Ut fratres meos confirmemus
Reflexiones para la Cuaresma
Para confirmar a mis hermanos en la fe verdadera y defender la pureza de la doctrina católica, nos vemos en la obligación de abordar los errores que han surgido a raíz de la herejía protestante. En virtud de la autoridad apostólica que ha sido conferida a la sede de Pedro, bajo la cual estamos y con la cual estamos adheridos en comunión, proclamamos como un medio para preservar la integridad de la Santa Madre Iglesia y proteger a sus fieles del mal que acecha.
En primer lugar, con un pesar profundo y con el deber de salvaguardar la verdad revelada, expresamos nuestra firme denuncia ante la negación de la autoridad suprema del Obispo de Roma, quien ostenta la dignidad de Santo Padre y es reconocido como el Vicario de Cristo en la Tierra. Este rechazo constituye una afrenta seria y directa a la voluntad misma de nuestro Señor Jesucristo, quien, en un acto de singular trascendencia, confirió a Pedro las llaves del Reino de los Cielos. Estas llaves simbolizan la autoridad y el liderazgo divinamente conferidos sobre la Iglesia, estableciendo a Pedro como la roca sobre la cual se edificaría la comunidad de creyentes.
Al desestimar esta autoridad divina, se desatiende la estructura fundamental que Cristo estableció para guiar y unir a su pueblo. La negación de la supremacía papal representa no solo un desafío a la institución eclesiástica, sino también un desvío peligroso de la verdad revelada. La Iglesia, como Cuerpo de Cristo, depende de la cohesión y la unidad bajo la dirección del Papa, quien actúa como el sucesor legítimo de Pedro y el representante máximo de Cristo en la Tierra.
Negar la autoridad del Papa implica desatender la enseñanza bíblica y la tradición apostólica que han sido transmitidas a lo largo de los siglos. La confianza en la autoridad papal no es simplemente una cuestión de jerarquía eclesiástica, sino un imperativo divino destinado a preservar la integridad doctrinal y a guiar a los fieles en la verdad salvadora. La desviación de esta verdad es una afrenta no solo a la autoridad papal en sí misma, sino a la estructura misma que Cristo estableció para la Iglesia, erosionando los cimientos sobre los cuales se erige la fe católica.
Asimismo, reafirmamos con vehemencia nuestra condena hacia la interpretación privada de las Sagradas Escrituras promovida por los seguidores de la herejía protestante. La Palabra de Dios, depositada en las Escrituras, es una parte integral de la rica tradición de la Iglesia Católica. Esta tradición, que se remonta a los apóstoles y ha sido transmitida a lo largo de los siglos, abarca no solo la Escritura misma, sino también la enseñanza oral y las prácticas litúrgicas que han sido preservadas y desarrolladas bajo la guía del Espíritu Santo.
La interpretación de las Sagradas Escrituras dentro de la Iglesia Católica se nutre de la Tradición Apostólica, que fluye en armonía con el magisterio infalible de la Iglesia. Esta Tradición no solo es una fuente de conocimiento y comprensión más allá de las palabras escritas, sino que también garantiza una interpretación auténtica y coherente de las verdades contenidas en la Sagrada Escritura. La comprensión de la Palabra de Dios no puede limitarse a la perspectiva individual, ya que la Iglesia, guiada por la autoridad del Espíritu Santo, ofrece una interpretación guiada por la unidad y la coherencia doctrinal.
La interpretación privada, característica de la herejía protestante, representa un riesgo significativo al permitir una multiplicidad de interpretaciones que pueden dar lugar a la confusión y al cisma. La autoridad de la Iglesia, fundada en la Tradición Apostólica y respaldada por el magisterio, actúa como un faro que ilumina el camino de la fe, ofreciendo una guía segura y unificada en la comprensión de las verdades divinas. Salvaguardar la pureza de la fe implica, por tanto, rechazar las interpretaciones individuales desvinculadas de la Tradición Apostólica y acoger la enseñanza infalible de la Iglesia como el medio indispensable para preservar la coherencia y la unidad en la comprensión de la Palabra de Dios.
Además, queremos expresar con firmeza nuestro rechazo hacia la lamentable supresión de sacramentos fundamentales, entre los cuales destaca la confesión auricular. Este sacramento, tan arraigado en la tradición y la enseñanza sacramental de la Iglesia Católica, representa un medio invaluable para la reconciliación personal con Dios y la renovación espiritual del creyente.
La confesión auricular no solo es una práctica sacramental que data de tiempos apostólicos, sino que también cumple un papel crucial en el proceso de arrepentimiento y perdón. La oportunidad de confesar los pecados ante un sacerdote, quien actúa en representación de Cristo, ofrece a los fieles una vía concreta para reconocer, enfrentar y superar las faltas morales. La supresión de este sacramento esencial no solo priva a los creyentes de una herramienta valiosa para la purificación espiritual, sino que también socava la riqueza de la vida sacramental que la Iglesia ha custodiado con celo a lo largo de los siglos.
Cada sacramento, incluida la confesión auricular, constituye un medio de gracia divina para el fiel católico. La omisión o el rechazo de estos sacramentos esenciales no solo empobrecen la vida espiritual del individuo, sino que también afecta la plenitud y la profundidad de la experiencia sacramental en la comunidad de creyentes. La confesión auricular, al ser un acto de humildad y arrepentimiento, fortalece el vínculo entre el penitente y Dios, permitiendo una renovación constante de la fe y la búsqueda de la santidad.
En esta condena a la supresión de sacramentos fundamentales, instamos a la reflexión sobre la importancia de preservar la integralidad de la vida sacramental, reconociendo en cada uno de ellos un don divino que enriquece y fortalece la relación del creyente con su Creador.
Además, queremos destacar con energía nuestro rechazo ante la lamentable negación de la debida veneración de la Santísima Virgen María y los santos, una práctica profundamente arraigada en la rica tradición espiritual de la Iglesia Católica. La veneración de la Virgen María y los santos no solo es una expresión de amor y devoción, sino también un reconocimiento de la intercesión y el ejemplo de vida que ofrecen a los creyentes.
La Santísima Virgen María, como Madre de Dios, ocupa un lugar preeminente en la fe católica. Su papel en la historia de la salvación es único y sublime, siendo elegida para ser la Madre del Redentor. La negación de la debida veneración hacia María no solo despoja a los fieles de la oportunidad de honrar a la mujer que dijo "sí" al plan divino con humildad, sino que también menoscaba la importancia de su intercesión maternal en la vida espiritual de los creyentes.
Igualmente, la veneración de los santos es una tradición que se remonta a los primeros tiempos del cristianismo. Los santos, como testigos valientes de la fe, son modelos ejemplares para los creyentes, proporcionando inspiración y aliento en el camino hacia la santidad. La negación de esta veneración impide a los fieles beneficiarse de la valiosa compañía espiritual de aquellos que han vivido vidas ejemplares en la búsqueda de la santidad.
Repudiar la veneración de la Santísima Virgen María y los santos no solo es una desviación de la rica herencia espiritual de la Iglesia, sino también un empobrecimiento de la experiencia espiritual de los creyentes. La veneración de María y los santos no implica adoración, sino más bien un respeto y amor que enriquecen la vida de oración y fortalecen la conexión entre los fieles y el misterio redentor de Cristo. Fomentar esta veneración es vital para mantener la integridad y la plenitud de la fe católica.
En este contexto de rechazo a la supresión de sacramentos fundamentales, es imperativo abordar con igual contundencia la condena hacia la negación de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. La Eucaristía, como sacramento central y culmen de la vida sacramental, representa la más profunda y tangible unión del creyente con el misterio redentor de Cristo.
La negación de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía no solo contradice la enseñanza clara y constante de la Iglesia, sino que también socava la esencia misma de este sacramento sagrado. La Eucaristía no es simplemente un símbolo o una representación, sino la verdadera presencia del Cuerpo y la Sangre de Cristo, que se nos da para alimentar nuestras almas y fortalecer nuestra comunión con Él y con la comunidad de creyentes.
La omisión o el rechazo de esta doctrina fundamental reducen la Eucaristía a un mero simbolismo, despojando a los fieles de la gracia transformadora que se ofrece en la participación plena en este sacramento. La presencia real de Jesucristo en la Eucaristía es un misterio que trasciende la comprensión humana, pero es una verdad revelada que ha sido sostenida y transmitida a lo largo de la tradición apostólica.
Condenamos, por lo tanto, cualquier intento de negar, minimizar o distorsionar la realidad de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. Instamos a la reflexión profunda sobre la importancia de preservar la integridad doctrinal de la fe católica y a abrazar plenamente la riqueza espiritual que la Eucaristía ofrece a la vida de los creyentes. En la solemnidad de este sacramento, encontramos la fuente y la cumbre de nuestra comunión con Cristo y con la Iglesia.
Condenamos firmemente la ideología del modernismo, que en sus formas extremas se manifiesta tanto en el capitalismo desenfrenado como en el socialismo radical. Reconocemos que, en sus extremos, ambas corrientes pueden desviar el sentido genuino de la doctrina social de la Iglesia Católica. Sin embargo, es crucial subrayar que, al hacer esta condena, no negamos el derecho al bien común, un principio fundamental que el católico está llamado a salvaguardar.
El bien común, enraizado en la enseñanza social católica, es la aspiración al bienestar integral de toda la sociedad, promoviendo condiciones que permitan a cada individuo alcanzar su pleno potencial. Este principio debe ser defendido con fervor, pero condenamos cualquier enfoque extremista que sacrifique la dignidad humana en aras de intereses individualistas o colectivistas.
Asimismo, afirmamos el derecho a un ingreso justo por el trabajo, reconociendo que la labor humana tiene un valor intrínseco y que aquellos que contribuyen al bien común deben recibir una compensación justa y equitativa. Este derecho es esencial para preservar la dignidad de la persona y fomentar la justicia social.
Al mismo tiempo, reconocemos el derecho a la propiedad privada y a la riqueza, recordando que estos son dones de Dios destinados a ser administrados de manera responsable en beneficio de los menos afortunados. La posesión de bienes materiales no debe convertirse en un fin en sí mismo, sino que debe ser guiada por el principio de solidaridad, recordándonos constantemente nuestra responsabilidad hacia nuestros hermanos y hermanas en necesidad.
En esta condena al modernismo, instamos a la reflexión profunda sobre la enseñanza social católica, que abraza principios como la solidaridad, la subsidiariedad y la opción preferencial por los pobres. Al adoptar un enfoque equilibrado y fundamentado en la fe, buscamos construir una sociedad justa y caritativa que refleje los valores evangélicos de amor y justicia en todas las dimensiones de la vida.
Además, extendemos nuestra condena al liberalismo y al racionalismo, así como al darwinismo, corrientes de pensamiento que han influido negativamente en la comprensión de la fe y la dignidad humana.
Condenamos el liberalismo por cuanto lleva a desvincular de los valores éticos y morales, promueve la autonomía individual de manera excesiva, llegando a menoscabar la importancia del bien común y la solidaridad. La exaltación desmedida de la libertad individual sin un sentido ético puede conducir a la injusticia social y al deterioro del tejido moral de la sociedad.
Asimismo, rechazamos el racionalismo cuando reduce la realidad a lo meramente material y niega la dimensión espiritual y trascendental de la existencia humana. La fe católica sostiene que la razón y la fe pueden coexistir en armonía, enriqueciéndose mutuamente para una comprensión más completa de la verdad.
En cuanto al darwinismo, aunque reconocemos que la teoría de la evolución puede tener fundamentos científicos válidos, condenamos cualquier interpretación que niegue la existencia de un diseño inteligente en la creación y que relegue la dignidad única y especial de la persona humana. La evolución, en el contexto de la fe católica, no debe excluir la creencia en la creación divina y en la providencia de Dios sobre el universo.
Al expresar nuestra condena hacia estas corrientes de pensamiento, reafirmamos la importancia de abrazar una visión integradora que reconozca la verdad en la fe, la razón y la ciencia, sin menoscabar la dignidad humana ni la centralidad de los valores éticos y morales en la vida individual y social. La fe católica, lejos de ser incompatible con la razón, ilumina y enriquece la comprensión de la verdad en todas sus dimensiones.
Extendemos nuestra condena enfáticamente hacia la gnosis y las herejías, así como hacia la masonería, en concordancia con la firme postura de los venerables predecesores del pontificado actual. La gnosis, al proclamar conocimientos secretos o revelaciones supuestamente superiores, desvirtúa la verdad revelada por Dios y menoscaba la integridad de la fe católica.
Condenamos igualmente las herejías, entendidas como desviaciones conscientes y obstinadas de las enseñanzas oficiales de la Iglesia. Estas distorsiones doctrinales no solo generan confusión entre los fieles, sino que también amenazan la unidad y la coherencia de la fe.
En el caso de la masonería, reiteramos la condena histórica de la Iglesia hacia esta organización, cuyos principios y prácticas han sido considerados incompatibles con la doctrina católica. La masonería, al promover una filosofía que puede entrar en conflicto con la enseñanza cristiana y al mantener ciertos secretos que excluyen a la Iglesia y sus enseñanzas, ha sido consistentemente señalada como incompatible con la fe católica.
Siguiendo la senda de los venerables predecesores del actual pontificado, reafirmamos la importancia de preservar la integridad y la pureza de la fe católica, oponiéndonos a cualquier corriente de pensamiento o práctica que socave la verdad revelada por Dios a través de la Iglesia. En este compromiso, buscamos proteger a los fieles de desviaciones doctrinales y garantizar la unidad y la fidelidad a la enseñanza de Cristo, transmitida a lo largo de los siglos por la Santa Madre Iglesia.
Condenamos con vehemencia la insidiosa presencia del pelagianismo en la actual sociedad pagana, que ha dado lugar a corrientes ideológicas como el socialismo, comunismo y capitalismo antropocéntricos. Estas corrientes, al depender exclusivamente de la fuerza y actividad humana, niegan de manera flagrante la providencia divina y desvían la atención de la necesidad de la gracia y la dependencia de Dios.
El pelagianismo, al atribuir excesiva confianza en las capacidades humanas para alcanzar la salvación sin reconocer la necesidad de la gracia divina, se manifiesta de manera sutil en estas ideologías. El socialismo, comunismo y capitalismo antropocéntricos, al centrarse exclusivamente en el poder y la actividad humanos, descuidan la realidad de que todo depende en última instancia de la providencia divina y del reconocimiento de nuestra dependencia de Dios.
El socialismo, al poner énfasis en la colectividad y la planificación centralizada, a menudo relega la dimensión espiritual y trascendental de la existencia humana, cayendo en una visión materialista y secularizada de la sociedad. El comunismo, al perseguir una igualdad forzada y eliminar la propiedad privada, puede llevar a la negación de la libertad y la dignidad inherentes al ser humano, olvidando la responsabilidad de administrar los dones de Dios.
Por otro lado, el capitalismo antropocéntrico, al enfocarse exclusivamente en el individualismo y la maximización del beneficio personal, puede conducir a una cultura de avaricia y desigualdad, desviándose de los principios éticos y morales que la fe católica abraza.
En esta condena, llamamos a la reflexión sobre la importancia de reconocer la providencia divina en todos los aspectos de la vida, evitando caer en la trampa de la autosuficiencia y recordando que la verdadera justicia social y económica solo puede lograrse en conformidad con los principios evangélicos y la dependencia de la gracia divina. La fe católica nos insta a encontrar un equilibrio armonioso entre la responsabilidad humana y la confianza en la providencia de Dios.
Sin hipocresía y con el debido respeto a la dignidad de cada persona, es imperativo condenar firmemente el adulterio, el concubinato y la sodomía, ya que todos estos atentan contra el sacramento del matrimonio y la moralidad sexual enseñada por la Iglesia. El adulterio, al quebrantar el compromiso sagrado entre esposos, causa un daño profundo no solo a la institución del matrimonio, sino también a las personas involucradas y a sus familias.
El adulterio, al quebrantar el compromiso sagrado entre esposos, conlleva consecuencias devastadoras que trascienden la mera violación de un pacto marital. Este acto de infidelidad hiere profundamente la confianza y la unidad que son fundamentales en el matrimonio. La promesa de fidelidad conyugal no es solo un compromiso humano, sino un vínculo sacramental que refleja la relación de amor entre Cristo y su Iglesia.
Cuando se comete adulterio, se socava la integridad del matrimonio como institución divina, afectando no solo a los cónyuges sino también a sus hijos y a la comunidad en general. La estabilidad emocional y psicológica de las personas involucradas se ve amenazada, y las secuelas pueden perdurar a lo largo del tiempo. Además, se perpetúa un ciclo de dolor y desconfianza que puede afectar la dinámica familiar y la salud emocional de todos los implicados.
La Iglesia, en su enseñanza moral, resalta la gravedad del adulterio y la importancia de proteger el sacramento del matrimonio. Más allá de ser una violación de los compromisos matrimoniales, el adulterio erosiona la comprensión misma del amor conyugal como reflejo del amor divino. Por tanto, condenar el adulterio no es solo un llamado a preservar la moralidad sexual, sino también a resguardar la esencia y el significado profundo del matrimonio como una unión sagrada y fiel.
En esta condena, es fundamental recordar que el respeto a la dignidad de cada persona implica también el llamado a la conversión y a la misericordia. La Iglesia, consciente de la debilidad humana, invita al arrepentimiento y a la reconciliación, brindando así la oportunidad de restaurar la gracia y la armonía en el matrimonio y en la vida familiar.
El concubinato, al negar el compromiso permanente del matrimonio y reducir la unión de pareja a una simple convivencia sin compromiso sacramental, desdibuja el significado sagrado y la profundidad del vínculo matrimonial establecido por Dios. La institución del matrimonio, concebida como una unión indisoluble entre un hombre y una mujer, refleja la imagen misma del amor divino y su compromiso eterno con la humanidad.
Al optar por el concubinato, las parejas eluden el compromiso sacramental que implica el matrimonio. Esta elección, aunque pueda basarse en la búsqueda de una mayor flexibilidad o independencia, socava la dignidad y el valor intrínseco del matrimonio como una institución divinamente ordenada para el bien de los cónyuges y la sociedad en su conjunto.
Los riesgos asociados con el concubinato van más allá de lo puramente emocional y espiritual. A nivel emocional, la falta de compromiso puede generar inestabilidad en la relación, llevando a tensiones y conflictos que podrían haberse evitado mediante un compromiso formal y duradero. Desde una perspectiva espiritual, la ausencia de la gracia sacramental que ofrece el matrimonio puede afectar la capacidad de la pareja para enfrentar desafíos y crecer en su relación con Dios.
Además, el concubinato no solo afecta a las parejas involucradas, sino que también tiene repercusiones en la estabilidad y la cohesión de la sociedad en general. Al debilitar la institución del matrimonio, se desestabilizan las bases familiares, que son pilares fundamentales para el bienestar y el equilibrio social. Esto puede contribuir a un aumento en la fragilidad de las relaciones familiares y tener impactos en la educación y el desarrollo emocional de los hijos.
En la condena al concubinato, la Iglesia busca recordar la sacralidad del matrimonio como un regalo divino destinado a enriquecer la vida de los cónyuges y a contribuir al bien común. Al promover una comprensión más profunda y respetuosa del matrimonio, se busca salvaguardar la dignidad de la institución y preservar su importancia para el florecimiento de la sociedad.
La sodomía, al desviarse de la naturaleza del acto sexual tal como lo ha establecido Dios, contradice el orden natural y el designio divino para la sexualidad humana, revelado tanto en la Sagrada Escritura como en la Tradición de la Iglesia. Desde la cosmovisión católica, la sexualidad se concibe como un regalo sagrado, un don divino que tiene un propósito específico y noble en el plan de Dios para la creación y la realización humana.
La práctica de la sodomía no solo está en contra de la ley divina que establece la complementariedad de los sexos en la unión conyugal, sino que también puede llevar a la degradación moral. Al apartarse de la finalidad procreadora y unificadora del acto sexual, la sodomía puede conducir a una trivialización de la sexualidad y a una desconexión de su significado intrínseco.
La degradación moral asociada con la sodomía no se limita únicamente al ámbito individual, sino que también puede afectar la percepción cultural y social de la sexualidad en general. La desviación de la norma moral establecida por Dios puede contribuir al distanciamiento de la verdadera vocación del ser humano hacia la santidad y la castidad. Al ceder a prácticas que contradicen el orden moral divino, el individuo se aleja de la posibilidad de alcanzar su plenitud espiritual y de vivir de acuerdo con la verdad y la belleza de su creación.
En la condena de la sodomía, la Iglesia busca recordar a los fieles la importancia de vivir de acuerdo con los designios de Dios para la sexualidad humana. La promoción de la castidad y la vivencia de la sexualidad dentro de los límites establecidos por la ley divina son consideradas como vías que conducen a una realización más plena de la vocación humana y a la búsqueda de la santidad en la vida cotidiana.
En la condena al concubinato, la Iglesia busca recordar la sacralidad del matrimonio como un regalo divino destinado a enriquecer la vida de los cónyuges y a contribuir al bien común. Al promover una comprensión más profunda y respetuosa del matrimonio, se busca salvaguardar la dignidad de la institución y preservar su importancia para el florecimiento de la sociedad.
Además, es crucial abordar el uso subrogado de vientres, ya que esta práctica, al reducir al prójimo, tanto al niño no nacido como a los embriones que se destruyen en el proceso, así como a la portadora del niño, plantea serias cuestiones éticas y morales. El uso de la gestación subrogada conlleva la riesgosa tendencia de instrumentalizar tanto al cuerpo de la mujer como al niño en gestación, despojando a ambas partes de su dignidad intrínseca.
Al comparar el uso subrogado con la prostitución, se destaca la mercantilización de la vida humana y la explotación de la capacidad reproductiva de la mujer. En ambas situaciones, se corre el riesgo de reducir la dignidad del ser humano a una mera mercancía, donde el cuerpo y la capacidad reproductiva de las mujeres son utilizados como medios para satisfacer deseos individuales, sin considerar las implicancias éticas y las consecuencias a largo plazo para todas las partes involucradas.
La Iglesia, al condenar el concubinato y el uso subrogado de vientres, busca recordar a los fieles que el respeto a la vida y la dignidad humana es esencial para construir una sociedad justa y solidaria. Al reafirmar la importancia del matrimonio como institución divina y al condenar prácticas que instrumentalizan la vida humana, la Iglesia busca orientar a los fieles hacia una comprensión más profunda y respetuosa de la sacralidad de la existencia y del don precioso de la vida.
Condenamos enérgicamente los errores de aquellos que, en su celo por la fe, abandonan la barca de Pedro, que es la Santa Iglesia Católica, debido a las faltas o errores de hombres particulares, ya sean laicos, religiosos o clérigos. Es crucial recordar que nuestra fe no está depositada en seres humanos, sino en Cristo Jesús, en su Padre y en el Espíritu Santo, Dios Uno y Trino, quienes constituyen la fuente y el fundamento irrevocables de nuestra creencia.
La Iglesia Católica, a pesar de las imperfecciones de sus miembros, sigue siendo el medio instituido por Cristo para transmitir su enseñanza y su gracia a la humanidad. El abandono de esta comunidad eclesial por los errores humanos no solo desestabiliza la unidad cristiana, sino que también oscurece la comprensión de la fe como una realidad divina que trasciende las limitaciones humanas.
En lugar de renunciar a la fe por las debilidades de individuos, instamos a una comprensión más profunda de la misión de la Iglesia y de la confianza que debemos depositar en Dios. Aunque los líderes eclesiásticos puedan errar, la solidez de nuestra fe perdura en la fidelidad a la verdad revelada y en la seguridad de que Cristo mismo prometió estar con su Iglesia hasta el fin de los tiempos. Abogamos por una fe madura que reconozca la autoridad divina y la importancia de permanecer unidos en la comunidad eclesial, a pesar de las fragilidades humanas.
Al reafirmar con convicción el Credo Niceno-Constantinopolitano, expresamos la profundidad de nuestra adhesión a una declaración de fe que ha sido faro y guía para la Iglesia a lo largo de las eras. Este credo, con sus definiciones dogmáticas, no solo constituye un elemento central de nuestra creencia, sino que también representa un testimonio invaluable de la rica tradición teológica y doctrinal que ha sustentado a la comunidad cristiana a lo largo de los siglos.
El Credo Niceno-Constantinopolitano no es simplemente una fórmula de palabras; es una afirmación profunda de las verdades fundamentales de nuestra fe. En particular, subraya la creencia en la divinidad de la Santísima Trinidad, revelando la comprensión de Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo, una comunión perfecta e indivisible. Además, proclama la realidad salvífica de la encarnación de nuestro Señor Jesucristo, recordándonos que Dios se hizo hombre para redimirnos y reconciliarnos con Él.
A lo largo de los siglos, este credo ha sido un baluarte frente a desafíos teológicos y herejías, sirviendo como un fundamento sólido sobre el cual la Iglesia ha construido su comprensión de la fe cristiana. Ha sido defendido con fervor en concilios y por los Padres de la Iglesia, quienes han trabajado incansablemente para preservar y clarificar las verdades contenidas en estas palabras sagradas.
Reafirmar el Credo Niceno-Constantinopolitano no solo es un acto de adhesión doctrinal, sino también un reconocimiento agradecido de la sabiduría y la orientación que ha proporcionado a la Iglesia a lo largo de los siglos. Es un compromiso continuo de sostener estas verdades fundamentales, transmitiéndolas con fidelidad a las generaciones presentes y futuras como un testimonio perenne de la fe cristiana.
Las definiciones dogmáticas que emanan del Credo Niceno-Constantinopolitano han actuado como luminosos faros que han arrojado luz sobre la comprensión teológica de la Iglesia a lo largo de los siglos. Estas claras y definitorias afirmaciones doctrinales han desempeñado el papel fundamental de proporcionar un ancla segura para la fe de los fieles, sirviendo como puntos de referencia inquebrantables en medio de las complejidades teológicas.
A lo largo de la historia de la Iglesia, hemos reafirmado valientemente y con absoluta claridad las verdades fundamentales expresadas en este credo, a través de concilios ecuménicos y el magisterio de la Iglesia. En estas instancias, se ha defendido con firmeza la integridad de las enseñanzas del Credo Niceno-Constantinopolitano contra desafíos teológicos y herejías, demostrando un compromiso inquebrantable con las verdades esenciales que definen la identidad y la misión de la comunidad cristiana.
Estas definiciones dogmáticas no son simplemente afirmaciones teóricas; son cimientos sólidos sobre los cuales se ha construido la comprensión teológica de la Iglesia. Han proporcionado una estructura coherente para nuestra fe, asegurando que las generaciones sucesivas tengan acceso a una comprensión clara y auténtica de las verdades fundamentales del cristianismo. Este compromiso constante con las definiciones dogmáticas del Credo Niceno-Constantinopolitano refleja la profunda convicción de la Iglesia en la importancia de mantener la pureza y la integridad de la fe a lo largo del tiempo.
Al reafirmar este credo, nos sumergimos en la riqueza de nuestra herencia de fe, una herencia arraigada en las verdades reveladas por Dios y cuidadosamente preservada a lo largo de la tradición apostólica. Este credo no es solo un conjunto de declaraciones doctrinales; es un testimonio vivo de la comunión de la Iglesia con la verdad divina que se ha transmitido con reverencia de generación en generación.
Nos comprometemos con diligencia a defender estas verdades, conscientes de que el Credo Niceno-Constantinopolitano sigue siendo una piedra angular esencial que sustenta nuestra comprensión de la fe cristiana. En este compromiso, reconocemos que no estamos solos en nuestra peregrinación de fe; somos parte de una comunidad de creyentes que ha abrazado estas verdades con fervor a lo largo de los siglos.
Al reafirmar estas creencias, celebramos la continuidad de la fe cristiana y renovamos nuestro compromiso con la verdad revelada. Este acto no solo es una mirada retrospectiva hacia las raíces profundas de nuestra fe, sino también un acto de renovación para las generaciones futuras. Buscamos transmitir con fidelidad estas verdades fundamentales a aquellos que vendrán después de nosotros, para que la luz de la fe continúe guiándonos en nuestra peregrinación espiritual y que la llama de la verdad siga ardiendo en el corazón de la Iglesia.
Reafirmamos con profunda convicción nuestra comunión con el Romano Pontífice, reconociendo la importancia de este vínculo a lo largo de la historia de la Iglesia y en la actualidad. Esta comunión no es simplemente un lazo institucional, sino una expresión de nuestra unidad espiritual y doctrinal con el Sucesor de Pedro, el Papa. En el siglo primero, así como en la actualidad, la comunión con el Romano Pontífice ha sido una característica vital de la identidad católica.
En los primeros siglos de la Iglesia, la comunión con el obispo de Roma se consideraba esencial para preservar la unidad y la ortodoxia. Este principio, arraigado en la sucesión apostólica, refleja la visión de la Iglesia como un cuerpo unido en la fe, donde el Papa desempeña un papel central como signo visible de esta unidad. Hoy en día, esta comunión sigue siendo un pilar fundamental de la identidad católica, fortaleciendo el lazo espiritual que une a los fieles de todo el mundo en una única fe y comunión.
Al reafirmar nuestra comunión con el Romano Pontífice, no solo nos conectamos con el presente de la Iglesia, sino que también nos inscribimos en una larga tradición de unidad. Este acto de reafirmación reconoce la importancia del Papa como guía espiritual y pastor supremo, proporcionando un faro de unidad y continuidad en la vastedad de la comunidad católica. En este compromiso, expresamos nuestra disposición a permanecer en comuniones con la Iglesia universal, guiadas por el liderazgo del Papa y enraizadas en la rica tradición que nos une como una familia de fe.
Nos reafirmamos con determinación en nuestra comunión con el magisterio, reconociendo que esta conexión se establece en armonía con las enseñanzas de los santos papas, de los santos, y de los padres y doctores de la Iglesia. Este compromiso no solo implica aceptar las enseñanzas del Papa en el presente, sino también reconocer la obligación recíproca de que el Papa sostenga y base su magisterio en la rica tradición que ha sido transmitida a lo largo de los siglos.
En este contexto, es fundamental recordar que la comunión con el Papa no puede ser unilateral; es un pacto recíproco que implica una conexión sólida con la Iglesia de dos mil años. Esta perspectiva no solo abraza la diversidad de la tradición católica, sino que también destaca la importancia de mantener la continuidad en la enseñanza y práctica de la Iglesia a lo largo de los siglos.
Al reafirmar nuestra comunión, subrayamos la necesidad de que el magisterio Pontificio esté en armonía con la enseñanza perenne de la Iglesia. No se trata simplemente de adherirse a las enseñanzas actuales, sino de ser fieles a la totalidad de la fe católica, transmitida a través de la Tradición apostólica. Este compromiso renovado busca preservar la unidad y autenticidad de la fe católica, reconociendo la conexión vital entre la Iglesia actual y la tradición que ha sido guiada y santificada por el Espíritu Santo desde su fundación.
Antes de llegar a la conclusión, hacemos un llamado ferviente a todos los fieles para que aprovechen este tiempo cuaresmal como una ventana propicia para el arrepentimiento, la abstinencia y el ayuno. En el contexto de las celebraciones litúrgicas y las profundas reflexiones doctrinales que caracterizan este periodo, la Cuaresma se nos presenta como un espacio sagrado donde podemos reparar los errores que hayan surgido en el devenir del tiempo y renovar nuestro compromiso con la verdad revelada por Dios.
La práctica de la abstinencia y el ayuno nos ofrece la oportunidad de despojarnos de las distracciones mundanas, permitiéndonos concentrarnos en la penitencia y la humildad. Que este tiempo de reflexión nos guíe hacia una conversión sincera, donde, al reconocer nuestras faltas, nos acerquemos con corazones contritos al amor misericordioso de Dios.
Como pecadores arrepentidos, emprendamos este viaje cuaresmal con devoción, buscando la gracia divina para corregir nuestros caminos y renovar nuestro compromiso con la fe católica, de modo que podamos experimentar un auténtico renacimiento espiritual. Que esta Cuaresma sea un período de transformación y crecimiento, preparándonos de manera significativa para recibir con corazones renovados la alegría de la Resurrección en la Pascua. En este acto solemne de reafirmación de nuestra comunión con el magisterio, entregamos este compromiso a la Iglesia para el mayor Gloria de Dios.
Realizado en Guayaquil a los 18 días de las ferias cuaresmales de 2024, este documento refleja nuestra dedicación a preservar la rica tradición que ha guiado a la fe católica durante siglos. Que este testimonio de unidad y fidelidad sirva como una luz en nuestro camino espiritual y como una contribución al fortalecimiento de la Iglesia en su misión de ser testigo de la verdad divina en el mundo. Encomendamos este compromiso a la intercesión de los santos, buscando la guía del Espíritu Santo para que continúe inspirando y fortaleciendo la comunión de la Iglesia en el servicio al Señor y a su pueblo.
GALO GUILLERMO FARFÁN CANO
Laico de la Santa Romana Iglesia