Ecuador: De la Democracia a la Estatolatría, ¿La Política ha Perdido su Alma?

Opinión

La magistratura, la autoridad y el poder son conceptos fundamentales en las ciencias políticas y filosóficas clásicas, que han sido objeto de estudio y reflexión desde la antigüedad.

Magistratura se refiere a la función o cargo público que un individuo asume dentro de una estructura gubernamental. En la tradición romana, de donde proviene el término, la magistratura implicaba un servicio a la comunidad bajo un marco de deber cívico, donde el magistrado tenía la responsabilidad de administrar justicia, hacer cumplir las leyes y gobernar en nombre del pueblo. En un sentido más amplio, la magistratura en la filosofía política clásica es vista como un mandato que requiere virtud y sabiduría, ya que quien ejerce este cargo debe actuar no por interés personal, sino por el bien común.

Autoridad es la legitimidad que se concede a una persona o institución para ejercer el poder. En la tradición clásica, la autoridad no se limita a la mera capacidad de imponer decisiones, sino que se fundamenta en el reconocimiento y aceptación por parte de la comunidad. Filósofos como Platón y Aristóteles discutieron que la autoridad se deriva de la sabiduría y la justicia, y que solo aquellos que poseen estas cualidades son dignos de gobernar. La autoridad, por tanto, no es simplemente un derecho, sino un reconocimiento de la capacidad moral y ética de gobernar.

Poder, en cambio, es la capacidad efectiva de influir o controlar el comportamiento de otros, de dictar políticas, y de hacer cumplir decisiones. A diferencia de la autoridad, que se basa en la legitimidad, el poder puede ser ejercido de manera legítima o ilegítima. En la filosofía clásica, se distingue entre el poder que se ejerce en concordancia con la justicia y el bien común, y el poder que se utiliza de manera tiránica o despótica, sin considerar los intereses de la comunidad.

En la teoría política y filosófica clásica, la magistratura, la autoridad y el poder son conceptos interrelacionados que fundamentan el ejercicio legítimo del gobierno. La magistratura es el cargo o función pública que se ejerce en nombre de la comunidad, con un mandato de servicio basado en la virtud y la justicia. La autoridad es el reconocimiento legítimo de la capacidad moral y ética para gobernar, mientras que el poder es la capacidad efectiva de influir en la conducta de los demás, imponer decisiones y dictar políticas. Cuando estos conceptos se aplican con rectitud, forman la base de un gobierno que promueve el bien común y la justicia.

Sin embargo, cuando se distorsionan, se corre el riesgo de caer en un sistema donde el poder se ejerce de manera tiránica o despótica, desvinculado de la legitimidad y la justicia, y enfocado en los intereses personales o de una élite. Este es el escenario que Ecuador enfrenta en las próximas elecciones presidenciales, con la inscripción de 17 binomios para competir por el poder.

Este amplio abanico de opciones políticas, en lugar de fortalecer nuestra democracia, pone en evidencia una preocupante fragmentación del espectro político. La derecha, escasa en propuestas sólidas, contrasta con una izquierda que se extiende desde el centro hasta los extremos más radicales, mientras que los oportunistas de siempre buscan su cuota de poder a costa del bienestar nacional, aprovechando los recursos públicos para perpetuarse en el poder.

El Consejo Nacional Electoral (CNE), que debería actuar como guardián de la legalidad y transparencia del proceso electoral, ha mostrado una preocupante falta de rigor en el desempeño de sus funciones. Esta debilidad institucional refleja la ausencia de verdaderos partidos políticos, que han dejado de ser herramientas de representación popular para convertirse en vehículos personalistas al servicio de caudillos o grupos oligárquicos. Hemos transitado de una partidocracia que, en el pasado, al menos mantenía un cierto vínculo con la sociedad, a un sistema en el que los partidos son simples instrumentos para acceder al poder, sin una base ideológica o social genuina.

Ante este panorama, es fundamental que los ecuatorianos comprendan que el acto de votar va más allá de una simple elección de candidatos. Es imperativo reflexionar sobre a quién se otorga la firma y el apoyo. La proliferación de 17 partidos no refleja una democracia robusta, sino una disgregación que solo beneficia a aquellos que buscan el poder como un fin en sí mismo, con la intención de perpetuarse en los más altos cargos del Estado. Estos actores, en su mayoría, no están interesados en servir al país; más bien, buscan convertirlo en su feudo personal, imponiendo sus intereses mediante prácticas autoritarias y socavando los cimientos de nuestra democracia.

En este contexto, la ciudadanía debe exigir un compromiso real con el fortalecimiento de las instituciones democráticas y la rendición de cuentas de quienes aspiran a gobernar. Es esencial que los ciudadanos comprendan que apoyar a partidos sin una base ideológica clara y sin un verdadero compromiso con el bien común es contribuir a la perpetuación de un sistema que favorece a una élite política y económica, en detrimento de la mayoría.

Solo a través de una participación activa y crítica en el proceso electoral podremos revertir esta tendencia destructiva y construir un Ecuador donde el poder se ejerza con legitimidad, en beneficio de todos los ciudadanos y no solo de unos pocos privilegiados.

La crítica al sistema político ecuatoriano no puede obviar la profunda transformación que ha experimentado la política en el país, donde la nobleza del servicio público ha sido reemplazada por la vulgaridad de la ambición desmedida. La profesión política, que debería ser una vocación al servicio de la comunidad y un espacio para la defensa de los valores más elevados, se ha degradado a tal punto que, en comparación, un burdel podría considerarse un lugar de mayor decencia. La política en Ecuador se ha convertido en un campo de batalla donde diferentes facciones, casi comparables a carteles, compiten ferozmente por el control del poder estatal, no para servir al pueblo, sino para satisfacer sus intereses personales y perpetuar su influencia.

Este fenómeno ha dado lugar a una nueva y preocupante realidad: la estatolatría, una suerte de religión secular donde el Estado se erige como el único dios, juez y verdugo de todos los valores. Esta nueva religión, promovida por los políticos que han encontrado en el Estado la fuente de su poder y riqueza, busca imponer su dominio sobre todos los aspectos de la vida de los ciudadanos. En esta visión distorsionada, el Estado no solo regula, sino que busca sustituir, adoctrinar y reconfigurar la sociedad, erigiéndose como la única fuente legítima de enseñanza y moralidad, desplazando así el papel que tradicionalmente ha desempeñado la Iglesia.

Esta transformación no es casual. Un Estado que busca erigirse en la única autoridad moral no tiene interés en una Iglesia fuerte y comprometida, ni en ciudadanos que mantengan una cultura católica o cualquier otra forma de ética trascendental que les permita cuestionar la legitimidad de las acciones del Estado. El objetivo de esta "nueva religión" es crear una ciudadanía dócil, moldeada por las doctrinas estatales, donde los valores tradicionales son sustituidos por una moral utilitaria que justifica cualquier acción en nombre del progreso y la modernización.

La estatolatría y que ha permeado la política ecuatoriana es, en esencia, una amenaza a la libertad individual y a la diversidad de pensamiento. Al erigirse en el único árbitro de lo que es correcto o incorrecto, el Estado niega la pluralidad y la riqueza cultural que surgen de una sociedad verdaderamente libre. En su lugar, promueve una uniformidad que, lejos de unificar al país, lo divide aún más, alienando a aquellos que no comulgan con esta nueva fe estatal.

En este contexto, la política deja de ser un ejercicio de deliberación y servicio para convertirse en un espectáculo donde lo único que importa es la conquista del poder, a cualquier costo. Los valores que alguna vez fueron el fundamento del ejercicio político —como la justicia, la verdad y el bien común— han sido sacrificados en el altar de la ambición. En su lugar, se ha entronizado una visión utilitaria de la política, donde los fines siempre justifican los medios, y donde la moralidad y la ética son vistas como obstáculos a la conquista del poder.

Para los ciudadanos, esta situación representa un desafío enorme. Es imperativo resistir la tentación de aceptar este nuevo orden como inevitable. Es fundamental redescubrir y revalorizar los principios que han sido desplazados por esta estatolatría, y exigir una política que esté al servicio de la verdad y el bien común, y no de los intereses egoístas de una élite política. Solo así será posible construir un Ecuador donde el poder se ejerza con verdadera autoridad y legitimidad, respetando la dignidad de todos los ciudadanos y protegiendo la pluralidad y la libertad que son esenciales para una sociedad justa y democrática.

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