Roma: El Nuevo Sion de la Promesa Divina

 Análisis 

Novum Sion: Regnum Dei et Ecclesiae

Desde los primeros momentos de la creación, Dios establece una serie de pactos con la humanidad que culminan en la redención universal ofrecida por Jesucristo. En el primer pacto, realizado con Adán, Dios instaura la relación originaria con el hombre y la mujer en el Edén. Este pacto adámico se manifiesta en la misión que Dios encomienda a Adán de ser el guardián del jardín y de todos los seres vivos, un llamado a la obediencia que se quiebra con el pecado original. No obstante, Dios promete una futura redención, señalando a una descendencia que vencerá al maligno: "Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya; él te pisará la cabeza mientras tú herirás su talón" (Gen 3, 15). Esta promesa es la primera señal de una redención que llevará a la humanidad hacia una comunión renovada con Dios.

El segundo pacto se realiza con Noé después del diluvio, donde Dios promete nunca más destruir la tierra con agua, bendiciendo a Noé y a sus hijos como nuevos padres de la humanidad. Este pacto no solo es una restauración de la creación, sino también un símbolo de la misericordia divina, en la que Dios reafirma su fidelidad a pesar de la infidelidad humana (Gen 9, 8-17). Dios establece el arco iris como signo de este compromiso, recordando a las generaciones futuras la estabilidad de la creación bajo la providencia divina.

Con el tercer pacto, Dios llama a Abraham y establece una alianza que marca el inicio de la elección de un pueblo. Dios promete a Abraham descendencia numerosa y tierra, y a través de su linaje, bendice a todas las naciones de la tierra: "Por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra" (Gen 12, 3; 17, 4-5). Este pacto abrahámico es fundamental, ya que anticipa la redención universal que se cumplirá en Cristo, descendiente de Abraham según la carne, y prefigura la misión de Israel como portador de la bendición divina para todas las naciones.

El cuarto pacto, realizado con Moisés, inaugura el establecimiento formal de Israel como nación consagrada a Dios. A través de Moisés, Dios da la Ley en el monte Sinaí, y el pueblo de Israel se compromete a vivir bajo los mandamientos: "Si escuchan mi voz y guardan mi alianza, serán para mí un reino de sacerdotes y una nación consagrada" (Ex 19, 5-6). Este pacto mosaico introduce el concepto de santidad y de obediencia a Dios como una responsabilidad colectiva, estableciendo la identidad de Israel como el pueblo elegido que será luz para las naciones.

El quinto pacto es con el rey David, a quien Dios promete una descendencia que reinará para siempre. Dios afirma que uno de los descendientes de David establecerá un reino eterno, lo cual apunta a la figura del Mesías: "Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí; tu trono estará firme eternamente" (2 Sam 7, 16). Este pacto davídico no solo representa la esperanza de un reino de justicia, sino que también prefigura el reinado definitivo de Cristo como descendiente de David, quien establecerá el Reino de Dios.

Con el sexto pacto, Dios, a través de los profetas, promete una nueva alianza que superará los pactos anteriores. Jeremías anuncia que esta nueva alianza estará escrita en los corazones de las personas, indicando una transformación interior que los capacitará para cumplir la voluntad divina (Jer 31, 31-34). Este pacto se convierte en una profecía central en la historia de la salvación, una promesa de restauración y comunión que no dependerá de leyes externas, sino de una relación íntima con Dios.

Finalmente, el séptimo y definitivo pacto se cumple en Jesucristo, en quien todas las promesas y pactos anteriores encuentran su plenitud. Con su muerte y resurrección, Jesús sella el pacto eterno que redime a la humanidad y ofrece el perdón de los pecados: "Este es mi cuerpo, que se entrega por ustedes; este es el cáliz de mi sangre, de la nueva y eterna alianza" (Lc 22, 19-20). 

En Cristo, se instituye un nuevo orden de gracia, accesible a todas las naciones a través de los sacramentos, donde la Iglesia, edificada sobre la fe de los apóstoles y establecida en Roma por el testimonio de los mártires Pedro y Pablo, se convierte en la heredera y custodio de este pacto. En la Basílica de San Pedro, el cumplimiento de la profecía se manifiesta visiblemente, como aquel Monte Santo al que Isaías hace referencia: "En los últimos tiempos el monte de la casa del Señor será erigido como el más alto de los montes... hacia él confluirán todas las naciones" (Is 2, 2-3). Desde este nuevo Monte Sión, Dios llama a todas las naciones en la unidad del Reino de Cristo, el cual es guiado en la tierra por el Vicario de Cristo, el sucesor de Pedro.

Desde la elección de Israel, Dios ha establecido pactos con su pueblo, orientados a su santificación y fidelidad. La misión original de Israel es clara: ser un “reino de sacerdotes y nación santa” (Éxodo 19, 6), donde cada miembro de la comunidad tendría un papel sagrado y se espera que actúe como mediador entre Dios y las naciones. Sin embargo, la infidelidad y la idolatría de Israel, como se menciona en la denuncia profética, llevan a su ruina. La profecía condena la “prostitución” de Jerusalén al abandonar a Dios (Isaías 1, 21), subrayando que Jerusalén, que debió ser el modelo de fidelidad, se convirtió en un símbolo de infidelidad.

Los profetas, conscientes de esta crisis, anuncian una nueva alianza que vendrá como respuesta a la infidelidad de Israel: un pacto eterno escrito en el corazón (Jeremías 31, 33). Este pasaje, en su forma original hebrea, expresa un cambio radical en la relación de Dios con su pueblo:

Hebreo (Jeremías 31, 33): "כי זאת הברית אשר אכרות עם בית ישראל אחרי הימים ההם נְאֻם יהוה; נתתי את תורתי בקרבם, וכתבתיה על לבבם; והייתי להם לאלהים, והם יהיו לי לעם."

Traducción (Biblia de Jerusalén): "Pero esta es la alianza que haré con la casa de Israel después de esos días, dice el Señor: Pondré mi ley en su interior, y la escribiré en su corazón; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo."

Este nuevo pacto encuentra su realización en Cristo, quien en el Monte Calvario sella la alianza definitiva mediante su sacrificio. Al establecer el sacrificio de la nueva alianza, Cristo convierte su muerte en la fuente de un culto universal que abarca a todas las naciones, un cumplimiento de las profecías de que las naciones vendrían a adorar en el "monte de la Casa del Señor" (Isaías 2, 2-3):

Hebreo (Isaías 2, 2-3): "והיה באחרית הימים, נכון יהיה הר בית יהוה בראש ההרים, ונשגבה היא מגבעות; ונהרו אליו כל הגויים."

Traducción (Biblia de Jerusalén): "Acontecerá en los últimos días que el monte de la casa del Señor será establecido en la cima de los montes y se elevará sobre las colinas, y todas las naciones fluirán hacia él."

Desde entonces, la Iglesia, nacida en Pentecostés y guiada desde Roma, cumple esta promesa de reunir a todas las naciones. La Basílica de San Pedro en el Vaticano se erige como el nuevo Monte Sión, el centro espiritual donde todos los pueblos adoran a Dios. Este entendimiento se fundamenta en la primacía de Pedro, quien, como piedra de la Iglesia, fue llamado a guiar a los fieles en el culto verdadero.

Mateo 16, 18-19: "Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que ates en la tierra será atado en los cielos, y todo lo que desates en la tierra será desatado en los cielos."

Algunas posturas protestantes defienden la idea de que el estado de Israel actual es el cumplimiento de las promesas de Dios a su pueblo. Sin embargo, es fundamental comprender que el “Israel de Dios” ya no es únicamente una nación física, sino que se ha transformado en la Iglesia, el cuerpo místico de Cristo. El verdadero Israel es ahora la comunidad de creyentes que han aceptado a Cristo, y esta identidad espiritual es enfatizada por San Pablo:

Gálatas 6, 16: "Y a todos los que andan conforme a esta regla, paz y misericordia sea sobre ellos, y sobre el Israel de Dios."

La argumentación de que el actual estado de Israel es una continuación de las bendiciones divinas carece de fundamento en la teología católica. El Nuevo Testamento redefine las promesas, señalando que la herencia espiritual de Israel se ha transferido a la Iglesia. Las promesas del Antiguo Testamento se realizan en Cristo y en la Iglesia, que es su cuerpo.

En la misión de la Iglesia, se espera que se cumpla la profecía de Isaías de que desde el monte santo de Dios se atraerá a todas las naciones para alabar correctamente a Dios. Este llamado es tanto un mandato como una realidad que se manifiesta en la vida sacramental de la Iglesia. La alabanza a Dios en espíritu y verdad es un signo de la presencia del Espíritu Santo en la comunidad de creyentes, como se enfatiza en el discurso de Jesús a la samaritana:

Juan 4, 23-24: "Pero la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren."

Así, la tarea de la Iglesia no es solo un compromiso institucional, sino una respuesta a la revelación de Dios a lo largo de la historia, donde el culto verdadero se encuentra en el sacrificio y la celebración de los sacramentos, manifestando el cumplimiento del propósito de Dios en la salvación de la humanidad.

Para abordar las promesas de Dios en relación con Jerusalén y Sión, y cómo estas se transforman en la era cristiana, es esencial analizar las profecías del Antiguo Testamento, la crítica de Cristo hacia el templo, y la reconstrucción espiritual que se realiza a través de la Iglesia. Este análisis incluirá citas bíblicas que subrayan la corrupción de Jerusalén, la pérdida del templo, y la promesa del nuevo Israel que llamará a todas las naciones a adorar a Dios.

Desde tiempos antiguos, Jerusalén fue elegida por Dios como su morada, pero su corrupción y la infidelidad de su pueblo llevaron a la profecía de su ruina. Profetas como Isaías y Jeremías denunciaron la decadencia espiritual de la ciudad y anunciaron el juicio divino.

Isaías 1, 21-23:

"¡Cómo se ha prostituido la ciudad fiel! Estaba llena de justicia, la rectitud moraba en ella, pero ahora está llena de asesinos. Tu plata se ha convertido en escoria, tu vino está diluido con agua. Tus príncipes son rebeldes y compañeros de ladrones; todos aman el soborno y andan tras las recompensas. No defienden la causa del huérfano, ni llega a ellos el pleito de la viuda."

Isaías aquí ilustra cómo la corrupción moral de Jerusalén llevó a su caída. Este juicio se reafirma en la profecía de la destrucción del templo y el exilio, que se menciona en:

Jeremías 7, 30-34:

"Porque los hijos de Judá han hecho lo malo ante mis ojos, dice el Señor. Han puesto sus abominaciones en la casa sobre la cual fue invocado mi nombre, para contaminarla. Y han edificado los lugares altos de Tofet, que está en el valle de Hinnón, para quemar a sus hijos y a sus hijas en el fuego, cosa que no les mandé, ni se me vino al pensamiento. Por tanto, he aquí, vienen días, dice el Señor, en que ya no se llamará Tofet, ni el valle de Hinnón, sino el valle de los muertos, porque habrá lugar suficiente para enterrar."

Este juicio culmina con la destrucción del templo, profetizado en Mateo 24, 1-2, donde Jesús mismo predice su caída:

"Y saliendo Jesús del templo, se iba; y se acercaron sus discípulos para mostrarle los edificios del templo. Y respondiendo, les dijo: ¿Veis todo esto? De cierto os digo que no quedará aquí piedra sobre piedra que no sea derribada."

La pérdida del templo y la caída de Jerusalén marcan el fin de una era, pero también abren la puerta a la promesa de un nuevo pacto y un nuevo Israel. La profecía de Ezequiel anticipa la restauración del pueblo y el templo, transformando la relación entre Dios y su pueblo:

Ezequiel 36, 26-28:

"Os daré un corazón nuevo, y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos y los pongáis por obra. Y habitaréis en la tierra que di a vuestros padres; y vosotros seréis mi pueblo, y yo seré vuestro Dios."

Esta promesa se cumple en el Nuevo Testamento a través de Cristo y la fundación de la Iglesia. San Pablo describe la nueva relación entre Dios y su pueblo en Gálatas 3, 28-29:

"Ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa."

La llegada del Espíritu Santo en Pentecostés marca el inicio de una nueva era: la era de la Iglesia, que es la era del Espíritu Santo y de la gracia. Este evento transforma a los apóstoles en los portadores de la nueva alianza, llevando el mensaje de salvación a todas las naciones. Jesús prometió este derramamiento del Espíritu en Juan 14, 16-17:

"Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir; porque no le ve ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros."

El culto del templo, que tuvo diferentes formas a lo largo de la historia de Israel (culto mosaico, aarónico, davídico y el de los macabeos), fue criticado por Dios debido a su superficialidad y ritualismo. Dios declaró su descontento con los sacrificios y rituales vacíos, resaltando su deseo por la misericordia y la justicia:

Oseas 6, 6:

"Porque misericordia quiero, y no sacrificio, y conocimiento de Dios más que holocaustos."

En el contexto del Nuevo Testamento, Cristo se presenta como el verdadero templo. Él mismo declara que su cuerpo es el templo que será levantado en tres días, refiriéndose a su muerte y resurrección:

Juan 2, 19-21:

"Respondió Jesús y les dijo: Destruid este templo, y en tres días lo levantaré. Y los judíos dijeron: En cuarenta y seis años fue edificado este templo, ¿y tú lo levantarás en tres días? Pero él hablaba del templo de su cuerpo."

La Iglesia, como el cuerpo de Cristo, se convierte en el nuevo templo donde Dios habita y desde donde se llama a todas las naciones a la adoración. En Hebreos 10, 19-22, se enfatiza el acceso al nuevo templo:

"Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Santuario por la sangre de Jesús, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe."

El libro del Apocalipsis profetiza el juicio sobre Jerusalén y el antiguo templo, culminando en el séptimo sello, que representa el fin de la era del templo y el comienzo de la era cristiana. En Apocalipsis 11, 19, se menciona:

"Y se abrió el templo de Dios que estaba en el cielo, y el arca de su pacto apareció en su templo; y hubo relámpagos, voces, truenos, un terremoto y grande granizo."

Este pasaje simboliza el acceso al nuevo templo celestial, donde Cristo, como sumo sacerdote, intercede por su pueblo.

Para profundizar en el tema de la caída del templo de Jerusalén y su simbolismo en el contexto del Apocalipsis, es fundamental considerar el significado de los sellos, especialmente el sexto y séptimo, y cómo estos eventos marcan el juicio de Dios y la expansión del cristianismo.

El sexto sello en el libro del Apocalipsis se describe en Apocalipsis 6, 12-14, donde se relatan cataclismos cósmicos que simbolizan el juicio de Dios sobre la tierra y, específicamente, sobre Jerusalén:

"Y miré cuando abrió el sexto sello; y he aquí, hubo un gran terremoto, y el sol se puso negro como un saco de cilicio, y la luna toda como sangre. Y las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra, como la higuera deja caer sus higos cuando es sacudida por un fuerte viento. Y el cielo se desvaneció como un pergamino que se enrolla; y todo monte y toda isla se removieron de su lugar."

Estos fenómenos son una representación poderosa de la inminente destrucción del antiguo orden religioso de Israel y la inminente llegada de la era del cristianismo. La oscuridad del sol y el color sanguíneo de la luna simbolizan el juicio divino, mientras que el terremoto es una señal de que las bases del templo y de la religión judía están a punto de ser destruidas.

El séptimo sello, que se abre en Apocalipsis 8, 1-5, trae consigo un juicio aún más severo. Aquí se nos presenta la escena en la que un ángel toma el incensario y, llenándolo de fuego del altar, lo arroja sobre la tierra:

"Cuando abrió el séptimo sello, hubo silencio en el cielo como por media hora. Y vi a los siete ángeles que estaban en pie ante Dios; y les fueron dadas siete trompetas. Y otro ángel vino y se puso de pie ante el altar, teniendo un incensario de oro; y le fue dado mucho incienso para añadirlo a las oraciones de todos los santos sobre el altar de oro que estaba delante del trono. Y del ángel subió a la presencia de Dios el humo del incienso con las oraciones de los santos; y el ángel tomó el incensario y lo llenó del fuego del altar y lo arrojó a la tierra; y hubo truenos, y voces, y relámpagos, y un terremoto."

El acto de arrojar el fuego sobre la tierra simboliza el juicio que se desata sobre las naciones, incluyendo a Jerusalén, que había rechazado a Cristo y su mensaje. Este fuego representa tanto la purificación como el juicio, con la implicación de que la antigua religión, centrada en el templo, ha llegado a su fin.

El colapso del templo de Jerusalén en el año 70 d.C. es un acontecimiento histórico que cumple las profecías de Cristo sobre la destrucción de la ciudad y su templo. En Mateo 24, 1-2, Jesús profetiza:

"Y saliendo Jesús del templo, se iba; y se acercaron sus discípulos para mostrarle los edificios del templo. Y respondiendo, les dijo: ¿Veis todo esto? De cierto os digo que no quedará aquí piedra sobre piedra que no sea derribada."

Este anuncio se realiza en un contexto de creciente oposición hacia los seguidores de Cristo, quienes fueron perseguidos y rechazados por las autoridades religiosas de Jerusalén. La destrucción del templo es el colofón de este rechazo, un acto de juicio que marca el final de una era y el comienzo de la nueva.

La caída del templo libera a los cristianos del círculo restrictivo de la religión judía, permitiendo que se embarquen en una misión de evangelización más amplia. Sin la necesidad de un templo físico, los seguidores de Cristo se sienten impulsados a llevar el mensaje de la salvación no solo a los hebreos, sino también a los gentiles y a los pueblos paganos. Así, la misión apostólica se expande, cumpliendo las profecías de que el mensaje de Cristo alcanzaría a todas las naciones.

La purificación y el colapso del antiguo sistema religioso propician la rápida difusión del cristianismo. Los apóstoles, ahora liberados de las restricciones del culto en el templo, comienzan a proclamar la fe de manera vigorosa. Hechos 1, 8 es una declaración clave de esta misión:

"Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo; y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra."

La promesa del Espíritu Santo empodera a los discípulos para llevar el mensaje a todos los rincones del Imperio Romano. La conversión de paganos y la inclusión de gentiles en la comunidad cristiana son testimonios del cumplimiento de la misión que se les ha encomendado.

En este sentido, la caída del templo de Jerusalén no solo simboliza un juicio divino, sino que también actúa como catalizador para la expansión del cristianismo. Los mártires que sufrieron por su fe se convierten en ejemplos de la perseverancia y valentía necesarias para llevar el evangelio a un mundo que aún estaba atrapado en la oscuridad de la idolatría y la corrupción.

Los eventos del sexto y séptimo sello en el Apocalipsis, junto con la profecía de Cristo sobre la caída del templo, marcan una transición crucial en la historia de la salvación. Este colapso no solo representa el juicio divino sobre Jerusalén y su sistema religioso corrupto, sino que también establece el camino para la nueva evangelización y la proclamación del evangelio a todas las naciones. Así, la caída de Jerusalén es a la vez un juicio y una oportunidad, que permite a la Iglesia crecer y establecerse como el verdadero pueblo de Dios, donde la adoración y el culto a Dios se llevan a cabo en espíritu y verdad, tal como lo prometió Jesús en Juan 4, 23-24.

Para conectar las profecías bíblicas y la caída de Jerusalén con la realidad contemporánea de la Iglesia Católica, es esencial considerar cómo la Basílica de San Pedro y el Vaticano representan el cumplimiento de las promesas de Dios respecto a la nueva Jerusalén y el nuevo templo. Este nuevo orden, que surge tras la destrucción del antiguo templo, se manifiesta en la comunidad de creyentes que forman la Iglesia, el verdadero templo de Dios en la era del Espíritu Santo.

La Biblia establece que el nuevo templo no es un edificio físico, sino la comunidad de los creyentes, en la que Dios habita por medio de su Espíritu. En 1 Corintios 3, 16-17, se nos recuerda:

"¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno destruyere el templo de Dios, él será destruido; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es."

Aquí, Pablo destaca que la comunidad cristiana es el templo de Dios, y la presencia del Espíritu Santo se manifiesta en ella. Por lo tanto, la Iglesia es la nueva casa de Dios, donde se lleva a cabo el verdadero culto, en contraposición al antiguo templo de Jerusalén, que fue desmantelado como juicio por la infidelidad del pueblo.

La Basílica de San Pedro en el Vaticano se erige como un signo tangible de esta nueva realidad. Construida sobre la tumba de San Pedro, el primer apóstol y piedra de la Iglesia, la basílica no solo es un lugar de culto, sino que representa el cumplimiento de la profecía de que Dios atraerá a todas las naciones a su casa. En Isaías 2, 2-3, se profetiza:

"Y acontecerá en los postreros días, que será confirmado el monte de la casa del Señor como cabeza de los montes, y será exaltado sobre los collados; y vendrán a él todas las naciones. Y vendrán muchos pueblos y dirán: Venid, y subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob; y nos enseñará en sus caminos, y caminaremos por sus sendas."

La Iglesia Católica a través de la Basílica de San Pedro es el nuevo Monte Sión, donde se cumple la promesa de que las naciones acudirán a adorar a Dios. La arquitectura y la liturgia de la basílica reflejan la grandeza de la gloria divina y la invitación a todos los pueblos a participar en el culto verdadero.

En este contexto, el Vicario de Cristo asume el papel de mayordomo de la casa de Dios, cuya misión es proteger y administrar la Iglesia. En el ámbito hebreo, el concepto de mayordomía tiene raíces profundas; el mayordomo es responsable de cuidar la casa y de llevar a cabo la voluntad de su señor. Jesús mismo ilustra este principio en varias parábolas, donde se menciona la importancia de la fidelidad en la administración de lo que se le ha confiado. En Lucas 12, 42-43, dice:

"Y el Señor dijo: ¿Quién es, pues, el mayordomo fiel y sabio, al cual su señor pondrá sobre su casa, para que les dé a tiempo su ración? Bienaventurado aquel siervo al cual, cuando su señor venga, le halle haciendo así."

El Vicario de Cristo, en su rol de líder espiritual, debe ser fiel a la tradición y enseñanza que ha recibido, asegurándose de que la casa de Dios se mantenga en orden y que se cumpla la misión de evangelizar a todas las naciones. Esto se relaciona directamente con la misión de la Iglesia de ser luz para el mundo y guía para aquellos que buscan a Dios.

La referencia a la parusía de Cristo en las enseñanzas de Jesús enfatiza la necesidad de estar preparados para su regreso. En las parábolas del banquete de bodas, Jesús ilustra la importancia de la vigilancia y la fidelidad en la administración de los dones y responsabilidades que Dios ha confiado a su Iglesia. En Mateo 25, 1-13, la parábola de las diez vírgenes resalta la necesidad de estar preparados y de mantener la lámpara encendida, que simboliza la fe y el testimonio cristiano.

El Vicario de Cristo, junto con la comunidad de la Iglesia, debe permanecer vigilante y fiel, asegurándose de que la casa de Dios esté siempre lista para recibir al Señor. La transformación de Roma en el centro del cristianismo es una clara señal de que Dios ha cumplido su promesa de restaurar a su pueblo y de establecer un nuevo orden donde su presencia es vivida y celebrada.

Roma, especialmente representada por la Basílica de San Pedro, puede ser considerada el Nuevo Sion en la tradición católica. Esta noción se fundamenta en la creencia de que, tras la destrucción del antiguo templo en Jerusalén, Dios estableció un nuevo orden en el que la Iglesia, el Cuerpo Místico de Cristo, se convierte en el verdadero templo donde habita el Espíritu Santo.

La profecía de Isaías sobre la atracción de todas las naciones al "monte de la casa del Señor" (Isaías 2, 2-3) se cumple en Roma, donde se congregan fieles de todo el mundo para adorar a Dios. La Basílica de San Pedro no solo simboliza la nueva casa de Dios, sino que también se erige sobre la tumba de San Pedro, el primer apóstol, quien representa la continuidad del liderazgo espiritual en la Iglesia.

El papel del Vicario de Cristo, como mayordomo de la casa de Dios, se asienta en la responsabilidad de guiar y administrar la fe cristiana, asegurando que el culto verdadero se mantenga vivo y accesible para todos. Además, la misión de la Iglesia, nacida en Pentecostés, se expande desde Roma hacia todas las naciones, cumpliendo el mandato de evangelización.

En este sentido, Roma no solo es un centro geográfico, sino un símbolo espiritual de la nueva alianza que Dios ha establecido con la humanidad a través de Cristo, donde se lleva a cabo el verdadero culto y se experimenta la salvación. La Iglesia, como el nuevo templo, cumple así el llamado de ser luz para las naciones y testimonio del amor y la misericordia divina en el mundo.

Galo Guillermo Farfán Cano.

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