Ecuador y sus 200 años de democracia

 Reflexión

INTRODUCCIÓN 

El Ciclo Platónico del Gobierno (Del Orden al Desorden)

Platón, en su obra "La República", propone que las formas de gobierno cambian y se transforman de acuerdo a la naturaleza del ser humano y su inclinación al bien o al mal. Para Platón, la ciudad-estado ideal debe ser gobernada por los más sabios, aquellos que posean conocimiento y virtud. Él clasifica cinco formas de gobierno en un orden cíclico que refleja cómo una sociedad puede pasar del orden al desorden:

Aristocracia: En esta forma de gobierno, los filósofos-reyes gobiernan basándose en la sabiduría y la justicia. Es el régimen ideal, donde el interés del bien común prevalece. La aristocracia es una meritocracia de los más sabios y virtuosos, y se sostiene mientras estos gobernantes sean guiados por la razón y el deseo de justicia.

Timocracia: Cuando la aristocracia comienza a deteriorarse, se convierte en timocracia. En este régimen, el honor y la gloria reemplazan la búsqueda de la sabiduría. Los gobernantes no son necesariamente los más sabios, sino aquellos que buscan el reconocimiento, lo que eventualmente lleva a un predominio del militarismo y el prestigio personal.

Oligarquía: La timocracia, corrompida por la ambición y el deseo de poder, degenera en oligarquía. Aquí, el poder es controlado por unos pocos, generalmente aquellos que poseen la mayor riqueza. En lugar de preocuparse por el bienestar común, los oligarcas gobiernan para preservar y aumentar su fortuna. Esto genera una profunda desigualdad social y crea una división entre ricos y pobres.

Democracia: La desigualdad y el descontento generados por la oligarquía conducen a la aparición de la democracia. Platón no la considera una forma de gobierno ideal, sino un sistema donde se da rienda suelta a la libertad y a los caprichos individuales. En la democracia, según Platón, no gobiernan los más sabios ni los más virtuosos, sino cualquiera que logre ganar el favor popular, lo que desemboca en una sociedad caótica, marcada por el libertinaje y la falta de orden.

Tiranía: Finalmente, el caos y la falta de control en la democracia desembocan en la tiranía. El pueblo, cansado del desorden, entrega el poder a un líder fuerte que promete restaurar el orden, pero que termina gobernando de manera despótica y autoritaria. La tiranía es la peor forma de gobierno, pues el tirano gobierna para sí mismo, imponiendo su voluntad de manera arbitraria y opresiva. De esta manera, el ciclo se completa, y el caos o la anarquía eventualmente conducen nuevamente a la búsqueda de un nuevo orden, reiniciando el ciclo.

Este ciclo, para Platón, muestra cómo la corrupción moral y la pérdida de virtudes entre los gobernantes y la sociedad llevan al deterioro de los regímenes políticos. Cada forma de gobierno nace de los defectos de la anterior, y el retorno al caos es inevitable si no se restaura el gobierno de los más sabios y justos.

Aristóteles y La Transformación Natural de las Formas de Gobierno:

Aristóteles, en su obra "Política", también describe un ciclo de gobiernos, aunque lo hace desde un punto de vista más práctico y menos idealista que Platón. Para Aristóteles, las formas de gobierno se dividen en tres principales tipos, cada una con su correspondiente forma corrupta:

Monarquía: La monarquía, o el gobierno de uno solo, es para Aristóteles la mejor forma de gobierno, siempre y cuando el monarca gobierne con justicia y por el bien común. El monarca debe ser un gobernante virtuoso que actúe como el "padre" de su pueblo, protegiendo sus intereses y garantizando la estabilidad y la justicia.

Tiranía: Sin embargo, cuando el monarca deja de gobernar por el bien común y busca su propio beneficio, la monarquía degenera en tiranía. El tirano, a diferencia del rey justo, gobierna con miedo y represión, ejerciendo el poder de manera cruel y autoritaria.

Aristocracia: Al igual que Platón, Aristóteles ve la aristocracia como una forma de gobierno donde gobiernan los mejores, los más virtuosos y sabios. En este sistema, la elite que gobierna lo hace en beneficio del bien común, actuando con prudencia y justicia.

Oligarquía: La aristocracia degenera en oligarquía cuando los pocos que gobiernan lo hacen para su propio beneficio y no para el bien común. La oligarquía es la forma corrupta de la aristocracia, donde el poder se concentra en manos de una minoría rica y poderosa que oprime al resto de la sociedad.

República o Politeia: La tercera forma de gobierno es la república, que Aristóteles considera una mezcla de democracia y aristocracia. En la politeia, el poder reside en manos de muchos, pero estos muchos gobiernan con moderación y prudencia, buscando siempre el bien común.

Democracia: Sin embargo, cuando el gobierno de los muchos degenera y se convierte en la búsqueda de intereses personales y en la falta de respeto por la ley, la república se convierte en democracia, una forma corrupta de gobierno donde impera la demagogia y la manipulación. La democracia, para Aristóteles, no es necesariamente una forma ideal, sino una degeneración de la politeia, donde las pasiones y los caprichos individuales prevalecen sobre el orden y la justicia.

El Ciclo y la Realidad Política Actual

Tanto Platón como Aristóteles coinciden en que las formas de gobierno están en constante cambio, y que cada una tiende a degenerar si no se mantiene un fuerte compromiso con la virtud, la justicia y el bien común. Esta reflexión filosófica nos permite entender mejor la realidad política que vivimos hoy. En Ecuador, tras 200 años de independencia y democracia, vemos cómo el ciclo descrito por Platón y Aristóteles se ha manifestado claramente. Hemos pasado de intentos de gobiernos republicanos y democráticos a regímenes oligárquicos que han degenerado en formas de tiranía disfrazada bajo la fachada democrática.

La transición constante entre formas de gobierno corruptas ha dejado a la sociedad ecuatoriana en un estado de desorden, donde el poder cambia de manos entre grupos oligárquicos que solo buscan su propio beneficio. La falta de virtud en los gobernantes ha perpetuado el ciclo de corrupción, pobreza e inestabilidad. Al igual que en la filosofía política clásica, el caos y la falta de orden nos están conduciendo inevitablemente hacia una nueva forma de tiranía, si no se reestablece un gobierno que esté verdaderamente comprometido con el bien común y basado en la justicia y la virtud.

Es por ello que, de cara a las próximas elecciones, debemos reflexionar sobre cómo romper este ciclo. Ecuador necesita una nueva aristocracia de personas virtuosas, que no gobiernen por ambición personal, sino por el deseo de servir a su comunidad. Solo a través de la formación en valores cristianos y de un compromiso genuino con el bien común podemos esperar restaurar el orden y la justicia en nuestro país.

DESARROLLO 

Este análisis comparativo entre la monarquía católica del Imperio Español y los estados surgidos tras las guerras de secesión en América Latina busca destacar cómo el orden jurídico y social bajo el dominio español ofrecía una mayor protección a los pueblos indígenas en comparación con el caos que siguió a las mal llamadas "independencias". Estas rupturas, en realidad, fragmentaron un orden establecido que, aunque imperfecto, tenía en su núcleo una preocupación por la justicia y el bienestar de los pueblos originarios.

1. La Monarquía Hispánica y el Orden Jurídico Proteccionista:

Durante los casi 400 años del dominio español en América, el sistema jurídico conocido como las Leyes de Indias fue un esfuerzo estructurado para garantizar la protección de los pueblos indígenas. Pablo Victoria (2003) en su obra El día que España derrotó a Inglaterra destaca que las Leyes de Indias no solo representaban un cuerpo legal avanzado para la época, sino que también sirvieron como un mecanismo para limitar los abusos y proteger a los indígenas de la explotación. Este marco legal derivó de las Leyes de Burgos de 1512 y las Leyes Nuevas de 1542, que fueron el resultado del pensamiento humanista de la Escuela de Salamanca, que entendía que los indígenas eran sujetos de derechos plenos bajo la Corona española.

De hecho, como señala Elvira Roca Barea (2016) en Imperiofobia y Leyenda Negra, la Monarquía Hispánica fue pionera en el reconocimiento de la humanidad de los pueblos indígenas, estableciendo leyes que buscaban protegerlos, algo que ninguna otra potencia europea de la época hizo. Las Leyes de Indias no eran meras normas escritas, sino que su aplicación se supervisaba a través de un sistema burocrático complejo, que incluía a los Consejos de Indias y los visitadores reales encargados de vigilar el cumplimiento de las normas en los virreinatos.

Este orden jurídico reconocía a los indígenas como súbditos de la Corona, tal como lo resalta Lewis Hanke (1949) en su obra The Spanish Struggle for Justice in the Conquest of America, señalando que los indígenas no solo eran protegidos legalmente, sino que también se les consideraba poseedores de tierras. Este reconocimiento de la propiedad indígena está claramente reflejado en la legislación que abogaba por la protección de los nativos desde la ética cristiana y la moral natural defendida por los teólogos de Salamanca.

Patricio Lons, argumenta que durante las guerras de secesión en América, los indígenas lucharon mayoritariamente del lado de la Corona española, pues veían en la monarquía un sistema que les ofrecía protección frente a las élites criollas. Lons señala que tras las independencias, los indígenas sufrieron la pérdida de sus tierras y derechos, siendo sometidos a un nuevo sistema oligárquico que los despojó de sus protecciones y los relegó a una situación de mayor vulnerabilidad.

Mientras que el sistema español promovía la protección de las tierras indígenas, las repúblicas nacientes justificaron el despojo con el argumento de que los indígenas, al ser ahora "ciudadanos", no debían tener derechos especiales sobre la tierra. Sin embargo, este argumento fue utilizado para consolidar el poder de las oligarquías, quienes se apropiaron de vastas extensiones de territorio a expensas de los pueblos indígenas.

Elvira Roca Barea (2016) argumenta que las repúblicas hispanoamericanas no solo fracasaron en proteger los derechos de los indígenas, sino que crearon un sistema de plutocracia y oligarquía que perpetuó la desigualdad. Mientras que bajo la Monarquía Hispánica, la Corona intentaba frenar los abusos de poder y garantizar cierta justicia social, los nuevos gobiernos republicanos promovieron una forma de gobierno en la que las élites criollas se enriquecieron a costa de la explotación de los sectores más vulnerables, incluidos los indígenas.

En su obra "El terror bolivariano", el profesor Pablo Victoria ofrece un análisis profundo sobre los excesos cometidos por Simón Bolívar durante las guerras de secesión en América Latina. Victoria destaca cómo la falta de recursos en las filas bolivarianas llevó a situaciones extremas, como el uso de huesos de cerdo como moneda. Bolívar, según Victoria, se autoproclamó dictador en medio de un contexto de caos y anarquía, influenciado por logias masónicas de Londres y Francia. Uno de los episodios más controvertidos fue la masacre de Pasto, donde, al igual que en La Vendée bajo el régimen de Robespierre, las tropas bolivarianas asesinaron indiscriminadamente a hombres, mujeres y niños (Victoria, 2009).

En "El terror bolivariano", el profesor Pablo Victoria enmarca a Simón Bolívar no como un héroe, sino como un hombre profundamente ambicioso, impulsado por un deseo insaciable de poder y reconocimiento. Victoria señala que Bolívar nunca pudo obtener el título nobiliario que tanto anhelaba debido a un factor clave en su genealogía: una de sus bisabuelas era de raza negra. Según Victoria, este detalle fue ocultado por las élites borbónicas afrancesadas debido al racismo implícito de la época, lo que hizo que se le negara el reconocimiento nobiliario.

El profesor sostiene que este rechazo influyó profundamente en Bolívar, cuya ambición por ser reconocido lo llevó a aliarse con las logias masónicas que promovían las ideas ilustradas. Dichas logias, que tenían sus raíces en el iluminismo y el protestantismo, fueron responsables de difundir ideas racistas y jerárquicas, visibles tanto en el sistema de castas de la época como en la eventual exaltación de la "raza aria", cuyo desarrollo ideológico culminó en el siglo XX, pero cuyas bases se remontan a la ilustración protestante.

Bolívar, al no poder alcanzar el reconocimiento que tanto deseaba por parte de la Corona española, se volcó a imponer su propio poder en América Latina, liderando guerras que resultaron en la destrucción del orden social español y la imposición de una dictadura personalista en la recién formada República de Colombia. La ambición de Bolívar, según Victoria, lo llevó a cometer excesos brutales, como la masacre de Pasto, donde ejecutó sin piedad a hombres, mujeres y niños en un intento por consolidar su poder. Estos actos, en comparación, son paralelos a las atrocidades cometidas por los jacobinos franceses en la Vendée bajo el mandato de Robespierre, en una era en que las ideas ilustradas y masónicas promovieron una ola de violencia y caos en todo el mundo occidental.

Victoria argumenta que Bolívar no fue más que un instrumento del terror y del desorden generado por las logias, que deseaban destruir el orden católico hispánico en América. Lo que en realidad se produjo no fue la libertad, sino una serie de dictaduras y sistemas oligárquicos que sumieron a los pueblos recién liberados en una miseria prolongada.

La Monarquía como Reflejo del Orden Divino

La monarquía cristiana, especialmente la hispánica, se ha fundamentado en el concepto de que el poder es una delegación divina, otorgada para garantizar la justicia y la salvaguarda del orden social. San Agustín, en su obra La Ciudad de Dios, argumenta que el poder temporal debe estar subordinado a los preceptos de la ley divina: “No hay poder sino de Dios, y los que existen, por Dios son ordenados” (San Agustín, De Civitate Dei, 19.24). Este principio es crucial para estructurar una federación de reinos donde el monarca actúe como garante del orden social y moral, no como un déspota, sino como un servidor del bien común y de la gloria de Cristo.

La reconstitución de esta federación debe restablecer la centralidad de la ley natural y la moral cristiana como guías para el ejercicio del poder, con el monarca como jefe del Estado y defensor de la fe, tal como fue durante los siglos de esplendor del Imperio Español. En palabras de Santa Teresa de Jesús, "obedecer por amor es reinar" (Santa Teresa, Libro de las Fundaciones, 5), recordando que el monarca debe gobernar no para su propio beneficio, sino con amor al servicio de su pueblo, en consonancia con los valores cristianos.

La Federación como Expresión de Unidad Hispánica

El modelo propuesto de Federación de Reinos Hispanos encuentra su justificación histórica en la organización territorial que se desarrolló bajo la Monarquía Hispánica, donde los distintos reinos y territorios mantenían su autonomía dentro de una unidad política más amplia bajo la Corona. En la visión del historiador Ramiro de Maeztu, en su obra Defensa de la Hispanidad, el Imperio Español no fue una mera entidad colonial, sino un proyecto civilizatorio guiado por los principios de la fe católica y la justicia. Maeztu sostiene que “la misión de España fue la de extender el cristianismo y la civilización por el mundo" (Maeztu, 1934), uniendo a los pueblos bajo un gobierno común que respetaba sus particularidades locales pero los vinculaba a través de una fe y un propósito compartido.

Siguiendo esta línea, una federación hispánica implicaría la creación de un cuerpo político unificado, donde los distintos estados mantendrían sus estructuras internas, pero se unificarían bajo una ciudadanía común y la jefatura de un monarca. El Senado aristocrático, compuesto por representantes de las diversas aristocracias y presidido rotativamente por arzobispos en comunión con Roma, garantizaría que las decisiones políticas estuvieran alineadas con los principios morales cristianos.

El Rol de la Iglesia como Guardián del Orden Moral:

La Iglesia, en esta federación, no sería simplemente una institución religiosa, sino el contrapeso moral que garantice que las decisiones políticas se ajusten a la ley de Dios. San Agustín afirmaba que el "gobierno justo" es aquel que se conforma a la voluntad divina, y que las leyes humanas deben ser una manifestación concreta de la ley natural (De Civitate Dei, 19.21). La presencia de la Iglesia en el Senado no busca instaurar una teocracia, sino asegurar que las leyes promovidas por el Congreso Federal y sancionadas por el monarca respeten los preceptos cristianos, actuando como una guía moral en los asuntos de Estado.

Juan Donoso Cortés, un influyente pensador español del siglo XIX, destacaba que "la única manera de que el poder sea legítimo es que esté subordinado a la moral" (Donoso Cortés, Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo). En este contexto, la Iglesia debe actuar como árbitro moral, asegurando que los líderes políticos no caigan en la corrupción y que el poder sea ejercido con prudencia y templanza, tal como defendían los teólogos de la Escuela de Salamanca.

Monarquía y Gobierno Aristocrático: Una Alianza para el Bien Común.

La alianza entre el monarca y el Senado aristocrático es fundamental para garantizar la estabilidad de esta nueva federación. La aristocracia, en el sentido clásico defendido por autores como Aristóteles, es el gobierno de los más sabios y virtuosos, no una oligarquía de poder económico. En este sistema, la aristocracia cristiana debe actuar como un consejo de sabios que asesore al monarca y al cónsul máximo en el ejercicio del gobierno, velando por el bien común y rechazando cualquier intento de tiranía.

La figura del monarca no sería la de un gobernante absoluto, sino la de un rey católico que, como señala Pablo Victoria, enmarca su poder dentro de los límites de la justicia cristiana y el servicio al pueblo. El rey, al estar sometido a la autoridad moral de la Iglesia y del Senado aristocrático, gobernaría para garantizar la paz y la prosperidad de los estados federados, siguiendo el modelo de los antiguos reinos hispánicos.

Defensa de la Ley y la Moral Cristiana como Pilar del Estado:

La restauración de la ley moral cristiana como fundamento de la vida política es indispensable para esta federación. Francisco de Vitoria, uno de los grandes teólogos de la Escuela de Salamanca, sostenía que la autoridad legítima solo puede provenir de Dios y que las leyes injustas carecen de legitimidad (De Indis, 1532). Siguiendo este principio, el monarca hispano sería el guardián de la ley moral, y cualquier legislación que se oponga a la doctrina cristiana o al bien común debería ser vetada

El Senado aristocrático, compuesto por líderes virtuosos y guiado por la Iglesia, garantizaría que las leyes federales respeten estos principios, y el cónsul máximo, elegido por este Senado, actuaría como el jefe de gobierno encargado de administrar el día a día del Estado. Sin embargo, el poder supremo para sancionar o vetar leyes recaería en el monarca, quien, como defensor de la fe, tendría la última palabra en la protección de la moral pública y el bienestar de los ciudadanos.

La Unidad Bajo Cristo como Eje de la Federación:

El objetivo final de esta Federación de Reinos Hispanos sería restaurar la unidad espiritual y política de los pueblos hispánicos bajo el gobierno de Cristo. San Agustín argumentaba que la verdadera paz solo puede encontrarse en el orden divino y que la ciudad terrenal debe reflejar la ciudad celestial (De Civitate Dei, 19.17). La reconstitución de una nación hispánica unificada, gobernada por un monarca y basada en la ley y moral cristianas, sería la manifestación terrenal de este ideal, donde cada reino, estado y pueblo pueda hablar con una sola voz a través de su unidad en Cristo.

Solo así, retornando a la tradición hispánica, podrá restablecerse un orden social justo y estable que proteja a los ciudadanos y defienda los valores cristianos, haciendo frente al desorden moral y político que caracteriza a las democracias modernas.

CONCLUSIÓN 

Estamos en un momento crucial para el Ecuador, un país que en los últimos dos años ha conmemorado su bicentenario, recordando aquellos acontecimientos de 1822 cuando, tras la secesión del Reino del Perú, la Real Audiencia de Quito se anexó de manera coercitiva a la Gran Colombia bajo la presión de Simón Bolívar. Es imperativo que cuestionemos la narrativa oficial de nuestros próceres, quienes no hicieron otra cosa que derrotar a las escasas fuerzas realistas de la época, un ejército más ceremonial que opresor, en un territorio que vivió en paz durante siglos bajo la civilización hispánica.

Aquella paz, que Humboldt describió con admiración, reflejaba el orden social instaurado por la monarquía española, donde se consolidó el gobierno mesiánico de Cristo en las tierras americanas. En estas tierras, se extinguieron los sacrificios humanos y se impuso la civilización bajo la cruz de Cristo. Sin embargo, esta paz fue interrumpida no por la voluntad popular, sino por la ambición de las logias masónicas que, mediante intrigas y conspiraciones, balcanizaron lo que era un sólido cuerpo político: el Imperio Español. Las naciones que surgieron de esta fragmentación no nacieron de una legítima búsqueda de libertad, sino de un cisma que destruyó el orden hispano-católico para imponer pequeños estados serviles al poder masónico.

Desde entonces, hemos vivido un experimento de 200 años de una mal llamada democracia, un sistema que en lugar de buscar el bien común, ha permitido que oligarcas y plutócratas se alternen en el poder. Cada elección ha sido una nueva oportunidad para que un grupo de poder imponga su voluntad sobre el pueblo, no para servirle, sino para beneficiarse personalmente. El círculo platónico de la política, que describe cómo las sociedades pasan de la aristocracia a la democracia y finalmente a la tiranía, se ha cumplido en Ecuador. Hemos visto cómo las élites, bajo el disfraz de la democracia, se han convertido en oligarcas tiránicos que gobiernan en su propio beneficio y no en el de la sociedad.

Es momento de reflexionar profundamente sobre esto, especialmente cuando nos acercamos a unas nuevas elecciones. El voto es un derecho y una responsabilidad, pero también es una oportunidad para reordenar nuestra sociedad. No podemos seguir eligiendo a quienes solo buscan el poder para perpetuar la injusticia. Necesitamos una aristocracia cristiana, no en el sentido de una élite basada en la riqueza o el linaje, sino en una clase dirigente formada en la virtud, la templanza, la prudencia y la sabiduría.

Un buen gobernante no es aquel que sabe más de economía o leyes, sino aquel que tiene la templanza de elegir el bien sobre el mal, que busca el bien común y no su propio beneficio. Solo una sociedad formada en valores cristianos puede seleccionar a líderes verdaderamente capaces. Pero para ello, debemos dejar de lado la ambición desmedida por el dinero y el poder, que es lo que ha destruido nuestra política en los últimos dos siglos.

Si deseamos un cambio real, debemos condenar la plutocracia, la partidocracia y la oligarquía. Debemos dejar de elegir a aquellos que prometen beneficios individuales a cambio de nuestro voto. La autoridad y el poder deben ser ejercidos con legitimidad, es decir, con verdadera justicia, orientada al bien común. La enseñanza de Cristo sobre el amor al prójimo y el autocontrol nos ofrece la clave para reconstruir una sociedad que realmente funcione.

Es también importante recordar que, durante los 400 años de gobierno hispano, se mantuvo un orden jurídico y moral basado en la ley natural y en la ley divina. Sí, hubo abusos, como los hay ahora, pero en general, existía un compromiso con el bien común, algo que ha sido olvidado en la política actual. Hoy en día, las leyes existen solo en el papel, y la corrupción las convierte en letra muerta. Los derechos son protegidos solo de manera superficial, mientras que la injusticia reina en nuestra vida cotidiana.

No es necesario buscar nuevos sistemas políticos. La solución ya existió y fue la monarquía hispánica, un modelo en el que los reyes gobernaban por la gracia de Dios, sabiendo que su responsabilidad era velar por el bienestar de sus súbditos, no para enriquecerse a costa de ellos. La monarquía ofrecía estabilidad, pues el monarca, al ser formado para gobernar, entendía que su deber era para con Dios y el pueblo. Si fallaba en su misión, podía ser depuesto, como lo enseñó la Escuela de Salamanca, pero mientras gobernara con justicia, el reino prosperaba.

Hoy necesitamos restaurar ese sentido de responsabilidad en nuestros gobernantes. Si bien es improbable que Ecuador vuelva a una monarquía, podemos recuperar esos valores dentro del sistema republicano, siempre y cuando elijamos a personas verdaderamente capacitadas y virtuosas. El modelo parlamentario que heredamos de España puede ser reformado para que funcione nuevamente en beneficio de la sociedad, no de unos pocos.

Finalmente, debemos rechazar toda ideología que divida a nuestro país y que se aleje de los valores cristianos. No se trata de imponer una religión, sino de reconocer que solo con el respeto a la ley natural, con el amor al prójimo y con el autocontrol, podemos construir una sociedad verdaderamente justa. No podemos permitir que el caos y la anarquía sigan reinando en nuestras elecciones. Es hora de reformar el estado y de reconstituir el orden social cristiano, reconociendo los errores del pasado y mirando hacia el futuro con la esperanza de restaurar la unidad y la paz que una vez tuvimos bajo el gobierno de Cristo.

Ecuador ha sufrido mucho en estos 200 años de democracia. Hemos visto cómo el ciclo platónico de la política nos ha llevado al caos y a la tiranía. Pero es posible romper este ciclo si tomamos en serio nuestro deber como ciudadanos y cristianos. Que nuestro voto en las próximas elecciones sea una expresión de nuestro deseo por una sociedad más justa, más virtuosa y más comprometida con el bien común. El futuro de Ecuador está en nuestras manos, y depende de que hagamos esta reflexión con sinceridad y compromiso.

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