrutar de una jubilación digna.

El Estado Social Católico: Una Sociedad Perfecta Basada en la Restauración Monárquica Hispano-Católica

En respuesta a estas crisis de identidad y libertad, el Estado Social Católico propone un modelo de sociedad basada en la restauración monárquica hispano-católica, donde el monarca no es un ser absoluto, sino un líder moral que, siguiendo los principios cristianos, asegura el bien común de la sociedad. En esta societas, la idea de libertad no es la libertad individualista que desconoce el bien común, sino una libertad solidaria que busca el bien de todos bajo el principio de la justicia social.

En este sistema, los roles dentro de la sociedad no son impuestos ni arbitrarios, sino que corresponden a una naturaleza ordenada por Dios. El hombre y la mujer, aunque diferentes, deben vivir en unidad y complementariedad para alcanzar el bien común. Esta visión cristiana del orden social no niega los derechos individuales, pero los subordina a un bien superior: la gloria de Dios y el bienestar de la comunidad. Así, la restauración de la monarquía hispano-católica sería el retorno a un sistema de gobernanza basado en valores cristianos, que protegería la dignidad humana de manera integral y llevaría a la humanidad a vivir en verdadera libertad, basada no en el individualismo, sino en la solidaridad cristiana.

El concepto de vasallaje en la Edad Media y su evolución en la España Cristiana ofrece una interesante perspectiva para entender el funcionamiento del Estado Social Católico en su ideal monárquico. A lo largo de la historia europea, el vasallaje ha sido una institución fundamental en la organización política y social, especialmente en las sociedades feudales. Sin embargo, existen diferencias sustanciales entre el vasallaje en Europa y el sistema de relaciones entre el monarca y sus vasallos en la España Cristiana, especialmente en la época de los Reyes Católicos y en los siglos posteriores, bajo la dinastía de los Habsburgo-Trastámara.

El Vasallaje en Europa Medieval

En la Europa medieval, el vasallaje era una relación feudal en la que el vasallo ofrecía obediencia y servicio al señor feudal a cambio de protección y de la cesión de tierras. Este sistema de fidelidad mutua estaba marcado por el pago de tributos y la prestación de servicio militar por parte del vasallo. En términos prácticos, el vasallo debía acudir a la guerra cuando el señor lo requiriera, brindando su ejército o luchando en el campo de batalla en nombre de la defensa del señor y sus intereses.

Este sistema estaba basado en la dependencia del vasallo, quien, aunque se beneficiaba de la protección del señor, vivía bajo su autoridad y control, en una relación jerárquica donde el vasallo no era completamente libre. La sociedad feudal estaba estructurada alrededor de un poder centralizado en la figura del rey, pero este poder estaba fragmentado en diversos niveles de autoridad, con señores feudales que ejercían un control considerable sobre las tierras, los recursos y las personas que las habitaban.

En contraste con el sistema romano o el griego, donde la ciudadanía era un derecho inherente al individuo en un Estado organizado, en la Europa medieval el vasallaje estaba basado en compromisos personales entre el vasallo y su señor, más que en una ciudadanía universal.

El Vasallaje en la España Cristiana

A diferencia de este modelo europeo, en la España Cristiana desde la Reconquista hasta el ocaso de la Casa de Austria, el sistema de vasallaje era, en muchos aspectos, diferente. Aunque formalmente los súbditos del reino estaban sujetos a las autoridades reales, los vasallos en España gozaban de un mayor grado de libertad y privilegios que sus contrapartes europeas. Estos derechos no solo eran reconocidos por la nobleza sino también por los plebeyos en ciertas circunstancias.

Un aspecto clave de este sistema era el reconocimiento de los fueros y privilegios. Los fueros eran derechos jurídicos tradicionales que conferían una serie de protecciones y exenciones a los habitantes de ciertas regiones o ciudades. A través de los fueros, el monarca reconocía una serie de derechos de autonomía local que garantizaban ciertas libertades, como la exoneración de impuestos o la protección jurídica ante la ley, especialmente en relación con el pago de tributos y las obligaciones militares.

La Reforma de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón

Uno de los cambios más significativos en el sistema de vasallaje en la España Cristiana se produjo con la reforma de Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, conocidos como los Reyes Católicos, en el siglo XV. Si bien estos monarcas trabajaron en la centralización del poder real, también llevaron a cabo una serie de reformas que fortalecieron los derechos de los vasallos. En su reinado, los vasallos de la Corona de Aragón y de la Corona de Castilla mantenían un gran grado de autonomía local.

Los Reyes Católicos, en su afán por centralizar el poder y unificar España bajo una sola monarquía, respetaron los derechos y fueros de los vasallos, tanto nobles como plebeyos. Aunque las autoridades reales se fortalecieron, no eliminaron los derechos de los súbditos ni la participación de estos en la vida política y económica del reino. En otras palabras, los súbditos —y esto es un punto clave— mantenían una relación de libertad bajo la monarquía que contrasta con los modelos feudales más estrictos de otras partes de Europa. Aunque existían tributos, servicios militares y obligaciones feudales, estas eran compensadas con privilegios que garantizaban que los vasallos no vivieran en una situación de subyugación.

La España Cristiana y la Definición del Vasallaje

En el caso de la España Cristiana, a partir de los Reyes Católicos, el vasallaje se caracterizaba por una serie de interacciones jurídicas y protecciones mutuas. Si bien existía un sistema de tributos y obligaciones militares, estos no eran impuestos sin más, sino que estaban ligados a una serie de derechos que aseguraban que el vasallo gozara de una cierta libertad dentro de la estructura política del reino. La relación de vasallaje, por tanto, no era meramente un pacto de sumisión, sino una alianza mutua en la que los vasallos eran reconocidos como parte activa de la sociedad.

Por otro lado, la nobleza tenía un papel privilegiado en este sistema, pero no como una clase completamente separada o superior a los plebeyos. Los nobles también estaban sujetos a los Reyes, quienes los obligaban a rendir cuentas por el ejercicio de sus tierras y recursos. Esta relación de equilibrio entre el rey y sus súbditos era esencial para el éxito del sistema de vasallaje español, que mantenía un orden social en el que los vasallos, tanto nobles como plebeyos, podían gozar de una relativa independencia y protección.

El Ocaso de la Casa de Austria y el Final del Sistema de Vasallaje

El ocaso de la Casa de Austria y la sucesión de los Borbones marcó un cambio en la relación tradicional de vasallaje. Con los Borbones, la tendencia hacia la centralización del poder se hizo más explícita, y las libertades tradicionales de los vasallos comenzaron a ser reducidas. El control absoluto del rey en todos los aspectos de la vida política y económica fue reforzado, y el sistema feudal comenzó a desaparecer, dando paso a una forma más modernizada de monarquía absoluta.

El Ideal del Estado Social Católico

Este sistema de vasallaje y fueros en la España Cristiana muestra cómo, dentro del modelo de Estado Social Católico, el vasallo no era simplemente un súbdito o un siervo, sino un ser libre, con derechos y obligaciones claras que se basaban tanto en la tradición cristiana como en el orden natural. La centralización del poder en la figura del rey no implicaba la opresión de los vasallos, sino más bien la protección de sus derechos y la preservación de las libertades tradicionales.

El Estado Social Católico, inspirado por esta tradición, entiende que la libertad debe ser preservada dentro de un marco que asegura el bien común y la armonía social, reconociendo las libertades personales pero también entendiendo que el orden social debe estar sustentado en principios cristianos y en una autoridad que, lejos de ser autoritaria, es paternal y protectora. Este modelo de sociedad es el que, según este ideal, restauraría el orden y la justicia en el contexto de la monarquía católica, garantizando la libertad de los súbditos mientras se preservan los principios fundamentales de la fe cristiana y del bien común.

En última instancia, la identidad humana no es un constructo social ni una categoría sujeta a la voluntad de los individuos, sino un hecho natural y moral que debe ser respetado y defendido por el bien común de la sociedad. La ideología de género, al igual que las revoluciones que han intentado redefinir la naturaleza humana, carece de un fundamento sólido en la realidad objetiva de lo que somos como seres humanos creados por Dios. Defendemos esta identidad objetiva no por desmedido juicio hacia los individuos que atraviesan dificultades personales o sexuales, sino por el bienestar y el orden de la sociedad en su conjunto, que necesita principios firmes sobre los cuales edificar su futuro.

Economía Social de Mercado y Control Estatal de Plusvalía:

El sistema político y social de los Reyes Católicos, seguido por la Casa de Austria, representaba un equilibrio entre el poder real centralizado y el respeto a los derechos y libertades de los vasallos, tanto nobles como plebeyos. Este modelo se sustentaba en la protección del individuo, la justicia y la unidad del reino, basándose en un principio fundamental: la protección de la libertad del súbdito, entendido no solo como un derecho sino como una responsabilidad mutua entre el monarca y sus súbditos. Los Reyes Católicos implementaron reformas que, aunque centralizaban el poder en la figura real, no suprimían las libertades de los ciudadanos; al contrario, en el marco de los fueros y privilegios, se mantenía un equilibrio en el que el vasallo, ya fuera noble o plebeyo, podía vivir con dignidad y cierto grado de autonomía dentro de un orden social cristiano. Este orden social reflejaba una visión del ser humano como una persona dotada de dignidad inherente, y no como un simple instrumento de producción.

Este enfoque, que respetaba los derechos fundamentales de los ciudadanos y garantizaba la protección de la ley, contrasta con los modelos económicos y políticos de las sociedades modernas, tanto en el capitalismo como en el socialismo. Ambos sistemas, en sus versiones extremas, tienden a reducir al ser humano a una mera herramienta de producción y consumo, despojándole de su humanidad al enfocarse exclusivamente en la maximización de la producción o la redistribución de la riqueza sin considerar la dignidad personal ni la fraternidad entre los seres humanos como hijos de un mismo Padre. En este sentido, el hombre se convierte en un mero objeto económico, sin derechos plenos ni protección ante los abusos que puedan surgir de un sistema que antepone la producción y el consumo a la justicia social. El capitalismo ve al ser humano como un engranaje dentro de una máquina de consumo, y el socialismo, aunque pretende la igualdad, a menudo lo priva de la libertad individual, ya que el poder estatal se convierte en la fuerza que regula cada aspecto de la vida.

Ambos sistemas, aunque aparentemente distintos, comparten un punto en común: la deshumanización del individuo. El capitalismo lo reduce a un consumidor y trabajador, mientras que el socialismo lo convierte en una pieza de un engranaje colectivo, perdiendo la capacidad de ser una persona libre y responsable ante Dios y la sociedad. En este sentido, la igualdad no se entiende como la protección de los derechos fundamentales y la dignidad humana, sino como una uniformización que ignora las diferencias individuales y el valor intrínseco de la persona humana

Este tipo de despersonalización no solo socava la libertad individual, sino que también debilita el sentido de fraternidad, que es fundamental en la tradición cristiana. La verdadera fraternidad cristiana no surge de un sistema donde todos deben ser iguales a costa de su libertad y dignidad, sino del reconocimiento de cada individuo como hijo de Dios, con derechos y responsabilidades dentro de una comunidad que tiene como principio la solidaridad y el bien común. En la sociedad cristiana, el reino de Dios se entiende como un lugar donde la libertad se ejerce dentro de un marco de justicia y responsabilidad, donde el ser humano no es explotado ni despojado de su libertad para ser usado como herramienta de lucro o de control estatal.

Por tanto, los ideales de la Ilustración, con su promesa de alcanzar una sociedad perfecta a través de la razón y la libertad individual, nunca podrían ser alcanzados fuera de la Cristiandad. La verdadera libertad, entendida como la capacidad de elegir el bien en un marco de justicia y solidaridad, solo es posible cuando se reconoce la dignidad humana como algo inherente y dado por Dios, y no como un concepto abstracto que se disuelve en los mecanismos de poder de los sistemas económicos actuales. 

La Economía Social de Mercado, entendida como una economía que busca regular los precios y expropiar parcialmente para redistribuir la riqueza de manera justa, sería una forma de acercarse a una sociedad donde los intereses colectivos y la solidaridad prevalecen sobre el lucro desmedido, permitiendo a los ciudadanos acceder a lo necesario para vivir con dignidad. En este modelo, la plusvalía sería vista no como un beneficio que solo unos pocos disfrutan, sino como un bien colectivo que debe ser distribuido equitativamente, a fin de que todos puedan vivir de acuerdo con su dignidad humana y bajo el resguardo de un orden social justo. De este modo, se recupera la idea de fraternidad, entendida como el vínculo que une a todos los miembros de la sociedad bajo el principio de un Padre común, que es Dios.

En conclusión, el sistema de los Reyes Católicos y de los Habsburgo-Trastámara en España, aunque imperfecto, representa un modelo de equilibrio entre el poder del monarca y los derechos y libertades de sus súbditos, que busca una sociedad armónica donde la dignidad humana y la protección legal son el núcleo de la convivencia. Este modelo cristiano, que reconoce al ser humano como un hijo de Dios con derechos y responsabilidades, debe ser entendido como una base para restaurar un orden social y económico que luche contra las formas modernas de esclavitud, ya sea en la explotación capitalista o en el control totalitario del socialismo, y que busque una sociedad perfecta fundada en la justicia, la solidaridad y el bien común.

Justicia y Derechos Civiles en una Monarquía

En una monarquía, el concepto de justicia y derechos civiles se basa en una estructura en la que el monarca, lejos de ser un soberano absoluto, cumple un papel fundamental como garante de la correcta aplicación de las leyes y el cumplimiento de la constitución. A diferencia de los sistemas republicanos donde los poderes del Estado están separados y los políticos tienen el mandato de hacer cumplir las leyes, en una monarquía el monarca es la figura que asegura que los poderes del gobierno respeten los principios fundamentales establecidos en la ley suprema del reino.

El monarca, en este sistema, no ejerce un poder arbitrario ni se encuentra por encima de las leyes, sino que está sujeto a ellas, como cualquier otro ciudadano, pero tiene el rol de asegurar que se cumplan de manera justa y conforme a los principios cristianos que rigen la sociedad. El monarca tiene la responsabilidad de supervisar que los gobernantes, como los ministros, y los legisladores actúen dentro del marco constitucional y no desvíen el curso de la justicia ni transgredan los derechos civiles de los súbditos. En lugar de ser una figura que emana sus poderes de una constitución escrita por los políticos, el monarca es la salvaguarda de los derechos civiles y las leyes fundamentales que aseguran el bienestar y la libertad de todos los ciudadanos.

En este sentido, la monarquía no es un régimen constitucional en el sentido moderno, donde los constituyentes y los políticos se ven como los actores primarios en la creación de leyes, sino que el monarca es quien garantiza que la constitución y las leyes sean implementadas correctamente, protegiendo los derechos y la justicia para los individuos dentro de la sociedad. El monarca, por lo tanto, se encuentra por encima de los políticos, ya que su función principal es asegurar que no se violen los derechos civiles de la ciudadanía y que se mantenga un orden social y político justo, bajo la ley y conforme a la moral cristiana. Sin embargo, aunque el monarca es el garante de la ley, debe estar sujeto a un control efectivo de los tribunales y de las instituciones que velan por el cumplimiento de la justicia.

En este sistema, la ley está sobre los políticos, que son elegidos para cumplir con las funciones de gobierno, pero no tienen la autoridad para cambiar la constitución a su antojo ni modificar las leyes fundamentales que garantizan los derechos y la justicia. El monarca, aunque tiene una autoridad superior en cuanto a la interpretación y protección de la constitución, no está por encima de los tribunales. Al contrario, el monarca debe someter sus decisiones a los tribunales cuando sea necesario, y garantizar que cualquier abuso de poder de los políticos o del propio gobierno sea corregido de acuerdo con la ley.

Este modelo, entonces, establece una relación jerárquica entre el monarca, los políticos y los tribunales. Si bien el monarca tiene la autoridad última para garantizar el cumplimiento de la ley, no se encuentra fuera del alcance de la justicia. El monarca debe actuar conforme a los principios de equidad, justicia y respeto a los derechos humanos, asegurando que los políticos, los legisladores y las autoridades no infrinjan las normas fundamentales de la constitución. La monarquía, en este sentido, se convierte en el instrumento que asegura el respeto de la dignidad humana y los derechos civiles dentro del marco legal, funcionando como una estructura estabilizadora de la justicia, en la que la ley es lo más alto, tanto para el monarca como para los súbditos.

Este sistema tiene una función estabilizadora de las instituciones, pues el monarca garantiza que la ley no se vea alterada por intereses políticos o económicos, y que la justicia sea impartida de forma equitativa, independientemente de la posición o poder que tengan los individuos en la sociedad. El monarca, en este contexto, no es un soberano absoluto, sino un protector de los principios legales fundamentales que sostienen la cohesión y el bienestar social.

Por lo tanto, en una monarquía que respeta la justicia y los derechos civiles, el monarca juega un papel clave en asegurar que el poder político no sea utilizado de manera opresiva, sino que se mantenga dentro de los límites establecidos por la ley, siempre subordinado a principios de justicia, equidad y, sobre todo, al respeto por la dignidad humana de cada uno de los ciudadanos.

Promoción de una Sociedad Cristiana y Moral Católica

La promoción de una sociedad cristiana y moral católica en el contexto de un Estado Social Católico no solo implica la preservación de la fe y los valores católicos en la vida pública, sino también la integración de principios fundamentales que rijan el comportamiento moral y ético de los ciudadanos, garantizando el respeto por la dignidad humana, la justicia social y la búsqueda del bien común. Este ideal se basa en la convicción de que la religión católica proporciona la base sólida y única para un orden social justo, en el que las leyes, las instituciones y la educación estén profundamente influenciadas por los principios cristianos.

El papel del Estado en este contexto es ser un promotor activo de la moral cristiana, no solo protegiendo la libertad religiosa, sino también educando a sus ciudadanos en los valores fundamentales de la fe católica, como la solidaridad, la caridad, la justicia y la paz. Para ello, el Estado debe fomentar políticas públicas que reflejen estos principios, asegurando que las instituciones estatales y la vida cívica estén alineadas con los valores morales que emanan del evangelio. De esta manera, se crea un ambiente en el que los ciudadanos, tanto individualmente como colectivamente, puedan vivir de acuerdo con los preceptos cristianos, y donde la sociedad, en su conjunto, se vea impulsada por un compromiso con la moral y el orden natural, tal como lo enseña la Iglesia.

Desde un punto de vista legislativo, el Estado debe promover leyes que estén en consonancia con la enseñanza moral católica, protegendo la familia como la unidad fundamental de la sociedad. Esto implica, por ejemplo, la promoción del matrimonio sacramental entre un hombre y una mujer como la base de la familia y la célula fundamental de la sociedad. Las políticas públicas deben trabajar para fortalecer la estructura familiar y garantizar su estabilidad, apoyando a las madres, padres e hijos en su desarrollo espiritual y material.

A la par de estas leyes, el Estado debe fomentar una educación católica que no se limite únicamente a la instrucción religiosa, sino que se integre a todos los niveles educativos, desde la infancia hasta la educación superior. Esta educación debe ser integral, buscando formar no solo mentes capacitadas para el trabajo y la vida social, sino también corazones y almas comprometidos con la justicia y el amor cristiano, en una permanente búsqueda del bien común. La moralidad pública debe ser guiada por una visión cristiana, donde el respeto al prójimo, la caridad, la verdad y el servicio sean los principios rectores de las relaciones sociales.

Por otro lado, la promoción de una sociedad cristiana también debe implicar la protección de la libertad religiosa. En este sentido, el Estado debe velar para que la religión católica no solo sea una opción de vida personal, sino que sea respetada y promovida como la religión verdadera y universal que tiene la misión de guiar a todos los pueblos hacia la salvación. Aunque se debe garantizar la libertad religiosa, la sociedad debe orientarse hacia la promoción activa de los valores cristianos, apoyando a la Iglesia en su misión educativa, asistencial y social.

A nivel económico, una sociedad cristiana católica debe alejarse de los modelos de explotación propios del capitalismo y del socialismo, que ven al ser humano como una mera herramienta de producción y consumo, y en lugar de eso debe promover un sistema económico basado en la solidaridad, la justicia social y la subsidiariedad, donde los bienes de la tierra sean usados para el bien común y donde se promueva una economía que priorice las necesidades de las personas y la dignidad de los trabajadores. El trabajo debe ser visto como una vocación, no solo como una forma de generar riqueza, sino como una oportunidad para servir a Dios y a los demás.

El Estado Social Católico debe también promover una sociedad moralmente responsable, donde los ciudadanos se reconozcan como hermanos en Cristo, miembros de una comunidad unida por los lazos de la fe y la caridad, y donde la fraternidad y la justicia social sean los valores que orienten todas las decisiones políticas y sociales. El sistema de bienestar debe ser orientado a proteger a los más vulnerables, a asegurar que la dignidad humana sea respetada y a garantizar que nadie quede excluido de los beneficios de la sociedad.

Así, la sociedad cristiana y moral católica no se limita a un simple conjunto de normas y políticas, sino que busca una transformación profunda de la vida social y cultural, fundamentada en la fe y la moral católica. En este sentido, se trata de una sociedad que busca el bien común, que aspira a la salvación eterna de sus miembros y que promueve la justicia y la paz dentro de un orden social donde los valores del cristianismo son el punto de referencia para todo acto humano, tanto individual como colectivo.

Resistencia a las Influencias Extranjeras y Afirmación de una Identidad Hispana

La resistencia a las influencias extranjeras y la afirmación de una identidad hispana en un Estado Social Católico se erigen como pilares fundamentales para la preservación de una cultura y un orden social que han estado profundamente ligados a la tradición católica y a la historia de España y sus pueblos. A lo largo de los siglos, la identidad hispana ha sido modelada por la fusión de la fe cristiana con la rica herencia cultural, política y social de la Península Ibérica, y esa amalgama ha proporcionado a los pueblos hispánicos una fortaleza única frente a las influencias extranjeras que buscan despojarles de su raíz cristiana.

Este proceso de resistencia no se trata de un rechazo irracional o xenofóbico hacia lo foráneo, sino de un compromiso con la preservación de una identidad cultural que está intrínsecamente vinculada a la fe católica. La cristiandad hispánica, formada por siglos de influencia religiosa, social y cultural, ha sido el sostén del orden moral y político que ha caracterizado a los pueblos de España y América Latina. Así, la afirmación de la identidad hispana se presenta como una necesidad para mantener la integridad del sistema social católico, donde los valores cristianos son los que dan forma a las leyes, las costumbres y las relaciones entre los ciudadanos.

En la actualidad, la globalización y las influencias externas provenientes de corrientes ideológicas ajenas, como el liberalismo secular, el materialismo y el relativismo cultural, presentan una amenaza para la cohesión de la identidad hispana. Estas ideologías, muchas veces disfrazadas de “progreso” o “modernidad”, buscan despojar a las sociedades hispánicas de su tradición cristiana, promoviendo un modelo de vida que se aparta de los principios morales católicos. Esta influencia extranjera no solo afecta las esferas de la política y la economía, sino también la cultura, la educación y, en última instancia, los valores fundamentales de la familia y la moral pública.

La resistencia a estas influencias extranjeras se encuentra en la recuperación y fortalecimiento de los valores cristianos tradicionales que han sido el cimiento de la unidad hispánica desde la Edad Media. Los reinos cristianos de España, durante la Reconquista, se erigieron como bastiones de la fe católica, defendiendo no solo la soberanía política frente a las fuerzas musulmanas, sino también protegiendo una cultura basada en la tradición cristiana. Los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, no solo unificaron los reinos de España, sino que también marcaron un hito en la historia de la cristiandad, defendiendo la unidad religiosa frente a las corrientes de pensamiento ajenas a la fe católica, como la herejía judía y musulmana.

Esta resistencia histórica se ha perpetuado a lo largo de los siglos y sigue siendo un mecanismo clave para la preservación de la identidad hispana. La modernidad, con sus propuestas de secularismo y relativismo, ha intentado borrar esa herencia, pero el sentimiento de unidad cristiana, presente en las comunidades hispánicas de Europa y América, continúa siendo un referente fundamental para la afirmación de nuestra identidad cultural y religiosa.

El estado social católico propuesto, basado en el principio de subsidiariedad y en una economía social de mercado, es una forma de afirmar la autonomía y soberanía del pueblo hispano frente a la intervención de potencias extranjeras que buscan imponer modelos de orden social, político y económico ajenos. Esta soberanía no se limita únicamente a la política exterior, sino que se extiende también a la identidad cultural y religiosa, donde la Iglesia y el Estado deben trabajar juntos para proteger las tradiciones, el arte, la lengua y las costumbres que definen a los pueblos hispánicos.

En el ámbito de la educación, el Estado tiene la responsabilidad de formar a las futuras generaciones en el respeto y la preservación de esta identidad. El sistema educativo debe estar basado en principios que afirmar la fe católica y la identidad cultural hispana, sin ceder ante las presiones externas que promueven una educación secularizada o globalizada. Las instituciones educativas, tanto religiosas como laicas, deben promover una formación integral que no solo prepare a los jóvenes para enfrentar los retos del mundo moderno, sino que también los eduque en los valores de la tradición cristiana y el patrimonio cultural hispano.

Además, esta resistencia implica un compromiso con la justicia social, donde se protege a las clases más vulnerables de la sociedad, sin sucumbir a las ideologías externas que buscan despojarles de su dignidad humana. En este sentido, el Estado Social Católico no solo es un defensor de la identidad religiosa, sino también un guardián de los derechos humanos, donde todos los ciudadanos, independientemente de su clase social o su origen, pueden vivir en una sociedad que promueva la fraternidad cristiana y la solidaridad.

Finalmente, el Estado Social Católico, al resistir las influencias externas, tiene como objetivo afirmar la identidad hispana en el contexto de un mundo globalizado, protegiendo las raíces culturales y religiosas que han hecho de los pueblos hispánicos una civilización única, fundada en el amor a Dios, a la familia y a la comunidad. Este proceso de afirmación de la identidad hispana no debe verse como un rechazo al diálogo o al intercambio cultural, sino como una defensa activa de lo que nos define y de la misión histórica que la cristiandad hispánica tiene en el mundo.

La reconstitución de la unidad hispánica, perdida desde el siglo XVII, es crucial para todos los pueblos hispanos de Iberia, América, África y Asia porque representa una restauración de un orden social, político y religioso único, basado en principios católicos que fomentaron la cohesión y fraternidad entre las naciones hispánicas. La estructura del imperio español, que durante siglos unió a estos territorios bajo un mismo sistema de gobierno y fe, no tiene comparación con las colonias de Francia, Inglaterra u otras potencias coloniales modernas, cuyas políticas coloniales estaban basadas principalmente en la explotación económica y la dominación política, sin un enfoque en la preservación de las culturas locales o el bienestar integral de sus habitantes.

A diferencia de las colonias británicas o francesas, donde la mercantilización y explotación de los recursos y pueblos colonizados era el centro del sistema, el sistema español se basaba en un marco jurídico y moral de derechos y fueros, inspirado en el catolicismo y en las tradiciones de la Romanidad, que garantizaban un trato más humanizado hacia los pueblos indígenas y otras culturas bajo su dominio. Aunque la historia del imperio español tiene episodios de abusos, también promovió, especialmente bajo los Reyes Católicos y durante el siglo XVI, una política de protección de los pueblos y un modelo de convivencia entre diversas culturas (cristianos, musulmanes, judíos, indígenas), a diferencia de los modelos imperialistas más modernos, que buscaban exclusivamente la asimilación forzada o la explotación.

A lo largo de los siglos, la identidad hispánica fue forjada en torno a la fe católica, que proporcionó una base sólida para la unidad política y social. Durante la Reconquista y los primeros siglos de la colonización, los pueblos hispánicos se vieron como una comunidad de hermanos unida bajo la federación de monarquías católicas. Sin embargo, desde la pérdida de la unidad en el siglo XVII y la disolución del Imperio Español, esa fraternidad se vio fracturada por los movimientos separatistas, la intervención extranjera y la desintegración del sistema político centralizado, que transformaron a los pueblos hispánicos en naciones fragmentadas, cada una tratando de seguir su propio camino sin la guía unificadora que había proporcionado el catolicismo como principio común.

Por ello, la restauración de la unidad hispánica no es solo un actuar político o geográfico, sino un acto cultural y espiritual. La unidad no debe entenderse como un regreso a un imperio colonial, sino como una restitución de un orden basado en la verdad cristiana, el respeto a los derechos humanos, la solidaridad y la fraternidad. Este proyecto de reconstituir la unidad hispánica implica no solo el fortalecimiento de los lazos históricos entre los países que comparten este legado, sino también la defensa de una identidad cristiana que se ha ido debilitando debido a la globalización secular y las influencias externas que tratan de imponer modelos ajenos a las tradiciones locales y a la moral católica.

Los pueblos hispánicos, al reconstituir su unidad, pueden formar un bloque coherente y sólido capaz de afrontar los retos del mundo moderno sin perder su identidad. Esta unidad cultural, religiosa y política tiene el potencial de convertirse en un modelo alternativo frente a las ideologías modernas que reducen al ser humano a un mero instrumento de producción y consumo, y que niegan la dignidad humana al no reconocer los valores espirituales y morales que fueron el pilar de la civilización hispánica.

El sistema español durante el apogeo de su imperio no solo proporcionó unidades políticas dentro de un orden católico, sino que también garantizó una protección del bienestar común, algo que no se encuentra en los sistemas coloniales de Francia o Inglaterra, que eran regidos por intereses de explotación. Reconstituir esta unidad implicaría crear una sociedad más justa y humana, donde los principios de la fraternidad cristiana guiarían la organización política, económica y social, y se restauraría el respeto por la dignidad humana, la familia y el bien común.

Finalmente, la unidad hispánica no es una mera cuestión de nostalgia histórica, sino una respuesta al caos contemporáneo, donde los pueblos están siendo disueltos por la globalización, el relativismo moral y la explotación sin límites. La restauración de la unidad hispánica ofrece una alternativa al orden actual, poniendo al ser humano y a la verdad cristiana en el centro de la vida social, política y económica, y abriendo el camino hacia una sociedad más justa, humana y solidaria.

Galo Guillermo Farfán Cano.

Santiago de Guayaquil, Domingo 10 de noviembre de 2024.

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