Deus, unus et trinus

Reflexión 

DEVS, VNVS ET TRINVS.

La doctrina de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe cristiana y, al mismo tiempo, el más inabarcable para la razón humana. En él se proclama que Dios es uno en esencia y trino en personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esta verdad no es una especulación filosófica, sino una realidad revelada por Dios mismo en las Sagradas Escrituras y profundizada por los Padres de la Iglesia. A lo largo de la historia, la teología patrística y escolástica han procurado expresar esta verdad con la mayor precisión posible, sabiendo que, aunque se pueden formular conceptos que ayuden a su comprensión, la Trinidad sigue siendo un misterio que rebasa todo entendimiento humano.

San Agustín, en su obra De Trinitate, advierte que la mente humana no puede alcanzar plenamente la esencia de Dios, pues si pudiera comprenderla, dejaría de ser Dios. De ahí que la fe sea el único camino para adherirse a este misterio, aceptando lo que Dios ha querido revelar sobre sí mismo.

“Si comprehendis, non est Deus” (Si lo comprendes, no es Dios).

La Revelación nos permite vislumbrar cómo en Dios hay una unidad de esencia y una distinción real de personas, cuya relación mutua es la clave para comprender el misterio trinitario sin caer en error. La Trinidad no es una pluralidad de dioses ni una mera manifestación de una misma persona bajo tres formas distintas. En Dios hay tres personas realmente distintas, que no se confunden ni se mezclan, pero que subsisten en una sola naturaleza divina.

Unidad de Esencia y Distinción de Personas.

Dios es absolutamente uno en su ser, en su sustancia y en su esencia. No hay en Él división ni composición alguna, pues su naturaleza es simple y pura actualidad (actus purus). No es una unidad genérica, como la de una especie compuesta de múltiples individuos, sino una unidad absoluta e indivisible. Sin embargo, en esta esencia única existen tres personas realmente distintas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

La distinción entre estas personas no se basa en una diferencia de naturaleza, pues todas poseen la misma esencia divina, sino en las relaciones de origen dentro de la Trinidad. La Iglesia enseña que el Padre es el principio sin principio, el Hijo es engendrado eternamente por el Padre, y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como de un solo principio (Filioque).

El Magisterio de la Iglesia ha expresado con precisión esta verdad a lo largo de los siglos. Se proclama con absoluta certeza que el Padre no es el Hijo ni el Espíritu Santo; el Hijo no es el Padre ni el Espíritu Santo; el Espíritu Santo no es el Padre ni el Hijo. Sin embargo, el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios, sin que haya tres dioses, sino un solo Dios verdadero.

Las personas divinas se distinguen por sus relaciones de origen:

  1. El Padre: Es el principio sin principio. No procede de nadie, sino que es el origen de la divinidad, engendrando al Hijo desde la eternidad.
  2. El Hijo (Logos): Es engendrado eternamente por el Padre, siendo su imagen perfecta y expresión de su Sabiduría.
  3. El Espíritu Santo: Procede del Padre y del Hijo como un solo principio, siendo el Amor subsistente que une al Padre y al Hijo.

Estas relaciones no son accidentes en Dios, sino que constituyen su misma realidad eterna. El Hijo es el Logos del Padre, su Verbo, su Sabiduría eterna. El Espíritu Santo es el vínculo de amor entre el Padre y el Hijo, la expresión viva de su comunión.

El Logos y el Verbum.

Inspiración del Espíritu Santo en la Tradición de la Iglesia.

Uno de los aspectos más profundos en la revelación de la Trinidad es la identificación del Hijo con el Logos en el Evangelio de San Juan:

“Ἐν ἀρχῇ ἦν ὁ Λόγος, καὶ ὁ Λόγος ἦν πρὸς τὸν Θεόν, καὶ Θεὸς ἦν ὁ Λόγος.”

"In principio erat Logos, et Logos erat apud Deum, et Deus erat Logos.” (Jn 1,1).

San Juan, inspirado por el Espíritu Santo, elige el término Logos para expresar la realidad del Hijo en su relación con el Padre. Sin embargo, en la Vulgata Latina, traducida por San Jerónimo bajo la asistencia del mismo Espíritu, el término griego Logos fue vertido como Verbum, estableciendo un cambio que ha tenido profundas implicaciones teológicas y espirituales. Para comprender la elección de estos términos y su significado dentro de la Tradición de la Iglesia, es necesario analizar su etimología, su interpretación literal y espiritual, y el modo en que el Espíritu Santo ha guiado a la Iglesia en su uso.

El Logos en el Pensamiento Griego y Hebreo.

En la cultura greco-romana del siglo I, el término Logos tenía una connotación filosófica profunda. Desde Heráclito (c. 535-475 a.C.), el Logos era entendido como el principio racional que ordenaba el universo, la razón cósmica que daba coherencia y estructura a la realidad. En la escuela estoica, el Logos era visto como la razón inmanente en el cosmos, el principio divino que regía todas las cosas. Para Filón de Alejandría, el Logos era el mediador entre Dios y el mundo, un concepto que servía de puente entre la fe hebrea y el pensamiento filosófico griego. Sin embargo, en la tradición hebrea, aunque no se utilizaba la palabra Logos, existía la idea de la "Palabra de Dios" como principio creador y revelador. En el Génesis, Dios crea mediante su palabra:

"Dijo Dios: ‘Hágase la luz’, y la luz se hizo." (Gen 1,3).

Asimismo, en la literatura sapiencial, especialmente en Proverbios y Sabiduría, se habla de la Sabiduría divina como preexistente a la creación y asociada al acto creador de Dios:

"El Señor me poseyó en el inicio de sus caminos, antes de que hiciera cosa alguna, desde el principio." (Prov 8,22).

Aquí, la Sabiduría aparece como una realidad junto a Dios desde la eternidad, lo que prefigura la afirmación de San Juan sobre el Logos. Cuando San Juan emplea Logos en su Evangelio, lo hace bajo la inspiración del Espíritu Santo, no para limitarse al concepto filosófico griego, sino para revelar su verdadero significado: no es un principio abstracto ni un intermediario entre Dios y el mundo, sino una Persona divina, consustancial con el Padre, el Hijo eterno de Dios.

El Verbum en la Tradición Latina: La Elección de San Jerónimo.

Cuando San Jerónimo tradujo el Evangelio de San Juan al latín en la Vulgata, eligió traducir Logos como Verbum, en lugar de términos como Ratio o Sermo, que también podían haber sido utilizados. Esta elección no fue arbitraria, sino que refleja una profunda inspiración teológica, guiada por el Espíritu Santo, que permitió preservar la doctrina trinitaria de la Iglesia y expresar con mayor claridad la relación entre el Padre y el Hijo.

Etimología y Sentido Literal de Verbum.

Si bien la tradición latina ha empleado el término Verbum para expresar la generación intelectual del Hijo en el seno del Padre, la Sagrada Escritura, bajo la inspiración del Espíritu Santo, nos presenta el término Logos, que, además de esta dimensión intelectual, encierra el sentido de la Sabiduría subsistente y del principio ordenador del universo. Ambos términos, lejos de ser contradictorios, reflejan en sus respectivos contextos la misma verdad revelada: el Hijo es la Palabra eterna del Padre, el Verbo divino que estaba en el principio con Dios y era Dios mismo.

Interpretación Espiritual de Verbum.

En el ámbito espiritual, Verbum expresa mejor que Logos la relación del Hijo con el Padre en la Trinidad. Santo Tomás de Aquino explica que el Hijo es llamado Verbum porque es la Palabra intelectual del Padre, la concepción perfecta de su Sabiduría. Así como en el intelecto humano el conocimiento se expresa mediante una concepción mental, en Dios el Verbum es la concepción eterna del Padre, su Sabiduría subsistente. Por ello, el uso de Verbum no debe entenderse como una simple palabra externa o un sonido articulado, sino como la manifestación interna de la inteligencia divina. Como enseña la Escolástica, el Verbum es la Palabra concebida en el entendimiento divino, que procede del Padre por vía de generación, lo que es una realidad mucho más profunda que la simple noción de palabra hablada. San Agustín, en su obra De Trinitate, señala que el Verbum en Dios no es como la palabra humana, que es pasajera y mutable, sino que es eterno y perfecto, idéntico a la esencia misma de Dios. Esta concepción permite evitar errores como el subordinacionismo arriano, que concebía al Hijo como una creación del Padre, en lugar de reconocerlo como consustancial con Él.

El Espíritu Santo como Inspirador del Verbum.

El Espíritu Santo es quien guía a la Iglesia en la comprensión de la Palabra de Dios. Así como inspiró a los hagiógrafos para escribir la Sagrada Escritura, también iluminó a los Padres de la Iglesia y a los Doctores en la formulación de la doctrina trinitaria. La elección de Verbum en la Vulgata no fue una decisión humana meramente lingüística, sino que fue inspirada por el mismo Espíritu Santo para expresar con mayor precisión la generación eterna del Hijo en el seno de la Trinidad. Nuestro Señor Jesucristo prometió a sus apóstoles el envío del Espíritu Santo para guiarlos en la verdad:

“Cuando venga el Espíritu de la Verdad, os guiará a toda la verdad” (Jn 16,13).

Este mismo Espíritu ha iluminado a la Iglesia en la transmisión fiel de la doctrina, asegurando que el término Verbum refleje correctamente la realidad del Hijo como Palabra de Dios.

El Logos y el Verbum como Manifestación del Hijo.

El término Logos, empleado por San Juan, y el Verbum, adoptado en la Tradición latina, no son contradictorios, sino complementarios. Ambos expresan la misma realidad: el Hijo es la Palabra eterna del Padre, la Sabiduría subsistente y el principio por el cual todo fue creado. San Juan, al escribir en griego, utilizó Logos para conectar con la filosofía y la tradición judía, mientras que San Jerónimo, al traducir al latín, eligió Verbum bajo la inspiración del Espíritu Santo para resguardar la doctrina trinitaria con mayor claridad. El Verbum no es una palabra cualquiera, sino la expresión perfecta del conocimiento divino, el Hijo único del Padre, cuya voz resuena en la Iglesia, llamando a los hombres a la salvación. Por ello, en cada proclamación del Evangelio, la Iglesia confiesa con fe:

“Et Verbum caro factum est, et habitavit in nobis” (Jn 1,14).

El Misterio del Espíritu Santo.

Procesión, Relación y Acción en la Trinidad.

El Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, consustancial con el Padre y el Hijo, eterno y perfecto, Dios verdadero junto con las otras dos Personas divinas. Sin embargo, su misterio es el más difícil de comprender dentro del intelecto humano, pues mientras el Hijo se nos manifiesta como Logos o Verbum, la expresión intelectual del Padre, el Espíritu Santo se nos presenta como el Amor subsistente que procede del Padre y del Hijo. Su naturaleza, El Espíritu Santo, cuyo modo de proceder ha sido revelado por Cristo y transmitido por la Iglesia, ha sido objeto de profunda reflexión por los Padres y teólogos, quienes, bajo la guía del mismo Espíritu, han procurado expresar con precisión este misterio sin reducirlo a categorías meramente humanas.

Así como en Dios el Hijo es llamado Verbum porque es la expresión de su Sabiduría, el Espíritu Santo es llamado Amor porque es la expresión de su Caridad. No se trata de un amor en el sentido afectivo o emocional, sino del Amor puro y eterno que es Dios mismo en su esencia. Para aproximarnos a este misterio, sin la pretensión de comprenderlo en su totalidad, es necesario examinar su procesión dentro de la Trinidad, su relación con las otras dos Personas divinas y su acción en la historia de la salvación.

La Procesión del Espíritu Santo: Amor Subsistente.

En la Trinidad, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como de un solo principio (Filioque). La teología patrística y escolástica han afirmado que su procesión es distinta de la generación del Hijo, pues mientras el Hijo es engendrado por el Padre como Verbum, el Espíritu Santo procede por espiración como Amor subsistente.

San Agustín, en su obra De Trinitate, establece una distinción fundamental entre ambas procesiones:

  1. El Hijo es engendrado por el Padre según el entendimiento divino, como la Palabra que expresa perfectamente la esencia del Padre.
  2. El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo según la voluntad divina, como el Amor que une al Padre y al Hijo en una comunión eterna.

Para explicar esta diferencia, la teología escolástica ha recurrido a la analogía del intelecto y la voluntad en el alma humana. En el hombre, primero se da el conocimiento de la verdad, del cual surge el amor hacia el bien conocido. De manera análoga (aunque infinitamente más perfecta en Dios), el Padre, conociéndose a sí mismo, engendra al Hijo como Verbum; y del amor mutuo entre el Padre y el Hijo procede el Espíritu Santo como Amor subsistente.

Sin embargo, esta analogía no debe ser malinterpretada. No significa que el Espíritu Santo sea "posterior" en el tiempo ni que dependa del Padre y del Hijo como si fuera una mera consecuencia de su amor. El Espíritu Santo es Dios eterno, sin principio ni fin, y su procesión es una realidad intrínseca e inmutable en la Trinidad, fuera del tiempo y de toda limitación humana.

El Espíritu Santo en la Relación de las Personas Divinas.

El Espíritu Santo, aunque es una Persona distinta, no es una realidad separada del Padre y del Hijo. En Dios, la distinción de personas no implica división ni multiplicidad de naturalezas, sino relaciones subsistentes dentro de la única esencia divina. San Agustín enseña que el Espíritu Santo es el 'Don' del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, porque es el Amor perfecto que fluye entre ellos desde toda la eternidad. Esta realidad, que también es tratada en la teología de San Anselmo, se refleja en la economía de la salvación, donde el Espíritu Santo es el Don de Dios a la Iglesia, el regalo supremo que Dios otorga a los hombres para su santificación.  Nuestro Señor Jesucristo expresa esta verdad cuando promete enviar al Espíritu Santo a sus discípulos:

“Yo rogaré al Padre, y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad” (Jn 14,16-17).

Este pasaje no significa que el Espíritu Santo fuera creado o enviado como si fuera una criatura, sino que su manifestación en la historia está relacionada con su procesión eterna dentro de la Trinidad. Así como el Hijo es enviado por el Padre porque procede de Él por generación, el Espíritu Santo es enviado por el Padre y el Hijo porque procede de ambos por espiración.

La Acción del Espíritu Santo en la Creación y la Salvación.

Si bien el Espíritu Santo es Dios eterno e inmutable, su acción se extiende en el tiempo y en la historia de la salvación. Desde el inicio de la creación, el Espíritu Santo aparece como el principio vivificador que da orden y vida a todo lo que existe. En el Génesis, se dice:

"El Espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas" (Gen 1,2).

Esta imagen revela que el Espíritu Santo no solo está presente en la obra creadora, sino que es el principio que da vida y sostiene todo lo creado. Como dice el Salmista:

"Envías tu Espíritu, y son creados; y renuevas la faz de la tierra" (Sal 104,30).

En la economía de la salvación, el Espíritu Santo se manifiesta de manera más plena en la Encarnación del Hijo, en Pentecostés y en la vida de la Iglesia. Es el Espíritu Santo quien desciende sobre la Virgen María para obrar la concepción virginal de Cristo (Lc 1,35), quien guía a Cristo en su misión (Lc 4,18), quien desciende sobre los apóstoles en Pentecostés (Hch 2,1-4), y quien habita en la Iglesia para santificarla hasta el fin de los tiempos (Jn 16,13*). El Espíritu Santo es, pues, el principio de santificación, el Maestro interior que ilumina las almas, el Defensor que sostiene a la Iglesia contra los errores y herejías.

El Misterio Incomprensible del Espíritu Santo.

El Espíritu Santo es el Amor subsistente en Dios, la espiración eterna del Padre y del Hijo, el Don supremo que Dios comunica a la humanidad. Su misterio, aunque inalcanzable para la razón humana, puede ser contemplado en la luz de la Revelación y la Tradición. La Trinidad nos revela que Dios no es un ser solitario, sino una comunión de amor infinito. El Padre engendra al Hijo desde toda la eternidad, el Hijo es la Imagen perfecta del Padre, y el Espíritu Santo procede de ambos como el vínculo eterno de amor. A pesar de los esfuerzos de la teología patrística y escolástica por expresar este misterio con claridad, la Trinidad sigue siendo inefable. Como dice San Agustín:

“Si comprehendis, non est Deus” (Si lo comprendes, no es Dios).

Nuestra actitud ante este misterio debe ser la adoración y la humildad, reconociendo que Dios nos ha permitido vislumbrar su ser trinitario no para que lo comprendamos plenamente, sino para que lo adoremos y vivamos en su amor. El Espíritu Santo, en su acción santificadora, nos conduce a esta adoración y nos hace participar, por la gracia, en la vida misma de Dios, Uno y Trino. Que la Iglesia, iluminada por el Paráclito, persevere en la verdad hasta el fin de los tiempos, esperando el momento en que, en la visión beatífica, los santos contemplarán cara a cara aquel misterio que ahora creemos, pero que sobrepasa toda razón y entendimiento.

El Padre y los Títulos Divinos en la Revelación Hebrea.

El nombre de Dios ha sido objeto de profunda reflexión en la teología bíblica y patrística, pues en él se encierra el misterio mismo del Ser divino. En la Sagrada Escritura, Dios se revela con diversos nombres y títulos, cada uno de los cuales expresa un aspecto de su naturaleza. Si bien nombres como Elohim, El Elyón y Adonai aparecen en otras culturas del antiguo Cercano Oriente, en la Revelación dada a Israel adquieren un significado único y absoluto, expresando la unicidad y trascendencia del Dios verdadero. No se trata de una mera 'purificación' de términos paganos, sino de la manifestación de Dios en un lenguaje comprensible para su pueblo, alejándolo de todo error politeísta y estableciendo con claridad su monoteísmo radical.

Uno de los peligros en la interpretación de estos nombres es el sincretismo, es decir, la fusión de elementos de religiones distintas en una síntesis que diluye la singularidad de la fe revelada. Para evitar este error, es necesario analizar el significado de estos títulos dentro de la teología bíblica, su relación con los nombres de la divinidad en las culturas circundantes y su plenitud en la Revelación cristiana, donde el Padre se nos manifiesta como el Principio sin principio en la Trinidad.

1. Los Nombres Divinos en la Tradición Hebrea.

En el Antiguo Testamento, Dios se revela a Israel con diversos nombres, cada uno de los cuales expresa un atributo de su divinidad. A diferencia de las religiones politeístas, donde los dioses tenían nombres personales que los distinguían unos de otros, los nombres de Dios en la tradición hebrea no indican una pluralidad de divinidades, sino los distintos aspectos de la única realidad divina.

1.1. Elohim: El Dios Todopoderoso y Creador.

El término Elohim es el más antiguo y frecuente en la Sagrada Escritura para referirse a Dios. En la gramática hebrea, esta palabra tiene una forma plural, lo que ha llevado a múltiples interpretaciones. Algunos han sugerido que podría indicar un vestigio de politeísmo, pero la tradición rabínica y patrística han dejado claro que se trata de un plural mayestático o un plural de plenitud, que expresa la grandeza y majestad de Dios.

En el primer versículo del Génesis, se dice:

"Bereshit bara Elohim et hashamayim ve'et ha'aretz."
"En el principio creó Dios los cielos y la tierra." (Gen 1,1).

A pesar de la forma plural de Elohim, el verbo bara ("creó") está en singular, lo que demuestra que el texto no habla de una pluralidad de dioses, sino de un solo Dios con plenitud de poder y majestad. Desde una perspectiva cristiana, los Padres de la Iglesia vieron en este uso del plural una prefiguración del misterio trinitario. San Agustín, en su De Trinitate, comenta que este plural no implica una multiplicidad de dioses, sino que puede entenderse en relación con las Personas divinas que comparten una misma esencia.

1.2. Adonai: El Señor y Dueño de Todo.

Otro de los títulos más importantes de Dios en la Sagrada Escritura es Adonai, que significa "Señor". Este título expresa la soberanía absoluta de Dios sobre toda la creación y su dominio sobre la historia. Dado que el nombre propio de Dios (YHWH) era considerado sagrado e impronunciable por los hebreos, en la lectura de la Escritura se sustituía por Adonai. Este uso subraya el monoteísmo radical de Israel y la unicidad de Dios como Señor absoluto. En la Septuaginta, la traducción griega del Antiguo Testamento, Adonai se tradujo como Kyrios, término que en el Nuevo Testamento se aplica a Jesucristo, reconociéndolo como el Señor divino. San Pablo proclama:

“Para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Jesucristo es Kyrios, para gloria de Dios Padre” (Flp 2,10-11).

Esta identificación de Cristo con el Kyrios del Antiguo Testamento muestra la continuidad entre la revelación de Dios en Israel y la plenitud de su manifestación en la Encarnación del Hijo.

1.3. El Elyón: Dios Altísimo.

El título El Elyón, que significa "Dios Altísimo", aparece en varios pasajes del Antiguo Testamento para destacar la trascendencia y supremacía de Dios sobre todas las cosas. En el libro del Génesis, Melquisedec, sacerdote del Dios Altísimo, bendice a Abraham con estas palabras:

“Bendito sea Abram del Dios Altísimo (El Elyón), creador de los cielos y la tierra.” (Gen 14,19).

Este título enfatiza la superioridad de Dios sobre los dioses falsos de las naciones paganas. En la tradición cristiana, se reconoce en El Elyón la manifestación del Padre celestial, cuya gloria es proclamada por Cristo cuando enseña a orar:

“Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre.” (Mt 6,9).

2. La Diferencia entre la Revelación Hebrea y el Sincretismo Cananeo.

Algunos estudiosos modernos han señalado que los nombres El, Elohim y El Elyón tienen paralelismos con los títulos usados en la religión cananea para referirse a su deidad principal, "El", el dios supremo del panteón ugarítico. Sin embargo, el uso de estos términos en la Biblia no implica que los hebreos hayan adoptado la religión de los cananeos, sino que, bajo la inspiración del Espíritu Santo, purificaron y elevaron estos términos para expresar la verdad del Dios único. A diferencia de los cananeos, que concebían a El como una deidad limitada dentro de un panteón, los hebreos proclamaron la unicidad y soberanía absoluta de Dios. Esta diferencia queda plenamente establecida en la Torá, especialmente en los libros escritos o redactados durante el exilio en Babilonia, cuando Israel reafirma su monoteísmo frente a las influencias paganas. En el Shema Israel, la confesión fundamental de la fe hebrea, se proclama:

“Escucha, Israel: YHWH nuestro Dios, YHWH es uno.” (Dt 6,4).

Este versículo es una respuesta definitiva contra cualquier intento de sincretismo. Aunque los nombres empleados pueden tener antecedentes en otras culturas, su significado en la revelación bíblica es único y expresa la identidad del Dios verdadero.

3. La Plenitud de la Revelación en el Misterio del Padre.

En la plenitud de los tiempos, Dios se revela como Padre, no solo en el sentido de creador y soberano, sino como Padre en el sentido más íntimo y eterno dentro de la Trinidad. Cristo, el Hijo unigénito, nos enseña a dirigirnos a Dios llamándolo "Padre", revelando que su paternidad no es solo con respecto a la creación, sino dentro de la comunión trinitaria.

San Pablo declara:

“Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que recibisteis el Espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (Rom 8,14-15).

La revelación de Dios como Padre, lejos de ser una mera extrapolación de conceptos humanos, es la expresión más sublime de la relación eterna dentro de la Trinidad.

Conclusión.

La reflexión desarrollada en el manuscrito tiene como centro el misterio de la Santísima Trinidad y su revelación progresiva en la historia de la salvación. La Trinidad, como realidad incomprensible para la razón humana, ha sido manifestada por Dios a su pueblo a través de la Escritura y la Tradición, y ha sido cuidadosamente transmitida por la Iglesia bajo la asistencia del Espíritu Santo.

Se ha mostrado cómo la relación entre las Personas divinas se expresa en términos de generación y procesión:

  • El Padre, principio sin principio, engendra al Hijo eternamente.
  • El Hijo, Logos y Verbum, es la Imagen perfecta del Padre y el medio por el cual todo fue creado.
  • El Espíritu Santo, Amor subsistente, procede del Padre y del Hijo como un solo principio (Filioque), siendo el Don eterno dentro de la comunión divina.

En este marco, el análisis del Logos y el Verbum permite comprender mejor la identidad del Hijo, mientras que el estudio del Espíritu Santo revela su papel en la unidad trinitaria y en la santificación del mundo.

Finalmente, se ha expuesto cómo los títulos divinos empleados en la Revelación hebrea deben entenderse dentro de la tradición monoteísta de Israel y no como un sincretismo con las religiones paganas. Dios se ha dado a conocer con nombres como Elohim, Adonai y El Elyón, no porque estos sean ecos de religiones vecinas, sino porque en su infinita sabiduría, ha utilizado términos comprensibles para manifestar su identidad de manera accesible a su pueblo, sin comprometer en ningún momento la verdad de su unicidad y trascendencia.

El misterio trinitario no es un concepto humano elaborado por el pensamiento filosófico, sino la expresión última de la verdad revelada por Dios mismo. Su conocimiento, aunque imperfecto en esta vida, es una participación en la luz divina que nos prepara para la visión beatífica. En la adoración y en la contemplación de este misterio, el cristiano encuentra su vocación más elevada: ser introducido, por la gracia, en la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. 

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